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Capítulo uno

4 de septiembre de 2017

Siempre me había imaginado mi futuro de una forma muy clara, sin embargo, todo se había vuelto una locura desde hacía unos meses. A mí madre le habían vuelto a diagnosticar cáncer, la odiosa enfermedad que venció cuando era joven. No obstante, ahí estaba presente de nuevo a sus cincuenta años. Mi padre nos había vuelto a dejar tiradas con una deuda de once mil euros a la que debía de hacer frente yo sola ya que mi madre no podía trabajar en las condiciones que estaba. Debía pagar la matrícula de la universidad y los libros de mi hermana para el nuevo curso escolar. Había estado todo el verano trabajando en una oficina por las mañanas y cuidando a los hijos de nuestra vecina por la tarde para poder hacer frente a estos gastos.

Estaba en mi último año de universidad y dudaba en si lo podría acabar, lo primero para mí era mi familia, pero la situación me sobrepasaba. El dinero no nos llegaría, y mucho menos nos duraría con los gastos que tenía que enfrentar.

Mi vida se había transformado en una completa mierda.

—¡Alba, llegarás tarde a tu primer día de clase!

Puse en la mesa de la cocina un buen tazón de cereales y el bote de leche que había en la nevera. Escuché como Alba salía de su cuarto a regañadientes, acelerada vino hacia la cocina y se sentó en la silla para comenzar a engullir. Sin embargo, me di cuenta de que llevaba los dos botones de la camisa abiertos. La regañé con la mirada, no podía ir de aquella forma al colegio.

—No me mires de esa forma —dijo irritada.

—Sabes lo que te pasará si te ven enseñando el canalillo.

Metí en una bolsa hermética su almuerzo y se lo pasé para que se lo guardara en la mochila.

Resoplando, se abrochó los dos botones. Con el último trago de su tazón de leche, se levantó y colocó la mochila en su hombro. Recogí los enseres y comencé a fregar, dándole la espalda.

—Quiero que sepas que voy a cuidar a los hijos de la vecina para ganar algo de dinerillo. —Me tomó por sorpresa.

—Ni hablar. —me giré, negando repetidas veces con la cabeza—. Me niego a que trabajes, tú tienes que estudiar.

No pensaba dejar que Alba trabajase, ella debía estudiar y sacar buenas notas. Era mi trabajo sacar adelante a la família. Dejé el cazo que estaba fregando y me acerqué a ella. Bajó la mirada avergonzada. Quizá me había pasado en el tono en el que le había hablado, acabé abrazándola.

—Quiero ayudar… —farfulló.

—No puedo dejar que lo hagas, soy yo quién debe sacaros adelante —le dejé bien claro.

—Solo serán dos horas, de cinco a siete —insistió haciendo pucheros con sus labios—. Te prometo que estudiaré, pero déjame ayudarte aunque sea con lo poco que gane.

Me aguanté las ganas de llorar. Mi pequeña hermana, mi gran confidente, ya era toda una mujercita que quería ayudarme. Para ella también había sido dura la noticia de que el cáncer había vuelto y la partida de nuestro padre. Aún fue más duro cuando un señor del banco vino a casa para pedirnos los once mil euros que debía mi padre y tuve que decirle que no podía ir a sus clases de música. La había escuchado llorar noche tras noche.

Me crucé de brazos, mirándola.

—No puedo dejar que lo hagas.

—¿Y siempre vas a ser tú la que se sacrifique? —preguntó Alba bastante molesta—. ¿Cuánto tiempo llevas sin comprarte un pantalón o cuándo fue la última vez que fuiste a la peluquería?

—Eso solo son cosas superficiales, Alba.

—No lo son —exclamó—. A mí también me gusta ver cómo te arreglas y disfrutas de la vida. En estos meses has perdido mucho peso y no has parado de buscar un trabajo.

En eso tenía razón. Había estado todo el verano echando currículos para trabajar, pero siempre era lo mismo. Necesitaban a alguien con experiencia y yo no la tenía. Aún no entendía como había podido entrar a la oficina de turismo que había unas calles más abajo, aunque me lo podía imaginar. Mi nivel de inglés, alemán, italiano y francés era bastante bueno y en Madrid (sobre todo en verano) había mucha gente de esas nacionalidades. Sin embargo, al llegar septiembre, me habían echado.

—Por favor —me rogó.

Sopesé la posibilidad de decirle que no, pero no pude resistirme a ese puchero que solo ella podía hacer. La verdad era que necesitábamos el dinero y toda ayuda iba a ser necesaria para salir del bache.

—Está bien —dije en medio de un suspiro—, pero una sola mala nota y dejas de trabajar.

—¡Gracias, gracias, gracias!

La vi irse por la puerta, saltando de la alegría. Negué, secando una lágrima traicionera que había abandonado mi cuenca. Volví a fregar los cacharros que se habían acumulado de la noche anterior y le preparé a mi madre el desayuno. La pobre estaba en cama, presa de unos dolores de huesos infernales. Agarré el bote de las pastillas y saqué una; resoplé al ver que quedaban pocas y que pronto debería comprar más.

