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Partidos políticos

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El partido político (32), como agente de la competencia democrática, ha sido definido por Max Weber en el sentido de una “forma de socialización dirigida a un fin deliberado, objetivo, como la realización de un programa que tiene finalidades materiales o ideales, sea personal, es decir tendente a obtener beneficios, poder y honor para los jefes y seguidores, o sino tendentes a todos estos beneficios al mismo tiempo” (33). En tal sentido, se trata de una asociación dirigida a un fin deliberado y a la realización de un programa conteniendo objetivos, de naturaleza material e ideal.

En la misma línea temática, G. Sartori define al partido político como “un grupo político con vocación de competir en elecciones para colocar a sus candidatos en cargos públicos” (34). Tales definiciones apuntan al fenómeno de competir por el poder, a dotar de poder a los dirigentes y a ganar elecciones para imponer las agendas partidarias. Podemos decir que el partido político surge en el momento en que se reconoce teórica y prácticamente el derecho del pueblo a participar en la gestión del poder político, para cuyo fin se organizan y siendo su función principal, la de actuar como la estructura de mediación entre la sociedad y el Estado, canalizando preferencias y demandas, como también apoyos a las decisiones del poder político.

Los partidos políticos se desarrollan y funcionan como parte de los sistemas políticos, caracterizados por su autonomía y creciente complejidad que aporta la dinámica de interacciones entre los actores políticos, gubernamentales y no gubernamentales, para incidir en las decisiones políticas. El nacimiento y desarrollo de los partidos políticos está ligado a la creciente demanda de participación de los actores de la sociedad en torno a la formación e implementación de las decisiones políticas. Estas demandas de participación han ido cobrando mayor relevancia en la medida que se producen procesos de cambio estructural en las sociedades que determinan modificaciones en las estructuras de poder y en las relaciones de fuerza entre los actores. Se activan procesos de movilización social que contemplan la integración de nuevos actores y expectativas que se generalizan a toda la sociedad, llegando incluso a disputar el ejercicio del poder político.

En una mirada histórica se puede abarcar desde el partido de “notables”, también conocidos como “clubes políticos” que hacen su aparición en el siglo XVIII. Las primeras experiencias surgen en el sistema representativo inglés a partir de 1832, con el “Reform Act” que amplía la participación política a los sectores industriales y comerciales que aparecen como los nuevos competidores con la antigua aristocracia británica en la gestión de los asuntos públicos. Con posterioridad, sobreviene la práctica política netamente partidista, caracterizada por la recolección de sufragios, el reclutamiento de líderes parlamentarios y el funcionamiento electoral, aunque por largo tiempo tendrá las limitaciones propias de un régimen censitario.

En la segunda mitad del siglo XIX aparecen los “partidos de clase”, representativos de posiciones ideológicas homogéneas. La comuna de Paris en 1848 y la Italia del Risorgimento representan acontecimientos fundacionales de este nuevo proceso político en Europa que marcará una dirección de alineamiento a las nuevas expresiones organizativas de la clase trabajadora en lucha contra las burguesías capitalistas que en los diversos países impedían el funcionamiento de los partidos en un sistema competitivo.

Las transformaciones derivadas de la revolución industrial, impulsaron el desarrollo del movimiento obrero y con él la amplificación de la protesta social que se canalizaba mediante la incorporación mayoritaria de los trabajadores a los partidos socialistas durante el último cuarto del siglo XIX. Los partidos de base proletaria constituyeron organizaciones dinámicas y en expansión que además, incorporaban servicios de asistencia a las necesidades de los trabajadores y sus familias. Es entonces cuando comienza un proceso de profesionalización de la función partidaria. Los partidos socialistas se extendieron por el territorio desarrollando una estructura organizativa basada en secciones que integraban federaciones de base territorial. Este proceso conducirá al desarrollo de los “partidos de aparato”, caracterizados por la institucionalización de los mecanismos internos de representación y elección y la organización de la conducción, generalmente en un “comité central”; una forma que adoptarán años después, los partidos comunistas incorporados a la III Internacional Comunista.

