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Las moscas17

Indudablemente, el instinto de conservación, que va siempre de brazo con el espíritu de destrucción, se ha desarrollado muchísimo en estas épocas. Sólo nos tortura hoy una idea: buscar los medios más eficaces y terribles para desembarazarnos de nuestros enemigos, semejantes o desemejantes, visibles o invisibles, humanos o fantásticos; despliégase un ingenio extraordinario, invéntanse proyectos sorprendentes, pónense en juego estratagemas diabólicas que, digámoslo con rubor, muchas veces no están acordes con la lealtad que debe caracterizarnos siempre frente al adversario: se arrojan provisiones envenenadas sobre las ciudades hambrientas; se acecha al enemigo, bajo las aguas negras y fatales del mar, para caer luego sobre él, como unos bandidos; descúbrense brebajes corrosivos que fulminan, a traición y sobre seguro, a una muchedumbre de seres insignificantes, cuyo único pecado es ese, muy disculpable, de querer vivir a costa de nuestra sangre y de nuestra carne.

Bien: un hombre que acaricie ideas tan inquietantes, no podría ver sin sorpresa la noticia que da un diario, de que dos inteligentes investigadores lograron encontrar, después de concienzudos estudios, un medio eficaz, aunque un tanto infame, es verdad, de concluir con ciertos pobres animalitos que la ciencia llama Musca domestica (moscas, en lenguaje corriente y entendible).

Plantado esta mañana por casualidad frente a un escaparate, he visto al través de los vidrios unos cuantos ejemplares de esos difamados dípteros (dípteros, insecto de dos alas. Diccionario de la lengua), y he sentido el enternecimiento natural de quien mira a un condenado a muerte; he contemplado cómo esos indefensos animalejos, graciosos y diminutos, saben sostenerse en las antenas posteriores, levantando significativamente las patitas delanteras y juntándolas a la altura de los ojos, como un hombre jovial que, cuando ha concebido una buena idea, se soba calurosamente las manos y sonríe; o también, a veces, inclinados hacia adelante, montan las menudas patas de atrás sobre las alas y echan a caminar meditabundos como aquellos señores preocupados que, con las manos en la espalda, encontramos de cuando en cuando por la calle; los contemplo, con las barriguitas blancas vueltas hacia mí y las alas sutiles recogidas, haciendo visajes y señas incomprensibles y ensayando profundas genuflexiones hieráticas. Esas moscas gesticulantes me hacen pensar en unas viejecitas alegres que he visto yo a la entrada de las iglesias persignándose rápidamente a dos manos; estas moscas amables que nos acompañan en los mediodías bochornosos, zumbando sonoramente dentro de nuestro cuarto, estas moscas familiares, con sus cabecitas pequeñas, extrañas, aterciopeladas, cruzadas de rayitas blancas.

—¿Qué hace ahí, grandísimo maqueta?

Era un amigo que, puesto al corriente de mis preocupaciones, habló así:

—¿Las moscas? Odiosas alimañas, que las arañas, famélicas, hambrientas, debían haber devorado ya desde hace mucho tiempo; ellas se asientan calladamente sobre la carroña desapacible, sobre los pantanos infames, sobre los inmundos andrajos, y luego, llevando adheridas a esas delicadas patitas que tú admiras, una multitud de gérmenes de muerte, vuelan sobre las mejillas de tu novia o de tu hermana, se detienen, aviesas, en el bocado suculento que espera sobre tu mesa, caminan confiadas y presurosas sobre tu mano y hasta tienen el mal gusto de dejarse caer de bruces dentro de tu plato, dentro de tu vaso.

—Basta. Eres un hombre cruel. ¿Crees que sólo con el sacrificio de estos animaluchos hemos de escapar de la muerte? ¡Que exterminen los microbios, que sequen los pantanos, que entierren las carroñas!

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 26 de agosto de 1918.

17 Esta crónica anticipa la crítica permanente de Tejada contra el higienismo.

Nueva antología de Luis Tejada

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