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La Representación Política
ОглавлениеEn las últimas décadas, asistimos a una creciente expansión y diferenciación del fenómeno de la representación política en los regímenes democráticos. El desarrollo de las formas democráticas con particularidades socioculturales en los diferentes países, sumado a los fenómenos propios de la urbanización y crecimiento de las ciudades hasta alcanzar el status de megalópolis, son algunos de los factores que inciden en la aparición de nuevas y más complejas demandas sociales, sostenidas por actores que plantean formas de participación y protagonismo que se renuevan incesantemente.
Estas situaciones están planteando discontinuidades, tensiones y rupturas en los modos de representación que ameritan hablar de una crisis más o menos generalizada del modelo clásico de representación política, característico de los procesos democráticos de la segunda posguerra mundial; realidad, ésta, que afecta, entre otros, tanto a los regímenes de países centrales –Europa y EE.UU.– como a las experiencias democráticas en la periferia, particularmente en América Latina.
Lo descripto se desarrolla en un contexto de globalización que determina nuevas modalidades en los intercambios económico-financieros con impactos directos en la dinámica de los procesos sociales, políticos y culturales, reconociendo la complejidad de las redes de poderes transnacionales que exigen niveles crecientes de concentración para decidir transformaciones estructurales en el sistema global.
Las ilusiones en torno a la sustitución de la democracia representativa por las formas de “democracia directa, instantánea, electrónica”, no están lejos de la realidad que percibimos a diario. Las posibilidades que nos aportan las nuevas tecnologías pueden hacernos creer en la inutilidad de las “mediaciones” políticas y actualizar la vieja fantasía de sustituir el gobierno de los hombres por la administración de las cosas en la prefiguración de una renovada ideología tecnocrática.
No está lejos de esta realidad, la experiencia del “desencanto” y la “decepción” que las sociedades democráticas están experimentando por las distorsiones y deficiencias en el funcionamiento de las instituciones representativas, al tiempo que se acrecienta la ignorancia sobre las posibilidades y potencialidades de la representación. Esta crisis de representación es ante todo, una crisis de las instituciones representativas asociadas a la producción de legitimidad de los regímenes democráticos; en especial, los partidos políticos que, en principio, determinan el modo de gobierno representativo en los regímenes democráticos, tanto parlamentarios como presidencialistas.
Las características fundamentales del sistema de representación están dadas por la idea básica de que una persona tiene, en principio, la capacidad de hablar y actuar en representación de otro semejante, a condición de que esa acción, deba ser cumplida en beneficio del representado. En este marco, se distinguen la representación política en sentido estricto, referenciada en el marco del derecho público, la correspondiente a la defensa de los intereses individuales en el derecho privado y, también, en términos de una proyección sociológica, la conformación del sujeto representado con atributos de semejanza, identidad y características compartidas.
Cabe señalar en este punto que nos referimos a un concepto de representación que soporta la autonomía del representante respecto del representado; por lo que no estamos refiriéndonos a la “representación por mandato” donde existe la sujeción del representante a las instrucciones específicas del representado, con la posibilidad de la revocatoria. Sin embargo, las nuevas demandas sociales y democráticas están desafiando a la clásica idea de la representación política, en la medida que exigen un modo de funcionamiento del régimen representativo que cumpla con la figura de la Representación incluyendo la Receptividad –responsiveness–, en el sentido de: a) responsabilidad del representante en el ejercicio de la acción representativa, b) rendición de cuentas –accountability– de lo actuado y c) sometido a la posibilidad de destitución –removability– por el mal desempeño.
No obstante la creciente movilización de voluntades, expectativas y proyectos para acercar la función de la representación a los deseos y a los intereses de los representados, garantizando mayor proximidad y consistencia entre las demandas formuladas y las decisiones del aparato político, la no obligación del representante por mandato o instrucciones es lo que define el carácter propio de la representación política y la forma representativa de gobierno.
A los efectos de ilustrar esta premisa, transcribimos el siguiente texto que corresponde a un famoso discurso del pensador y político británico, Edmund Burke, en circunstancias que se dirige a los electores de su distrito electoral de la ciudad de Bristol en el año 1774: “Todo hombre tiene derecho a expresar su opinión. La opinión de los votantes es importante y respetable, y el representante ha de apreciarla y considerarla siempre con la máxima gravedad… El Parlamento no es un congreso de embajadores de diferentes y hostiles intereses que cada uno ha de defender como agente y abogado frente a otros agentes y abogados, sino la asamblea deliberante de una nación con un interés, el del conjunto, que no ha de guiarse por intereses o prejuicios locales sino por el bien común resultante de la razón general de conjunto. Cada uno elige, ciertamente, un parlamentario, pero una vez elegido, este no es un parlamentario de Bristol, sino miembro del Parlamento” (31).
Se puede observar la advertencia que este representante expone respecto de la misión del representante: abocarse al interés general y promover el bien común. Para ello, requiere de su autonomía intelectual y por supuesto de la integridad moral que son los recursos con los cuales habrá de construir el acto de la representación. Podríamos decir, recordando el pensamiento de Rousseau, que el representante es, en principio, un intérprete de la “voluntad general”, no para reivindicar el monopolio de esa verdad, sino para actuar asumiendo su derecho a conocerla y expresarla. En ese sentido, se puede reivindicar una identificación necesaria entre la búsqueda del bien común de la ciudadanía y las acciones desplegadas por el representante. La diferencia básica entre una democracia representativa y una democracia directa, en teoría, es que en la primera el ciudadano elige quien decidirá por él, mientras que en la otra es el propio ciudadano quien decide las cuestiones y se convierte en puro decisor.