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Películas policiales

Nuestro público está tomando mucho gusto a esas interminables películas de ladrones y detectives, que las grandes casas cinematográficas de los Estados Unidos, después de hacerlas saborear a los flemáticos yanquis, nos remiten por docenas.

¿Habrase visto algo más estúpido y disociador que una de esas películas norteamericanas, a la manera de El millón de dólares, que nuestras gentes del pueblo y muchas que no lo son, aplauden desenfadadamente?

Siempre, en todas ellas, veréis a una ingenua muchacha de quince años a quien unos cuantos papanatas armados de pistolas inconmensurables, que nunca disparan, le han tomado el pelo persiguiéndola día y noche por cielo, tierra y mar, con evidentes intenciones de estrangularla, electrocutarla, fusilarla u otras barbaridades por el estilo, lo que desgraciadamente no se lleva a cabo jamás porque, como es natural, se acabaría la función.

También veréis a un hombre despavorido, a quien persiguen no sé quiénes y que en un momento de aprieto se precipita desde el vigésimocuarto piso de un rascacielos. Todos pensamos que se ha hecho pedazos contra las baldosas. Pero cuando estáis en un grado de excitación máxima, creyendo oír ya el chasquido del cráneo que se rompe contra las piedras, nuestro hombre, con una fortuna verdaderamente yanqui, cae sentado en los cojines de un lujoso automóvil que, por casualidad, pasaba en ese instante.

Contemplaréis, así mismo, a cierto personaje sugestivamente enmascarado a quien sorprenden frente a su escritorio media docena de incautos polizontes, armados de las indispensables pistolas. Pero en el mismo momento de ser aprehendido, el tal enmascarado aprieta un botón mágico y desaparece milagrosamente, metiéndose de bruces por el cajón más diminuto de la cómoda.

Toda esa fantasmagoría de cosas inverosímiles y alucinantes, que puede ser una realidad común y viviente de Norteamérica, pero que a nosotros nos parece terriblemente afectada, impresiona desastrosamente la sensible imaginación de las gentes.

El pueblo, con ese poder asimilativo asombroso que lo caracteriza y con un don de observación que no deja pasar ningún detalle, se siente verdaderamente conmovido, viviendo la vida irreal y fantástica de esos comediantes que pasan locamente por el lienzo.

Y muchos querrán después imitar las maneras y artimañas que aprendieron: aquella chica de sombrías ojeras que sólo tiene un mezquino pañolón para cubrirse el seno, ambicionará ser una sentimental princesita del Dólar; aquel desharrapado mozalbete que ya ha ido dos veces a la policía, por cosas que no quiero decir, desea, allá en sus adentros, ser hábil y temible como el facineroso manco de La máscara de los dientes blancos. Y no perderá la ocasión de ponerlo en práctica.

He aquí, pues, cómo las extravagantes películas policiacas que nos remiten por docenas de Norteamérica, se convierten en escuelas de inadaptados y malhechores (porque nunca es lo bueno lo que se imita) acicateando instintos latentes en gentes demasiado predispuestas a la criminalidad.

¿No será hora ya de que el Gobierno, como se ha hecho en Chile, en Uruguay, en Suecia, en Noruega y en muchas otras partes, reglamente la exhibición del biógrafo?5

Ya hablaremos en otra crónica de este interesante punto, porque estamos resueltos a abrir una ruda campaña contra el mal uso que suele hacerse del cinematógrafo, ese admirable prodigio de nuestro siglo.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 2 de abril de 1918.

5 Biógrafo y cinematógrafo eran, en esa época, palabras sinónimas que designaban el aparato para proyectar filmes.

Nueva antología de Luis Tejada

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