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Las grandes mentiras

En los pueblos donde el análisis no es precisamente la característica más acentuada de los individuos y donde la capacidad de renovación no es, ni mucho menos, la virtud predominante de la raza, sería de interés hacer una estadística minuciosa de las grandes mentiras convencionales, de las paradojas sorprendentes y de las viejas verdades que han dejado de ser verdades por desgaste o por rectificación o por evolución lógica de la esencia de las cosas, pero que aún son acatadas con el tradicional respeto que las gentes profesan a las fórmulas y a los dogmas.

Decir que Francia no es ni ha sido nunca un pueblo liberal; que el patriotismo es un regionalismo absurdo y egoísta; que Julio Flórez hace malos versos; que una bailarina española, a pesar de las castañuelas, es triste y hasta trágica; que los antioqueños no son una raza “superior y pujante”, sino simples mortales tan perezosos y holgazanes como los boyacenses o los caucanos; que el tabaco no quita la memoria; que doña Manuelita Sáenz no era un modelo de amigas fieles; que la Constitución es imperfecta; que Dios se olvida con frecuencia de sus hijos; decir algo que desvirtúe o tratar de probar la falsedad de uno de aquellos innumerables preceptos que las personas crédulas veneran, sería colocarse en inminente peligro de apedreamiento.

A pesar de todo, en esta democracia nuestra, donde las ideas y las teorías se fosilizan tan fácilmente, debería instituirse una liga demoledora que, en el periódico y en el libro, se propusiera revaluar y romper las cáscaras huecas de esas viejas verdades y esas grandes mentiras que van pasando, a través de los tiempos y de los hombres, intactas, invioladas, sin que nadie se atreva a poner la mano sobre ellas, aunque muchos estén convencidos de que son inútiles y falsas.

Existen también numerosos vocablos brillantes, sugestivos, de vago y complejo significado que hemos escuchado mil veces, pero que precisamente porque nos son demasiado familiares, no tratamos nunca de analizarlos a fondo. Hace poco, en el recinto de la Cámara, un Honorable Representante exclamó: “Yo soy liberal socialista”. Meditad un momento en el profundo antagonismo de esos dos gastados e incomprendidos términos, que encierran una concepción diametralmente opuesta del Estado y del individuo, y veréis cómo, por incomprensión, nuestro Representante, sin dejar de ser honorable, no es ni liberal ni socialista.

(Se cree superficialmente del socialismo que es como una forma adelantada o un grado máximo de evolución del liberalismo y, por eso, desconociendo el estricto significado de ambas tendencias, nuestros oradores radicales dicen, en tono de reproche, que este pueblo no está aún preparado para recibir esa excelsa verdad que es el socialismo.

Sin embargo, es aquí, donde se ignora lo que es el liberalismo verdadero, que desenvuelve armoniosa y robustamente la individualidad, en nuestro pueblo débil, empleómano y perezoso donde nadie es capaz de hacer nada por su propia cuenta; donde el Estado todopoderoso obra, inicia y tiene injerencia hasta en los más pequeños incidentes de la vida del país; donde las creencias políticas no están profunda y conscientemente arraigadas, el mejor campo para recoger esa dudosa verdad de que tanto se habla). Y basta de paréntesis.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 4 de octubre de 1918.

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