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El coro de las lamentaciones

¿Cuándo abandonaremos, ya para siempre, ese estrecho criterio pesimista que informa gran parte de nuestro pensamiento cotidiano? En la tribuna, en la prensa, en el folleto, en el café y en el corrillo de la esquina, nos complacemos en aplicarnos, sin ningún escrúpulo, los más displicentes y relajados adjetivos. “Somos un país bárbaro, inhábil, desacreditado, el más atrasado y el más inhabitable de la tierra”, oigo exclamar al burgués que vende salchichas en la tienda de enfrente y al hombre autorizado que dogmatiza desde las columnas de un diario.

“En Estados Unidos, en Argentina o en Bélgica, se hace tal cosa, mientras nosotros permanecemos inactivos”, predican en las calles esos oradores ambulantes, que logran reunir frente a sus ojos, un público de más de dos oyentes desocupados.

Y lo que somos, en resumen, es unos seres paradójicos y descontentos. Emprendemos a voz en cuello un estridente coro de lamentaciones, precisamente cuando nuestra vida republicana se encauza y normaliza, por una vía ya definida y llena de promesas.

Nos llamamos desacreditados, cuando las grandes entidades financieras del extranjero empiezan a mirarnos sin desconfianza; nos decimos arruinados, cuando las industrias nacionales florecen más bellamente que nunca y cuando el comercio exterior prospera y aumenta; no pensamos que mientras estamos en una relativa holgura, en los Estados Unidos, el país rico por excelencia, sólo se come pan una vez a la semana; nos calificamos de bárbaros, cuando hemos visto pasar un debate electoral de sorprendentes magnitudes, sin que se vertiera la sangre suficiente para llenar el cuenco de una mano.

Apenas empezamos a vivir, apenas salimos de esa tumultuosa algarabía de gritos incoherentes, de precipitaciones, de cosas magníficas y desconcertantes, de todo eso oloroso a pólvora y a sangre, que fue la existencia de la República en el siglo pasado, y que ya está muy lejos, apenas empezamos a vivir, y queremos colocarnos de un salto a la cabeza de una civilización, sin dejar que el organismo nacional sufra ciertas evoluciones lógicas y necesarias. Quisiéramos yuxtaponer a nuestra cultura incipiente, otra cultura superior, sin adaptarla, sin preparar paulatinamente nuestros espíritus y nuestras actitudes, como el Japón que, a su deliciosa y milenaria civilización ha superpuesto, sin un sólido engranaje, sin una soldadura perdurable, otra civilización desemejante y efímera, que se derrumbará un día u otro, al decir de Gustave Le Bon.7

Si no hubiera pasado ya el tiempo en que los profetas peroraban en las plazas públicas, podría, hoy, erguirse alguno sobre las muchedumbres, y decir: que calle el coro necio de las lamentaciones. Preparémonos a vivir nuestra pequeña vida y esperemos pacientemente el turno de ser grandes, fuertes y admirados.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 16 de abril de 1918.

7 Gustave Le Bon (1841-1931); este escritor francés era conocido en la época principalmente por su aporte pionero a la psicología social con su libro Psicología de las masas (1895).

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