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La fiesta del Trabajo

Ayer, primero de mayo, celebraron los obreros de Bogotá su fiesta del Trabajo y supieron hacerlo de una hermosa manera que podría servir de modelo a la democracia universal. No quisieron ellos, los de las manos encallecidas, permanecer en el Día del Trabajo metidos bajo la tibieza acariciadora de las mantas o entregarse al jolgorio ruidoso de las chicherías, como suele usarse en esta paradójica tierra donde las horas más santas y solemnes son profanadas con cínicos esparcimientos y donde la estadística arroja un número más crecido de borrachos, precisamente el día en que las tabernas han sido selladas por las autoridades.

Los obreros bogotanos señalaron ayer, en una forma imperecedera y muy bella, la fundación de una escuela, el momento más culminante de elevación moral que han alcanzado hasta hoy nuestras clases proletarias.

Yo los vi cuando desfilaban en masas robustas, custodiando sus convoyes, como un ejército fuerte que avanzara a la conquista de una soñada y no lejana ciudad de prosperidad, donde los ojos negros de los fusiles serán cegados por las uñas laboriosas de los arados de la paz.

Yo contemplé, con pupilas de júbilo, el luengo cortejo de carros abrumados bajo el peso de la tierra sagrada que irá a compactar los muros de un pequeño y simbólico templo, donde, dentro de poco, los hijos humildes de los obreros aprenderán a garrapatear sobre el encerado las más caras y santas palabras, y a tomar, sobre los duros y amables bancos de martirio, amor a la lectura y al estudio, puertas de redención, ventanas al porvenir.

No podría imaginarse en verdad una manera más noble, más divina que esta, de santificar la fiesta del Trabajo, así con un canto al futuro, con una siembra de esperanzas.

Hoy, cuando en la aristocrática y linajuda Europa, las dinastías milenarias y las turbulentas democracias se confunden, se combaten, se revuelven, se amalgaman y se sienten desconcertadas y perplejas ante una lumbre imprevista que ha descendido quién sabe de qué cielo, cuando todo en esas viejas tierras es caótico e impreciso, nuestro humilde proletariado ha sorprendido el secreto de la estabilidad, y camina ya por un pequeño sendero, recto y lleno de promesas.

Que así prosiga hasta el fin, porque ellos, los que enseñan como certificado glorioso diez callos duros en las manos, son los arquitectos de la patria, son el oscuro y nebuloso crisol donde se funde el espíritu que, en las gentes de mañana, será fortaleza y será triunfo.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 2 de mayo de 1918.

Nueva antología de Luis Tejada

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