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ОглавлениеLa ciudad
Alguien me ha escrito ayer: “La ciudad es odiosa. En cambio la montaña es fuerte y dulce. Yo amo la montaña”. He contestado: Amigo mío, en verdad allá donde la Naturaleza es fecunda y virgen y donde los maizales ululan al viento, como arpas, se vive bien. Yo sé que en el lecho quejumbroso de hojarasca y de hierba fragante, el cerebro íntimamente unido a la tierra, es cuando se encienden los fuertes pensamientos de conquista y las grandes ideas de renovación, mientras canta o llora o ríe la orquesta múltiple de la selva.
Yo sé también que allá en la montaña, en abierta lucha con el roble milenario, con el toro pujante, con los ríos turbulentos o solemnes, se desenvuelve íntegra la individualidad y los músculos adquieren un temple herculino y se tornan duros como las bielas trepidantes de las locomotoras.
En la montaña se es Pan, atisbando con los ojos fulgurantes el cuerpo desnudo de la ninfa que hiende el rastrojo, temblorosa, hechizada ante el silbo voluptuoso de la flauta; y se es Zarathustra, madurando junto a la astuta serpiente y al águila altiva, el fruto de la Sabiduría.
En cambio, amigo mío, la ciudad tiene también hondos encantos y lazos sutiles con que aprisiona el corazón, siempre que sepáis vivir en ella sin someteros al estiramiento martirizante del frac y del cuello alto y al tedio superficial de los salones, sino pasando inadvertido, como una partícula perdida entre la muchedumbre, pero con los ojos muy inquisidores y el alma abierta a grandes y pequeñas emociones. Porque la ciudad acendra una multiplicidad admirable de sensaciones que no encontraréis en la montaña: es profunda y ligera, cogitabunda y alegre, sentimental y dura, tiene sombras medrosas y luces fugitivas, es refinada e ingenua; encontraréis en los apartados arrabales intensas y menudas tragedias, inenarrables miserias, carne palpitante y desnuda, el encanto de la inmundicia que amaba Jean Lorrain; un día, al volver una esquina, al subir al tranvía, daréis con la mujer elegante, viciosa, infame y deliciosa, que se burla donosamente de ti y de aquel hombre gordo y satisfecho, que bien puede ser un diputado; vive el santo de gruesas sandalias que maltrata su carne y sus huesos, y distribuye su tesoro entre los pobres y los ricos; y el asceta que en oscura guardilla desentraña el alma polvorienta de los libros, mientras en el piso siguiente hacia abajo, los bulliciosos estudiantes juegan a ver rodar bolas de marfil; en una casita sencilla que tendrá flores en las ventanas, hallaréis a la muchacha precoz, que trabaja en la cigarrería y humedece de lágrimas, en los atardeceres nostálgicos, el libro de Bécquer y la barata novela de amores que acaban en suicidio; y el oscuro empleadillo de levita raída y centenaria, que vive trágicamente con sus cinco hijos y su vieja mujer, que ama las plumas y las sedas chirriantes; el burgués barrigudo, que monta en automóvil una vez en la semana y reparte cachetes a las chicas de pianola; el alucinado poeta de provincia que sueña poemas fantásticos frente al escaparate de la librera, con las manos hundidas en los bolsillos exhaustos; la rica dama que pasa, alada, cerca a nuestras pupilas atónitas, dejando una huella perfumada y exquisita.
Por eso y por muchas otras cosas, que hechizan y encantan y punzan, la ciudad nos abraza, como una mujer voluble y loca en cuya alma se agitan luces fugitivas y sombras medrosas.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 15 de mayo de 1918.