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La crítica II19

Reflexionando un poco sobre el vastísimo tema que tan ligera y tumultuosamente comentó el sábado, el cronista ha pensado que, de veras, la crítica literaria y la crítica histórica forman en Colombia un hermoso campo inviolado, una palestra provocativa a la que podrían dirigirse las actividades de las juventudes que llegan. Quisiera arriesgar unos cuantos conceptos acerca de ello; ¿pero no es ese un asunto lo suficientemente interesante y extenso para escribir sobre él un libro de muchas páginas? Y, además, esos comentarios que deben ser serios y meditados no cabrían dentro del espíritu ligero de estas modestas glosas en que se habla sólo de cosas triviales. Por eso no quisiera abandonar el pequeño tema primitivo: decir dos palabras sugeridas por lo que se ha escrito aquí, a propósito de la muerte de un conocido dramaturgo francés, y sacar algunas deducciones insignificantes.

Hoy, abriendo el correo del interior, he visto un artículo de Eduardo Castillo sobre Rostand. El poeta bogotano nos dice, casi tímidamente y después de mencionar a M. de Gourmont, algo que muchos barruntábamos ya: que el Sr. Rostand fue sin duda un poeta “un poco vacío”, pero deslumbrador; trata de explicar la gloria inusitada que adquirió en Francia, en cierta época, el popular dramaturgo a quien pueden aplicarse justamente varios adjetivos sugestivos: pomposo, aparatoso, brillante; y luego nos habla de sus hermosas corbatas, de sus automóviles y de sus caballos de sangre árabe. Esta última parte que se refiere a las costumbres y los caprichos personales del Sr. Rostand, me ha hecho pensar, una vez más, en la importancia muy visible que nuestros críticos conceden al detalle biográfico. Lo único que muchos sabemos, por ejemplo, del Sr. Barbey d’Aurevilly, es que ese estimable caballero solía usar unos chalecos demasiado despampanantes; también sabemos del Sr. Catulle Mendes que gustaba de salir a la calle sin sombrero y en mangas de camisa. ¿Y quién no se ha deleitado leyendo algunas insustanciales relaciones de la vida íntima de D’Annunzio o de las extravagancias de M. Bernard Shaw? Yo creo que todas esas notabilidades americanas, los Ugartes, los Ingenieros, los Dominicis, los Gómez Carrillos que asaltaban algunas capitales europeas a caza de amigos ilustres, todos esos mulatos flamantes y cronistas bulevarderos que gustaban de averiguar concienzudamente qué clase de medias calzaba el Sr. Rostand y cuántas camisas de seda gasta el Sr. Barrés, han influido para que nuestro público intelectual tome cariño al detalle biográfico y descuide totalmente la crítica de las obras y de las ideas.

¡Las ideas! Es que, hay que confesarlo, a nosotros no nos interesan las ideas. Sólo nos sugestionan los hombres y sus vidas más o menos pintorescas. Hay una pereza intelectual, estamos todos contaminados de un terrible miedo a pensar que nos empuja a las frivolidades y nos aparta del análisis. Hace pocos días, el Dr. Luis López de Mesa publicó un interesante libro. A propósito, varios conocidos literatos hablaron del Dr. López de Mesa. ¿Pero se dijo algo del libro? ¿Se comentaron las ideas expuestas en el libro? Tal vez don Enrique Restrepo, el único, se ocupó del libro con demasiada benevolencia quizá. Pero todos los demás nos dijeron que el Dr. López es un joven muy distinguido. En lo cual estamos de acuerdo.

El Universal, “Glosas insignificantes”,

Barranquilla, 24 de diciembre de 1918.

19 Fue imposible hallar la primera parte de este texto.

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