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Los bigotes

“El jefe de la Policía de Bucaramanga ha ordenado a sus agentes que se recorten los bigotes para que las damas no los enamoren”. También ha lanzado una estupenda proclama, que concluye así: “La notificación de retirarse de las ventanas los varones que conversen de pie sobre los embaldosados rige dadas las diez de la noche. El apego a una ventana no tiene pena sino en caso de que se haga burla al agente a la tercera notificación”.

Parece que aquel angelito endiablado y ciego que las doncellas y los poetas llaman Amor, no goza hoy de una perfecta libertad de acción en Bucaramanga. Porque ha surgido allá, en esta época en que tantas tiranías amenazan a la República, un curioso ejemplar de dictadores, un hombre tremendo que se complace en hacer sentir su poderío, en torturar y perseguir a los inofensivos enamorados, en regimentar y controlar todo lo que con el pequeño dios tenga algo que ver en la amable ciudad santandereana.

Dícese que ese aborrecible sujeto sale al anochecer, espada en mano, gesticulante y amenazador, como uno de aquellos terribles sargentos de operetas, por calles y plazas, separando bruscamente de las dulces rejas a los galanes y espantando a las inocentes novias que huyen con una palabra de cariño petrificada en los labios. El estupendo personaje que tan divertidas ocurrencias comete, es el señor Martiniano Valbuena, Jefe de la policía departamental de Santander.

Pero es, entre las peregrinas resoluciones de don Martiniano Valbuena, aquella en que ordena a sus pobres agentes que se amputen los bigotes, “para que las damas no los enamoren”, la que me ha causado más regocijo y admiración. Sin duda, el señor Jefe es un profundo conocedor de las aficiones y caprichos de las mujeres, incluyendo en este apreciable gremio a algunas señoras burguesas y a las fámulas en general. El señor Valbuena comprende cómo debe ser de enternecedor y peligroso el inquietante cosquilleo de ciertos mostachos puntiagudos, agresivos, que caminan como curiosas arañas sobre unas ruborizadas mejillas. También, el sagaz psicólogo de Bucaramanga, ha adivinado que los bigotes imprimen a las fisonomías un aspecto rudo, bárbaro, dominador, haciendo que muchos humildes servidores públicos y bonachones pasen, bajo sus cascos negros, por feroces conquistadores ante las apacibles amas de cría.

¿Qué harían sin sus bigotes los agentes de policía, los generales retirados y algunos capitanes de uniforme? Si el señor Presidente de la República se atreviera a dictar un decreto donde se disponga una siega universal de bigotes, condenaría tal vez a una multitud de personajes importantes a guardar abstinencia forzosa en el más sagrado y delicioso de los pecados mortales.

A pesar de que, respecto a los militares, hay quienes opinan que su clásico prestigio ha decaído considerablemente entre ciertas mujeres exquisitas, inteligentes y aristocráticas, y que ya sólo algunas muchachas ingenuas que suelen leer novelas de raptos y escalamientos, pierden el sentido ante los tenientes de caballerías, egregios y fanfarrones. En Amor, parece que ha amanecido la era de los saltimbanquis fornidos y de los imberbes aviadores.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 24 de septiembre de 1918.

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