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ОглавлениеEsa pobre niña
Nunca, casi nunca, fijamos la atención en esas existencias que se deslizan calladamente, a nuestro lado muchas veces; pequeñas vidas incoloras, insignificantes, destinos oscuros, cuya razón de existir no podemos adivinar. Sin embargo, es en esos inadvertidos escenarios donde tienen lugar frecuentemente las tragedias más intensas y donde el dolor y la miseria y el vicio y las pasiones todas libran, en silencio, formidables combates.
Aquella pálida muchacha, que vi ayer frente a una vitrina alucinante de la Calle Real, reveló súbitamente a la imaginación ligera del cronista una perspectiva dolorosa de luchas, de abstinencias, de sueños brillantes, de deseos insatisfechos, de cosas indecibles, punzantes y amargas.
Sobre los cabellos castaños, llevaba esa pálida muchacha un sencillo sombrero de paja, con flores desteñidas; luego un humilde trajecito de viejo paño, resobado por el cepillo y donde las manchas tenaces no habían desaparecido del todo, a pesar de los buenos propósitos; calzaba unos zapatos pobres, ya demasiado gastados por el continuo caminar sobre el asfalto, quién sabe cuántas veces a la semana, sin exceptuar los domingos. Acercándonos un poco, hubierais adivinado, como yo, unos ojos grandes, sombreados de precoces ojeras, una boca de fatiga, una tez paliducha, como si ese rostro hubiese vivido siempre en cuartuchos oscuros, sin sol y sin luz. Y miraba con pupilas encendidas el precioso escaparate, donde las finas sedas crujientes, tornasoladas de las blusas se amontonaban junto a los albos calzones, deliciosos, de complicados encajes y pliegues alados.
Quise observarla, y me detuve. Hay siempre, en nosotros, una curiosidad indefinible que nos lleva a sondear todas esas almas ambulantes que creemos minadas por ocultas emociones. ¿Y por qué no? Tal vez la ilusión de una pequeña aventura; los burgueses olímpicos no comprenden la delicada aristocracia de los amores humildes.
Seguramente —pensaba yo— será la hija de algún antiguo empleado público, a quien se adeuda hoy, por lo menos, cinco meses de trabajo; vivirá en uno de esos pasajes apartados, donde se amontonan toda clase de gentes; tres cucuruchos sombríos, incluyendo la cocina, en un segundo piso; tal vez sobre la baranda habrá un tiesto de flores; la mamá, gorda, regañona, descontenta siempre, la obligará a llevar los menudos quehaceres de la casa: aplanchar la ropa los sábados; limpiar la milenaria levita de papá, con amoníaco; disponer la mesa; dar su ración al gato, erizado y eternamente hambriento. Y claro, esta pálida muchacha será también un poco romántica; leerá por las tardes versos sentimentales, y al través de ellos hará volar sus ilusiones como pájaros locos; en los dulces crepúsculos de invierno soñará, sentada en un rincón, con fastuosidades deslumbrantes, con placeres desconocidos, con días espléndidos de fortuna y de triunfo. ¿No es del fondo de esos cucuruchos sombríos que abundan en las grandes ciudades, de donde han surgido las cortesanas célebres, las actrices famosas, las reinas aventureras, las mujeres fuertes, diabólicas, o sabias, que pueblan la historia del mundo?
Entre tanto, esa pálida niña de los zapatos gastados, seguía mirando con las pupilas encendidas el alucinante escaparate de la Calle Real.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 26 de junio de 1918.