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La bisabuela11

Tenía la bicoca de ciento cuatro años y era, naturalmente, entre todas las viejecitas del pueblo, la que soportaba sobre su alma un peso más considerable de días y de recuerdos. Limpia y dulce, vestía amplísimas faldas de zaraza morada olorosas a alcanfor y peinábase de una manera que ya no se usa, dividiendo el cabello suave y blanco en dos trenzas que echaba hacia adelante sobre los senos y recogía atrás sobre el occipital, construyendo con ellas una malla firme y complicada.

La recuerdo vagamente —porque entonces era yo apenas un rapazuelo— pero puedo asegurar que mi bisabuela no ostentaba esa encogidez temblorosa de las viejecitas de hoy, sino que, al contrario, era casi erecta, casi altiva. Iba a la iglesia todos los días y llevaba para arrodillarse un desteñido tapete orlado de flecos amarillos y con un soberbio perro lanudo bordado en el centro; leía en su viejo libro de oraciones, poniéndose ante los ojos cierto aparatico redondo y transparente al través del cual se veían las letras por lo menos cuatro veces más grandes; la bisabuela no supo explicarnos nunca satisfactoriamente tan extraordinario fenómeno.

Ahora bien: a pesar de ser la madre de la madre de mi padre, todos en casa, papá, mamá, las tías, mis primos y yo, la llamábamos simplemente: mamá Cecilia.

He nombrado a mis primos y quiero recordar que eran tres: Antonio María, Ricardo y Altagracia, una pilluela loca y mofletuda que saltaba como pelota de caucho y subíase a los árboles con la misma presteza con que lo hubiera hecho el más ágil de nosotros.

Porque éramos los rapaces más endiablados de la aldea, las buenas vecinas nos tenían horror y no permitían nunca que sus hijos vinieran a jugar en nuestra compañía. Es verdad que también nos temían los pájaros que al atardecer llegaban en negras bandadas, metiéndose entre los tupidos árboles que poblaban la plaza; entonces en los mangos frondosos, en los perfumados naranjos, había un sonoro ruido de alas, riñas, picotazos, grititos de gorriones, gemidos de azulejos; y, precisamente, a esa hora mis primos y yo avanzábamos con cautela, burlando la vigilancia del Alcalde bonachón, y arrojábamos una andanada de piedras sobre la arboleda; los pájaros asustados abandonaban precipitadamente su refugio y con una algarabía ensordecedora desaparecían detrás de la torre de la iglesia. Todo quedaba otra vez en paz.

Sucios, arañados, rotos, sudorosos, después de largas y peligrosas excursiones, volvíamos unas veces a casa, donde mamá, seria y digna, a la hora de la comida nos reprendía con benignidad encantadora.

Recuerdo que, siempre, del comedor pasábamos todos al amplio salón de las veladas donde se rezaba el rosario al anochecer. Mamá llevaba la voz con severa entonación, pasando las cuentas de una camándula negra por entre los finos y blanquísimos dedos; enseguida los chicos nos sentábamos sobre el entablado a desgranar el maíz. Altagracia llenaba su regazo de nutridas mazorcas, arrancando los granos con una presteza sorprendente; Antonio, Ricardo y yo desgranábamos sobre las gorras puestas bocarriba; entre tanto, el abuelo relataba sabrosas historias de la guerra porque había conocido personalmente al general Córdoba y a Mosquera, y sabía interesantísimas anécdotas relacionadas con ambos personajes. Mamá contaba por milésima vez aquel bello cuento de La flor de lilolá que principia así: “Había una vez un Rey que tenía tres hijos, mayor, menor y patojo...”.

Un día... Pero antes de seguir voy a recordar un detalle: cuando hacía buen tiempo, a las horas de la mañana, mamá Cecilia solía sentarse en un amplio y viejo sillón familiar; el tal sillón estaba colocado habitualmente junto al ancho balcón de una sala abovedada y señorial; desde el balcón percibíase mucha parte del pueblecito, los árboles de la plaza, los tejados grises, unas casitas blancas desparramadas en el valle, el río manso, municipal, río de pueblo, atravesado por un mal puente de dos palos, guayabales floridos, arrayanes, robledales que bordeaban la montaña, y la montaña azul recortada sobre el cielo; por el balcón aquel entraban la brisa fresca de la mañana y el tibio sol de verano que la viejecita recibía sobre la falda morada y sobre las manos sarmentosas, con deleitable fruición que la hacía sonreír.

Un día... Bueno, pues un día mis primitos y yo jugábamos a la guerra: tuvimos la ocurrencia de formar un batallón entre los cuatro y Antonio se autonombró capitán de la legión; no sé de qué manera logró confeccionarse unas polainas de hule negro y una tosca espada de madera, que esgrimía marcialmente; Ricardo lucía airoso morrión de papel doblado y la más temible escopeta hecha de hoja de plátano; Altagracia llevaba el sombrero del tío Samuel, viejo fieltro que le sentaba maravillosamente, y un cornetín de lata; además habíase metido entre unos pantalones anchísimos que ató con gruesa tira de género a la altura en que las mujeres grandes llevan los senos. Yo, por mi parte, golpeaba el primoroso tamborcito que me trajo el Niño Jesús en el año anterior. Todos enseñábamos negros bigotes garrapateados con carbón sobre las caras embadurnadas de dulce y de chocolate.

Así, en tropel, obedeciendo las voces de mando que Antonio aprendió en los relatos bélicos del abuelo, recorríamos el caserón paterno acuchillando heroicamente puertas y almohadas y metiendo un estruendo terrible. Pero, he aquí que, de repente, llegamos a la pieza de mamá Cecilia; la viejecita descansaba sentada en el sillón de cuero, frente al dulce paisaje.

Altagracia: ¡Silencio que mamá Cecilia está dormida!

Antonio (en tono confidencial): Vamos a darle un gran susto a mamá Cecilia.

Nosotros: ¡Bueno! ¡Bueno!

Antonio: Entramos todos calladitos y rodeamos el sillón. Después, a una señal que yo les haga, Luis toca el tambor, Altagracia suena la corneta, Ricardo grita como si lo estuvieran matando, y yo digo: ¡Paso de vencedores!, como el general Córdoba.

Sigilosos, a pasos menudos, conteniendo las risas que quieren reventar, llegamos hasta el balcón; la anciana duerme seguramente. De improviso, a la señal convenida, rompemos en formidable algarabía: Ricardo grita desaforadamente, Altagracia sopla el cornetín, Antonio da voces estentóreas y yo, a toda fuerza, golpeo sobre mi tambor; la bóveda del salón repercute sonoramente, algún transeúnte se detiene admirado frente a la casa, una paloma doméstica vuela del alero haciendo tabletear las alas; y sin embargo, ¡oh sorpresa!, mamá Cecilia no despierta. Tiene la cabeza echada hacia atrás, los ojos entornados, la boca un poco abierta y las manos lívidas desfallecidas en el regazo; el sol claro de la mañana cáele sobre el nevado cabello; moscas oscuras vuelan en torno, otra mosca verde llega, zumbando, y se posa en la frente, luego desciende presurosa por los ojos y se detiene en la comisura de los labios.

Y a pesar de todo, la bisabuela sigue dormida.

El Gráfico, Bogotá, 8 de junio de 1918.

11 Este es el relato que Tejada presentó por primera vez en El Espectador de Bogotá, en septiembre de 1917, pero que le fue rechazado por no cumplir el requisito de ser una crónica que hablara de la actualidad.

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