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El café

Generalizando un poco, podríase asegurar que los intelectuales de todas partes sufren ese prurito femenil de juntarse en determinados lugares a conversar. Nada más que a conversar. Aquellos determinados lugares son casi siempre cafés o tabernas, que por esta pequeña razón se han hecho más o menos célebres. Creo que la primera vez que llega uno a París, lo segundo que hará un amigo Cicerón, que al mismo tiempo fuese poeta, sería decirnos:

—Este es el café donde solíamos venir Paul Verlaine...

Zamacois12 nos ha mostrado también, gráfica y deliciosamente, lo que era hace algunos años un café de intelectuales en Madrid, cuando Don Ramón del Valle, fanfarrón y bohemio, estaba recién ido de Méjico.

Sería curioso y sugestivo un estudio sobre la influencia de las tertulias de café en la literatura de un pueblo. Porque, en esas reuniones amables, fraternales, nacen muchas cosas buenas o malas. Allí se conversa un poco de letras, de artes, de ciencias, de mujeres, de libros; se habla bien de los enemigos presentes y mal de los amigos ausentes; surgen las bases para los editoriales de mañana, para los libros futuros; se afianzan las ideas; hay intercambio de conceptos... ¡Tantas cosas!

Aquí, en Bogotá, las tertulias literarias tienen su historia definida e interesantísima, que Roberto Liévano esbozó magistralmente en una reciente conferencia. Hoy por hoy, nuestros literatos suelen congregarse en misteriosos sitios, escondidos y herméticos, que han escapado a mi perspicacia.

Además, con relativa frecuencia, acuden a un modesto café de la calle 13, si no recuerdo mal, y que ha empezado a llamarse ya enfáticamente el café de los intelectuales.13 A la hora del atardecer asomaos por allí: hay humo espeso de cigarros y de cigarrillos; las mesas están llenas; banqueros que hablan de la baja del cambio; comerciantes, abogados, médicos tomando té, café, bebiendo cerveza o saboreando pequeñas copas de brandy. En un rincón veremos uno, dos, tres, cuatro, hasta cinco literatos conocidos. Sin embargo, no beben el ajenjo clásico de los soñadores; tampoco fuman en grandes pipas; no se distinguen en nada de los demás concurrentes. Hablan moderadamente, sin ofender al interlocutor. No se peroran a grandes gritos como en otros tiempos de poetas locos; tampoco se encaraman sobre las mesas y las botellas permanecen incólumes y las frentes intactas. Cuando entra un burgués, asomando primero el abdomen que las narices, como dice un amigo mío, ninguno hace el más mínimo gesto de desagrado, como era uso bárbaro, antaño, entre literatos intransigentes. Hoy, todos nos hemos democratizado. A las ocho o antes, nuestros intelectuales van saliendo en fila y emprenden el camino de sus casas. Porque, antes que todo, son ciudadanos correctos, esposos modelos, padres ejemplares... Y nada de escándalos.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 20 de junio de 1918.

12 Se trata del novelista español nacido en Cuba, Eduardo Zamacois (1876-1951); este autor fue quizás más interesante para los intelectuales hispanoamericanos como periodista y por la dirección de la publicación periódica El Cuento Semanal.

13 El destacado corresponde con el original.

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