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La sonrisa

Hay una sonrisa superficial y bonachona del burgués de abdomen ampuloso, que se pasea por la calle satisfecho, después de comer. Existe, así mismo, la sonrisa jubilosa de la madre joven, que, presa de íntimo orgullo, contempla el jugueteo de su primer rorro, echado boca abajo sobre la alfombra, con la madeja de hilo. También, de vez en cuando, admiramos la sonrisa serena de héroe que, de pie sobre la trinchera, siente junto a sus oídos el silbido serpentino de las balas.

Pero hay aún, amigos míos, otra sonrisa inquietante y subyugadora, que se ha puesto hoy en moda, en la literatura y en la vida. Es la sonrisa imperceptible, escéptica y burlona de Anatole France. Algo muy distanciado sin duda de la carcajada estridente de Mefistófeles y de la risa demoledora del viejo Voltaire. Es el discreto plegar de labios de unos hombres sabios, profundos y eclécticos, que han trasegado todos los caminos y han escudriñado las más oscuras reconditeces; es el gesto silencioso e hiriente como un fino alfiler, de aquellos que han levantado, irreverentes, el velo impalpable de una ingenua fe en la vida y en las cosas, y han hallado, ¡oh dolor!, que los ídolos sagrados tienen los pies de barro; es el movimiento incrédulo de la boca, analizadora y erudita, del señor Bergeret.8

Esa literatura enervante, como el opio, donde las teorías rientes cantan hechizadoras como las sirenas mitológicas, se apodera suavemente de nuestros cerebros y paraliza nuestros músculos. La vendada fe en el amor que albergábamos, la confianza en la vida, que es bella y buena, en los optimismos santos de juventud, en todas esas cosas gratas que colocan la existencia inexperta, mientras ignoramos que son frágiles y adorables mentiras, todo se desvanece como emigradoras nubecillas al soplo de una racha fría, cuando el comentario burlón asoma a nuestros labios, agudo y lívido, como un estilete florentino.

Por eso, corazones juveniles, poneos en guardia contra las cosas bellamente sutiles que mi amigo Maitre Renard9 predica cotidianamente desde las páginas de no recuerdo qué diario vespertino, y también contra las finas paradojas, de afiladas aristas, que aquel sabio profesor de escepticismo echa a volar desde su cátedra de París.

No son nuestros labios fragantes de veinte años los que deben sonreír incrédulamente cuando el vivir es serio y profundo y a la hora de beber el vino rojo, con los ojos entornados. Más bien, ¡oh amigos míos!, que nuestras bocas, de dientes blancos y firmes, despierten la selva con sonoras carcajadas, o que nuestras cejas se unan, ceñudas, ante el hondo problema del mundo, de la vida, de la muerte.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 10 de mayo de 1918.

8 Aquí se refiere a un personaje de una de las novelas de Anatole France, que según Tejada era el escritor ironista por excelencia.

9 Seudónimo del periodista liberal Armando Solano (1887-1953); su columna habitual se titulaba “Glosario sencillo” y compartió por varios años la misma página con Tejada en El Espectador de Bogotá. En esta crónica, Tejada inicia su crítica al recurso retórico de la ironía.

Nueva antología de Luis Tejada

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