Desde principios del siglo XX, los partidos de ideología socialista y radical expandirán su actuación en las luchas por el sufragio universal y secreto, creando las condiciones para el surgimiento de los nuevos “partidos de masa”, conocidos también como “partidos organizativos de masa” que expresan las movilizaciones populares y el influjo de la conciencia política de la clase obrera; con activación de los sindicatos, también se abren a una participación más plural, dependiendo de los países y del nivel de desarrollo del proceso industrial. Estos partidos tendrán una organización extendida territorialmente, funcionarios especializados y un programa político. Entre los partidos de masa se destacan: el partido socialista alemán (1875), el partido socialista italiano (1892) el partido socialista francés (1895). Son también, canales de movilidad social y de integración de las masas de trabajadores con participación en todas las esferas de la vida nacional, asignando a la tarea educativa una importancia fundamental.

Al finalizar la Segunda Guerra, no sólo aquellos partidos de base proletaria representaban a las estructuras de masas, también los partidos políticos de la burguesía y conservadores se dieron a la tarea de constituir una base electoral movilizada en función de plataformas que legitimaban la presentación de las candidaturas. Se trata de un partido de base plural, incorporando estratos sociales de la clase media, con una disciplina de partido flexible y de baja apelación ideológica. Le interesa la conquista de posiciones y cargos en el gobierno, el control de la administración pública y prefiere los posicionamientos tácticos para la conquista de electores. En los nuevos partidos de masa, en la medida que se flexibiliza la disciplina de partido y se amplía la pluralidad del electorado, en el marco de la creciente influencia de los medios masivos de comunicación, se produce una transformación de aquellos en “partidos de opinión” que se orientan hacia las preferencias ciudadanas más allá de las condiciones socioeconómicas que determinan los segmentos del electorado; estos partidos, también denominados “catch all” –“atrapa todo”– se constituyen en máquinas electorales que movilizan electores antes que afiliados.

El afianzamiento de estos partidos “atrapa todo” con amplio desarrollo en los EE.UU. se ha visto favorecido por el largo período de estabilidad de las “democracias de bienestar”, que posibilitó consensos generalizados en torno a las agendas públicas. Sin embargo, la sucesión de crisis en otras regiones y las propias que está experimentando la Unión Europea, sin olvidar las nuevas movilizaciones de expectativas ciudadanas en los EE.UU., hace pensar que este tipo de partidos deba reconfigurarse para responder a los nuevos conflictos sociales y políticos que se derivan de la dinámica de creciente exclusión social que impone la globalización capitalista.

No obstante las alternativas que marca la evolución de los partidos en el transcurso del tiempo, algunas características siguen rigiendo su modo de funcionamiento. A tal fin, cabe recordar las investigaciones de Robert Michels (35) sobre el funcionamiento del partido socialdemócrata alemán en el año 1911, donde formula la conocida “Ley de hierro” de la oligarquía, por la cual prescribe que en el desarrollo de las estructuras partidarias, la tendencia es a la concentración del poder y, por ende, la burocratización, la oligarquización y la desideologización se convierten en los modos propios de funcionamiento de los partidos. Michels aplica la teoría de la Burocracia de Weber para explicar el proceso de concentración del poder en una estructura partidaria ideológicamente alejada de toda vinculación con la noción de oligarquía. Sin embargo, en su obra afirma que “tanto en autocracia como en democracia siempre gobernará una minoría”, por lo que el proceso histórico parece evolucionar de la aristocracia democrática a la democracia aristocrática.

Para Michels, la Ley de Hierro se fundamenta en tres argumentos principales:

- El crecimiento de la organización conduce a la necesaria especialización de sus funciones, al tiempo que se expone a demandas crecientes de sus afiliados y del contexto que requieren decisiones de mayor complejidad y rapidez, todo lo cual va determinando la burocratización de la estructura y la aparición de los “sabios”, los imprescindibles que constituyen la élite de poder.

