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Un caso

Me ha tocado presenciar un caso bien curioso: hay en los alrededores de Bogotá un sitio donde se reúnen, a la hora de las comidas y alrededor de una pequeña mesa, varios obreros extranjeros: un alemán alegre, bajito, robusto, de bigotes puntiagudos, que es el dueño del establecimiento y que, en mangas de camisa, hace los honores de la casa; un austriaco gigantesco, de ojos de niño y puños de cíclope, que ha estado en China, en Groenlandia y en el Cabo de la Buena Esperanza; un inglés de pupilas azules, risueño, esbelto, que habla poco y bebe mucho; un francés del sur de Francia, vivo y nervioso, que acciona con el tenedor, en cuyas cuatro puntas hay siempre suspendido un pedacito de carne; y un catalán que parece escapado de un drama de Guimerá,16 con su boina echada a un lado, sin cuello, rasurado, vivaz e inteligente.

No sé por qué afortunadas circunstancias fui a dar a ese centro de obreros, amable y cosmopolita; pero es muy cierto que, una tarde de estas, vime allí sentado también, como un camarada, alrededor de la pequeña mesa y frente a un delicioso y rubio jarro de cerveza alemana.

¿Cómo es que estos hombres, tan distanciados unos de otros por abismos de sangre y de odio, no se tiran los platos a la cara, sino que, al contrario, desde hace muchos días viven juntos y departen amigablemente, sin pensar en las patrias lejanas, en las matanzas, en las invasiones, en los bombardeos, en las derrotas, en las victorias?

Mi amigo, el catalán, trataba de explicar el problema, diciendo que en Alemania, en Inglaterra y en todas partes, la guerra sólo es obra de las aristocracias y no ha gozado de una profunda simpatía en las bajas clases sociales.

Yo no entré a discutir esa teoría, pero sí me sorprendí mucho al adivinar esa flemática indiferencia, ese olvido sabio de los grandes rencores, que contrasta visiblemente con nuestro modo de ser tropical y ardoroso, con nuestro carácter vengativo, que no perdona nunca y que tiene siempre los oídos palpitantes, despiertos, a flor de ojos y a flor de labios. No es envidiable en verdad esa frialdad impasible de sentimientos que caracteriza a los hijos de aquellos países nórdicos, donde la heladez cansada de las brumas hace circular menos presurosamente la sangre. Es mejor, mucho mejor, ser como somos, tener todo el sol fogoso entre las venas y un ímpetu salvaje que no deje olvidar jamás la ofensa sangrienta, que obligue a gustar el exquisito placer de la venganza.

Pero he pensado también que en estos sencillos obreros, que se juntan cotidianamente a beber copiosos y espumeantes jarros de cerveza, ha privado un invencible instinto de compañerismo sobre el amor a la patria y el odio al enemigo de la patria. Estos pobres hombres, unidos por el trabajo y por el destierro en un rincón del mundo, bárbaro y apartado, rodeados de caras hurañas y desconfiadas, que sienten la dulce nostalgia del hogar, no pueden menos de hacer a un lado las absurdas enemistades, los rencores arbitrarios, para reunirse, en los atardeceres melancólicos, frente a un vaso de cerveza, a añorar lejanos tiempos de paz y de juventud, cuando en una humosa taberna de Liverpool o de Munich se hablaba alegremente de América, la tierra alucinante del oro y de las leyendas.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 24 de julio de 1918.

16 Se refiere, seguramente, al escritor catalán Angel Guimerá (1849-1924).

Nueva antología de Luis Tejada

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