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La aldea

Los que han tenido la poca fortuna de nacer en grandes y populosas ciudades, no saben, no podrán comprender nunca lo que significa en la existencia de un hombre el dulce recuerdo de la aldea, donde se vio por primera vez la clara luz del sol. Basta con que hayamos vivido allá sólo un lustro, siquiera unos cuantos años de la infancia, para que el pueblito lejano influya perennemente en nuestra vida, y a pesar del pulimento espiritual, de la más refinada delicadeza urbana, seamos hasta la muerte un tanto sencillotes y bruscos en el fondo y tengamos siempre a flor de alma nuestro origen campesino.

Y digo que son un poco infortunados los que han llegado al mundo en estas tumultuosas capitales, porque no gozarán jamás el exquisito placer de las remembranzas infantiles. En el afán febril de renovación, la casa que habitaron los abuelos, donde se meció vuestra cuna, ha sido seguramente derrumbada y en su lugar se ha elevado un edificio moderno, tal vez una fábrica, quizá un palacio municipal; el sitio donde jugabais cuando niños, con los vecinos de enfrente, ha desaparecido también y vuestros amiguitos son hoy casi unos desconocidos; la tienda de la esquina donde comprabais golosinas no está ya en su lugar y la amable tendera ha emigrado a quién sabe dónde; la calle, vuestra calle, está muy correcta y asfaltada y no será ya aquella calle tortuosa y evocadora de antaño; el alma misma de la ciudad, que antes se dejó comprender y amar, es ahora distinta, múltiple, cosmopolita, disgregada.

En cambio, cuando tornamos a la aldea, después de un prolongado período de ausencia, todo será igual: ni un tejado nuevo, ni una piedra diferente; encontraremos el caserón vetusto de los bisabuelos como lo dejamos: los ventanales carcomidos, el patio húmedo y sombrío, los salones abovedados, sonoros, el sillón patriarcal, todo, todo con el polvo santo de la tradición. Al repercutir quejumbroso de las herraduras sobre las piedras de la Calle Real, mamá se asomará al balcón, como antes, cuando volvíamos a vacaciones... Y luego, en la plaza, los pájaros volarán de los árboles a nuestro paso, reconociéndonos; los chicuelos bulliciosos suspenderán su juego de bolas para mirar al forastero; el señor Alcalde, bueno y parlador, saldrá de una tienda próxima colocándose la vara bajo el brazo y nos abrazará estrechamente; el señor cura nos dará una cachetada exclamando: ¡Pero chico, te has vuelto todo un hombre! Las vecinas rollizas se asomarán sigilosas a los postigos: ¿No es este el hijo de Don Pedro? ¡Cómo está de elegante! ¡Y de crecido! ¡Con bigotes! ¡Con botas! ¡Con corbata! En una ventana muy amada, muy conocida, encontraremos a la primera novia de nuestra niñez, aquella Mercedes o Isabel, o Luisa, sencilla e inolvidable, que amamos ingenuamente y a quien no supimos dar un beso nunca. Se habrá casado, seguramente, con un joven ricacho del lugar; estará ahora un poco mofletuda, robusta, risueña y tendrá un chiquitín entre los brazos: —¿Recuerda usted cuando cogíamos arrayanes? —Sí, contestará ella sonrojándose, era en la huerta del tío Manuel.

Yo, encaramado en la más alta rama, los arrojaba sobre su falda blanca... ¡Que se iba poniendo morada! Lo recuerdo como si fuera ayer... Después, en compañía de los viejos amigos, que hoy serán hacendados o comerciantes, visitaremos el río, manso y tranquilo, que se desliza allí cerca y donde íbamos a pescar en las noches de luna, o donde, en las mañanas primaverales, escondidos entre las malezas, como unos pequeños sátiros, veíamos bañándose a las más bellas mozas del pueblo. También recorreremos, en romería recordatoria, todos aquellos sitios evocativos: aquí fue donde me derribó el caballo de papá; ¿no es este el mismo barranco donde crucificamos la lechuza cazada en la torre de la iglesia? ¿Y este otro? ¿Y aquel? Y más allá... Porque nada ha cambiado en la aldea. Su alma vetusta, enmohecida, apacible, deliciosa, es como esa iglesia provinciana, en cuyas torres añejas crece la yerba y en cuyas naves perfumadas y solariegas se refugia la paz cara a los espíritus.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 21 de junio de 1918.

Nueva antología de Luis Tejada

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