- Un segundo aspecto derivado del anterior es que la organización requiere funcionar con mayor eficiencia para responder a sus afiliados, tendencia que se contradice con las presiones por ampliar la democracia interna en la toma de decisiones; esta contraposición termina resolviéndose a favor de la eficiencia y en detrimento de la participación.

- En tercer lugar, existe cierta predisposición a delegar la resolución de los problemas en la élite burocrática, sea por incapacidad o por apatía de los miembros, por lo que la dinámica de la participación del partido termina con la elección entre los líderes surgidos de la propia élite burocrática.

En el contexto de lo mencionado, cabe señalar que el atributo del monopolio de la representación, que caracterizó a la misión y funcionamiento de los partidos en los últimos dos siglos, está perdiendo cierta relevancia en nuestros días, en comparación con otros modos de organización y acción colectiva que parecieran demostrar mayor eficacia a la hora de influir en la formación de la opinión pública y en las decisiones de los poderes gubernamentales; es así que la legitimidad de la acción representativa aparece cada vez más disputada por nuevas expresiones y agentes colectivos que emergen de la dinámica social. ¿Acaso asistimos a la muerte de los partidos?, ¿estamos al final de su ciclo histórico y frente a la sustitución de los mismos por organizaciones y movimientos sociales que demuestran mayor plasticidad para representar los intereses y demandas cambiantes de la sociedad?; ¿o por el contrario, se trata de dificultades de funcionamiento y de limitaciones estructurales para incidir con mayor eficacia en las decisiones del poder político?

En realidad, nos encontramos ante una combinación de estos aspectos y de otros contextuales que puedan agregarse. Los procesos de creciente complejidad que caracteriza a los procesos sociales desde mediados del siglo XX pusieron de relevancia las limitaciones relativas de los partidos políticos para influir en los procesos decisorios que implican a la cúspide del poder político y económico en muchos países. A su vez, el desarrollo de los sindicatos y de otros “grupos de presión” que en algunos casos actúan como eficaces “factores de poder”, hace pensar en la necesidad de concebir la representación social y política como un entramado de expectativas e intereses que requiere de la confluencia de diversos canales de representación de las demandas colectivas.

La relevancia teórica de este fenómeno fue planteada acertadamente, entre otros, por Philipp Schmitter en sus investigaciones sobre el “corporativismo” y “neocorporativismo”. Al respecto, Schmitter (36) distingue entre el “corporativismo estatal” como fenómeno político institucional asociado a los regímenes fascistas de la primera mitad del siglo XX, donde la ficción de la representación es creada desde el poder político sin ninguna autonomía por parte de quienes integran las corporaciones de intereses y, por otra parte, el “corporativismo social” que tiene un desarrollo pleno durante la segunda posguerra, representando los intereses sectoriales en un esquema de funcionamiento que hacía posible la “democracia de bienestar”.

Al autor le preocupa distinguir esta segunda configuración que, a diferencia de la primera, no está inscripta en la problemática de la lucha de clases, determinante para el surgimiento de los fascismos europeos durante la primera mitad del siglo XX. Por el contrario, el “corporatismo” (37) responde más bien a una necesidad funcional de las democracias de bienestar que amplían el espectro de la representación a los intereses socioeconómicos y sectoriales; la participación de los sindicatos y otros grupos de presión configura este fenómeno que en el caso de América Latina se complementa con el espectro de representación que incluye a los nuevos movimientos de participación social, portadores de intereses crecientemente diferenciados.

En este marco y en la medida en que el funcionamiento del Estado democrático experimenta las consecuencias sociales y económicas de la globalización capitalista, se ponen de relieve dos dimensiones críticas; por una parte, lo que podríamos caracterizar como “crisis de legitimidad”, que afecta a los modos de la representación política donde los partidos han pedido centralidad en esa función y compiten con otras formas organizativas para agregar preferencias de la ciudadanía; por otra parte, una “crisis de racionalidad”, en cuanto los partidos han perdido capacidad relativa para incidir y negociar con los gobiernos las agendas de políticas públicas en función de las preferencias ciudadanos y de objetivos consensuados en el largo plazo.

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