Y pagar la luz.

Y el agua.

Y la comunidad.

Y la deuda que nos había dejado mi padre.

Me estremecí, pavorosa de todo lo que tendría que afrontar. Sin embargo, hice que esos pensamientos se esfumaran de mi cabeza. Agarré la bandeja que le había preparado a mamá y anduve hacia su cuarto. Toqué la puerta y entré. Mamá estaba recostada en la cama, con unas grandes ojeras bajo sus ojos, y leyendo uno de sus libros favoritos.

—Buenos días, mamá. ¿Qué tal te encuentras hoy? —pregunté sentándome en el borde de la cama.

Con cuidado dejé la bandeja en sus piernas. Ella intentó sonreír, pero solo consiguió hacer una mueca por el dolor. Bajé la mirada, no quería que viese como se me humedecían los ojos al verla de aquella manera.

—Buenos días, cielo. —Mamá agarró mi mano y volvió a intentar sonreír—. Estoy bien, cariño. ¿Y tú? ¿Se ha ido tu hermana ya a clase?

Mentira.

Se notaba en cada poro de su piel que estaba fatal, pero era por culpa de las pastillas para prevenir la metástasis que hacían que sus huesos doliesen hasta el punto de retorcerse y desear su propia muerte.

—Sí, mamá. Alba ya se ha ido y he terminado de poner la lavadora, de fregar, de hacer las camas y de preparar la comida.

Estaba orgullosa de haber hecho todo aquello, había sido complicado, pero lo había conseguido. Mi madre lo había hecho toda la vida, ¿por qué yo no? Me necesitaban e iba a estar para ellas, sobre todo para mí madre porque era quien nos había sacado adelante toda nuestra vida.

—Me sabe tan mal que tengas que hacer eso…

—Habrá días mejores, mamá. Pero, por ahora, descansa. En unas semanas tienes la siguiente operación y debes de estar fuerte. —Me levanté de la cama y anduve hasta la puerta—. ¡Se me olvidaba! Le he dejado una copia de las llaves a Arely, me ha dicho que te hará compañía hasta que Alba vuelva de clase. Yo llegaré un poco más tarde de la universidad.

Arely era nuestra vecina del quinto, una chica de unos treinta años que se dedicaba a hacer uñas. Cuando mi madre volvió a recaer fue la primera en ofrecerse a pasar unas horas con ellas a cambio de nada. Era una bellísima persona.

—No sé cómo voy a agradecerte que hagas todo esto, Lucía. —Escuché que decía desde la cama.

Sonreí con la tristeza clavada en mi rostro.

—No tienes que agradecerme nada, mamá. —Abrí la puerta para irme—. Volveré a las tres, tened cuidado y cualquier cosa, llámame.

Salí de la habitación y caminé hasta la puerta. Agarré mi mochila y miré la casa con nostalgia. Parecía que hubiesen pasado siglos desde que la alegría reinaba en cada pasillo de nuestro pequeño piso. La cocina comenzaba a tener alguna humedad y sus paredes blanquecinas se estaban volviendo grisáceas con el paso de los días. El reloj resonaba en la pared como si de una bomba contrarreloj se tratase.

Tic-tac.

Tic-tac.

Me acerqué al frutero de hierro que le había comprado a mamá y agarré una manzana roja que relucía entre tanta monotonía de colores. El gentío comenzó a acumularse cuando llegué al metro, a muchas personas no les gustaba la gran ciudad a causa del estrés o de las multitudes que había por la calle. Sin embargo, a mí me encantaba por el hecho de ser invisible. Nadie, a excepción de mi grupo de amigos y familiares, me conocía. Cuando salía a la calle y me dejaba llevar por la música de Sia, solo era Lucía. Cuando me embaucaba en una nueva aventura literaria en pleno metro, solo era Lucía. La gente no me miraba raro, simplemente pasaban de mi presencia.

Luego de diez minutos en metro, llegué a la universidad. Como todos los años, fui hacia el árbol donde nos reuníamos.

—¡Lucía! —gritaron a los lejos.

Salí corriendo hasta saltar a los brazos de Naomi, mi mejor amiga desde que íbamos a la escuela infantil. Ambas habíamos elegido la misma carrera: Traducción e Interpretación.

—¡Cuántas ganas tenía de verte! —exclamé, abrazándola.

—¿Para mí no hay abrazo?

Miré hacia el árbol, allí estaba Roberto de brazos cruzados y mirándonos con una ceja alzada. Su deslumbrante melena dorada brillaba con los rayos del sol, por no hablar de sus ojos. Tan azules como el mismísimo mar Caribe.

—Claro que sí, idiota. —Reí y lo abracé.

Cuando estaba con ellos todos los problemas que tenía encima se me olvidaban y se esfumaban como el polvo.

—¿Qué tal está tu madre, Lu? —preguntó Paula.

