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Un cargo tremendo

Dos inofensivos discípulos de los revolucionarios rusos

Un amigo nuestro, joven, católico y conservador, crítico de literatura y empleado público además (o por eso), certifica ayer desde El Pueblo la aparición del bolshevismo en Barranquilla, y nos adjudica a nosotros la tremenda culpabilidad de ser los implantadores, propagadores y poco menos que practicantes de aquellas desconocidas doctrinas moscovitas. Dice que Rigoletto es la “mejor bocina” del bolshevismo atlantiquense y que desde aquí, con cierta malicia insinuante y suave, se esparce la semilla de aquel credo terrible.

En realidad, no hay nada de eso, sagacísimo amigo: sólo se ha comentado aquí modestamente alrededor de dos o tres de esa palabrejas alarmantes que están hoy de moda: socialismo, anarquismo, bolshevismo, pero no hemos exteriorizado amor encendido por cualquiera de ellas, y tal vez no estaríamos dispuestos a dejarnos crucificar por ninguna. Nuestra hoja, como una pequeña lámina vibrante, ha recibido apenas débilmente las poderosas corrientes ideológicas que hoy entretienen la atención y nutren la opinión del mundo.

Un diario bolshevista no tendría, por otra parte, nada de particular: los hay en Francia y Norteamérica, en Suiza, en Italia y la Argentina. La propaganda de los señores revolucionarios rusos ha llegado a un grado prodigioso de intensidad: fundan periódicos, dictan conferencias y hasta hace poco viose, en las calles de Ginebra y de Berna, el automóvil desde el cual los delegados de los Soviets predicaban abiertamente sus doctrinas. Pero a nosotros, modestísimos muchachos de excelente corazón y menos peligrosas intenciones, no nos verá por ahí el prevenido articulista, pidiendo a grandes voces la supresión de la propiedad privada y el libre acceso a las cajas repletas de los banqueros. Quizá no llegaríamos tampoco hasta el extremo de querer amputar personalmente ciertas testas ministeriales, pues nuestras tímidas manos no serían capaces de tamaño acto de justicia.

Hemos sentido, lo confesamos, cierta íntima simpatía por el movimiento ruso, la simpatía indefinible que experimenta siempre el que se inclina con interés expectante sobre una teoría nueva o desconocida. Es posible que esa prodigiosa conmoción equivalga y traiga para un mundo futuro las mismas felices consecuencias que la Revolución Francesa trajo al mundo de hoy. Pero eso no significa que nos identifiquemos totalmente con los procedimientos extremistas y feroces de los mayoristas rusos, así como no amamos los excesos repugnantes de aquel populacho iluminado y desharrapado, que saqueaba las Tullerías en las jornadas de agosto.

La libertad es casi siempre engendrada por el crimen. Para odiar el crimen, ¿hemos de amar la libertad?

Y para concluir: ¿no cree el colega que la aclimatación del maximalismo en Barranquilla es, por lo menos, tan exótica como la de las ideas monárquicas del señor Charles Maurras? Ambas tendencias son como la flor de una larga y compleja evolución ideológica, a que nuestro pueblo, un poco primitivo, no ha llegado todavía.

Rigoletto, “Editorial”, Barranquilla, 14 de abril de 1919.

Nueva antología de Luis Tejada

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