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Eduardo Castillo

Cuando yo arribé a Bogotá, hace no sé cuántos días, rico de ilusiones y muy escaso de dineros, me eché enseguida por esas tumultuosas calles que deslumbran mis atolondrados ojos provincianos, a la caza de hombres célebres.

Pude extasiarme entonces ante la bonachona humanidad de un Ministro; admiré la figura heroica de Laureano Gómez; contemplé, enternecido, la gloriosa calva de don Marco Fidel Suárez; visité con una sentimentalidad de radical empedernido, el sitio mismo donde habían asesinado a Uribe Uribe; el mejor día, con un fervor indescriptible, alcancé a percibir, en una Misa Pontificial, la exquisita y diminuta silueta de Guillermo Valencia.

Pues bien, cierta mañana un amigo me tiró bruscamente de la americana: ¡Eduardo Castillo! Y era Eduardo Castillo mismo, quien, como una escuálida visión, cruzaba a pasos menudos frente a mis ojos. Con un volumen bajo las prolongadas narices, que bien pudo haber sido el Libro del buen amor o los Pequeños poemas en prosa, la figura estupenda del poeta descendía impertérritamente por la calle 12, desafiando los encuentros funestos de los vehículos y los tremendos empujones de los transeúntes.

El mirar alucinado de sus ojos verdes, inquietos, hondos, me causó una profunda impresión. Su indumentaria descuidada, su sombrero negro mal equilibrado sobre la despeinada testa, abollado y polvoroso, esa barba de ocho días, me hicieron pensar en una sublime estirpe de poetas que Murger6 glorifica y que soñaban cosas indefinibles y locas a la pálida luna del Barrio Latino. Ya hasta en los más apartados extremos de la República, todos los que amábamos sus versos sabíamos de su vida bohemia.

Porque en este naufragio del ensueño, cuando los poetas se han recortado las clásicas melenas y envidian ocultamente a “Don Gaudencio”, cuando los descendientes de Paul Verlaine han olvidado aquella dulce pobreza franciscana para recorrer, de chistera y frac, los “salones burgueses” donde la dorada mediocridad de banqueros y ministros ríe bonachonamente de versos y de versificadores, Eduardo Castillo es un poeta solitario y extraño, divinamente pobre, pues, como él mismo lo dice, muchas veces se ha nutrido “de éter azul a modo de las cigarras líricas”. En un siglo atrozmente correcto, este Cyrano nuestro es un anacronismo, es algo ilógico y deliciosamente arcaico que pasea su aristocracia espiritual y su barba de ocho días por esas calles donde el año de 1918 ha puesto su sello norteamericano.

Un hombre que ríe, ama, llora, canta y sufre no es el hombre de hoy.

Tiene que ser, entonces, un poeta de verdad, tal vez el único poeta de verdad.

El Universal, “Glosas insignificantes”,

Barranquilla, 6 de abril de 1918.

6 Seguramente menciona al escritor francés Henri Murger (1822-1861), autor de Escenas de la vida bohemia.

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