Me rasqué la nuca, mirando mis zapatos desgastados, y añadí: —Está con dolores, pero bien al fin y al cabo.

Noté como Naomi posaba su brazo sobre mis hombros y chasqueaba la lengua.

—Si necesitas algo solo tienes que decírnoslo.

Ella era la única que sabía todo lo que me pasaba, los demás ignoraban que tuviese sobre mi espalda tantas deudas.

—Lo sé —suspiré—. Por cierto, ¿dónde se ha metido tu novio, Paula?

—Ha ido al baño. —Paula se pasó la mano por la cara—. Ayer debió comer algo en mal estado y ahora mismo estará cag…

—¡Vale, vale, vale! —exclamé, asqueada. No quería imaginar lo que estaba haciendo.

—¿Soy la única que se lo acaba de imaginar sentado en la taza y más rojo que un tomate de toda la fuerza que estará haciendo? —se carcajeó Naomi.

—¡Cállate! —exclamó Roberto haciendo una mueca de asco.

—Mirad, ahí viene. —Paula salió corriendo para abrazar a Pablo, su novio. Queríamos quedarnos un rato más hablando bajo la sombra de nuestro particular árbol, pero no pudimos.

La hora de entrar a clases había llegado. Naomi agarró mi brazo y corrió hacia nuestro pabellón de estudio para, según ella, coger un buen sitio. De nuevo, ahí estaban, esas filas de madera que me hacían parecer una hormiga en comparación con la gran altura de la clase. A pesar de lo dura, además de cara, que era la carrera, estudiar me distraía. Era entretenido aprender un nuevo idioma con canciones, libros u otras actividades de ese tipo. Por ejemplo, era gran fan del anime y el manga. Mi afán por el japonés venía de ahí.

Sin embargo, cuando estábamos ya sentadas en primera fila, mientras que la clase se llenaba, el profesor avanzó hacia donde estábamos.

—¿Es usted la señorita Lucía Rodríguez? —preguntó, mirando un listado.

—La misma, ¿pasa algo, profesor? —Su ceño estaba fruncido. Me alarmé cuando en sus ojos se reflejó un atisbo de tristeza.

—El decano quiere verla, por favor, vaya a su despacho de inmediato.

Naomi, extrañada, me lanzó su ya conocida mirada de incredulidad. No obstante, la que estaba flipando en colorines era yo. ¿Qué había hecho yo ahora para que me mandasen al despacho del decano?

—Claro —dije, sonriendo para aparentar tranquilidad. El profesor volvió a su antiguo puesto, recogí todas mis cosas y me colgué la mochila al hombro—. Luego te cuento —gesticulé con las manos hacia Naomi, ella asintió.

Salí de clase y me dirigí hacia el despacho del decano, preocupada. ¿Y si le había pasado algo a mi madre en los escasos cuarenta minutos que llevaba fuera de casa? Acabé sentada, esperando a poder entrar. Los nervios me carcomían, no paraba de estrujar con las manos la cinta que servía para colgar la mochila y, lo peor de todo, era el silencio que recorría la sala donde estaba. Podía escuchar los rápidos latidos de mi corazón atormentándome desde lo más profundo de mi pecho. Había tan solo unos asientos vacíos y varios cuadros con orlas de antiguos alumnos destacados en la fría e insólita sala de espera.

—Señorita Rodríguez, puede pasar.

Escarlata, la secretaria, me hizo pasar a un gran despacho. Allí, sentado en un enorme sillón negro, tras una mesa de madera pulcra y barnizada, se encontraba el decano de la facultad. Se notaban sus años de experiencia ya que las canas cubrían gran parte de su pelo y bigote, vestía un traje azul marino y portaba una simpática y amable sonrisa en sus labios. Las comisuras de sus ojos, pequeños y achinados, estaban arrugadas.

—Siéntese, por favor. —Lo hice bastante tensa a pesar de su tono amable.

—¿Quería verme? —pregunté.

«¡Claro que quiere verte, estúpida! O si no, ¿por qué estás aquí?», pensé.

—Sí, señorita Rodríguez —dijo, mirando unos papeles que tenía encima de la mesa.

—Puede llamarme Lucía.

—¡Oh, está bien! —exclamó, sonriendo—. El caso es que no hemos recibido el pago, Lucía.

—¿Qué pago? —pregunté, extrañada y apretando con fuerza mi mochila, que estaba en mis piernas.

—El pago de las tasas.

—Eso es imposible —hablé con los ojos muy abiertos—. Hice el ingreso, se lo aseguro.

Mi corazón comenzó a bombardear con fuerza, estaba hiperventilando. Era imposible que las tasas no estuviesen pagadas, yo misma fui al banco a dar la cuenta de mi madre para pagarlas.

—Te creo, Lucía, pero debe haber algo mal para que no nos hayan pasado el pago. Puede haber sido un error del banco. Por eso te doy una semana para aclararlo todo si no… —se quedó callado.

—¿Si no qué? —pregunté.

—Deberás abandonar la universidad.

Diez razones para amarte

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