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La carrera séptima

Cuando se llega de una oscura provincia, sin que se haya desvanecido aún de las pupilas el dulce y callado paisaje del pueblecito natal, con su torre, su plaza, sus dos callejas atediadas y solitarias, cuando se llega por primera vez a esta prodigiosa Meca de ilusiones juveniles, admírase uno desmesuradamente ante el tumultuoso ajetreo de la carrera séptima.

Y es que los que estábamos acostumbrados a contemplar, en los mediodías bochornosos y dentro de la plaza abandonada del pueblo, sólo la enérgica silueta del alcalde que dialoga perezosamente con el boticario de la esquina, no podemos concebir nunca que, por un cauce tan estrecho, puedan deslizarse en distintas direcciones tantas gentes apremiadas, febriles, gesticulantes, tantos vehículos diversos, desde el tranvía monstruoso y amenazador hasta la sencilla bicicleta con su corneta sonora.

¡La carrera 7a! Quisiera que, al atardecer, os asomarais a este amable balcón, junto al cual escribo. ¡Cómo negrea la muchedumbre a uno y otro lado! Hay gentes que ambulan precipitadamente, como movidas por ocultos resortes, se atropellan, interrogan y agitan los brazos, que se alzan y se abaten como las aspas locas de unos pequeños molinos; otras, en cambio, avanzan tranquilas, impasibles, torturadas por escondidos pensamientos, desafiando el peligro inminente de los vehículos y los codazos gratuitos de los transeúntes agresivos; también veréis un desfile pausado de empleados públicos que abandonan las aburridas oficinas o de solemnes políticos que departen sentenciosamente, sobre arduos y fatigosos temas de actualidad; forasteros de aire inconfundible y atavíos exóticos, que miran con ojos asombrados; estudiantes; mujeres que andan airosas, sonrientes, entre la muchedumbre. Mientras tanto, los viandantes, curiosos y tumultarios, se apiñan frente a los tableros de los periódicos, cruzan carreros vociferantes; los pilletes gritan a voz en cuello nombres de diarios vespertinos; los automóviles soplan sus roncas bocinas; los coches de punto campanillean; los tranvías se deslizan, repletos, ensordecedores, haciendo tintilinear el agrio cobre de sus campanas de aviso. Agradable algarabía que le deseo, de todo corazón, a un cronista enemigo.

Pero es en las primeras horas de estas dulces noches de julio, cuando nuestra deliciosa carrera 7a adquiere un prestigio inusitado y da la ilusión de una de esas ciudades ignotas, maravillosas, modernas, tentaculares, hacia donde emigran nuestros sueños fugaces como locas palomas. Cuando, prendidas al brazo de sus caballeros, avanzan felinamente sobre las amplias aceras exquisitas mujeres, perfumadas, esbeltas, sensuales, con las finas manos hundidas entre sedosas pieles ricas y albas, como carnes de princesas, o sombrías, como negras cabelleras; cuando los escaparates fantásticos encienden sus fuegos de ensueño, iluminan sus vientres preciosos, alucinantes, atestados de cosas inalcanzables, donde quedan suspendidas, como lágrimas, las ansias de las niñas pobres o las miradas estáticas de los rapaces; o cuando, a altas horas, en una noche húmeda, la luenga avenida yace sola, muda, como un canal absorto, encantado, donde se reflejan las luces inmóviles.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 15 de julio de 1918.

Nueva antología de Luis Tejada

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