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EL AMARGO PACTO DE LENIN

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Los ricos y los delincuentes comunes son dos caras de la misma moneda, representan las dos principales formas de parásito cultivadas por el capitalismo, estos son los principales enemigos del socialismo.

V. I. LENIN (1915)11

Aunque su intención fuera generar polémica, había algo de verdad en lo que dijo el líder criminal de Moscú Otari Kvantrishvili en 1994: «Se escribe que yo soy el padrino de la mafia. [Pero] el verdadero organizador de la mafia y quien estableció el Estado criminal fue Vladímir Ilich Lenin».12 Al identificar a los ricos y a los delincuentes comunes como los enemigos del socialismo, Lenin dejaba fuera de manera implícita a los delincuentes no tan comunes, convirtiéndose en su aliado potencial. Este fue un pacto más de los acordados durante la Guerra Civil que darían forma al resto de la era soviética. A pesar de que el nuevo gobierno adoptaba políticas draconianas —el Comité Revolucionario Militar advirtió de que «al primer intento por parte de elementos oscuros de causar confusión, atracos, derramamiento de sangre o tiroteos en las calles de Petrogrado, el criminal responsable sería eliminado de la faz de la tierra»—, en la práctica, abundaban «la confusión, los atracos, el derramamiento de sangre y los tiroteos».13 En 1918, el índice de atracos y asesinatos se había multiplicado entre diez y quince veces desde los tiempos de preguerra, y el propio Lenin no era inmune a la anarquía de aquel período.14 El 6 de enero de 1919 iba en su Rolls-Royce oficial junto a su hermana Mariya y su único guardaespaldas, Iván Chabanov, cuando unos hombres de uniforme les hicieron detenerse. Chabanov se mostró receloso, pero Lenin insistió en que estaban tan sujetos a la ley como cualquier otro y ordenó que detuvieran el coche. Estos hombres resultaron ser el famoso gánster Yákov Kuznetsov (conocido como «Yákov Monederos») y sus secuaces, que necesitaban un vehículo apropiado para perpetrar un atraco. Criminal de toda la vida, con no menos de diez condenas bajo el sombrero, Kuznetsov no estaba al tanto de la política actual y no reconoció el nombre de Lenin. Supuestamente, cuando este dijo: «¿Qué sucede? Soy Lenin», el gánster replicó: «¿Y qué si eres Lenin? Yo soy el Monederos y soy el jefe de esta ciudad cuando anochece». De modo que Kuznetsov, sin más, se apropió del coche, de varios documentos y de la pistola de Chabanov. Tras mirar los documentos, no tardó en percatarse de que había desaprovechado una oportunidad de embolsarse un valioso premio, y dio media vuelta con la idea de tomar a Lenin como rehén. No obstante, Chabanov ya se había encargado de alejarlo del camino. Lo que siguió a esto fue una cacería humana descomunal en la que Kuznetsov siempre se escabullía por poco de las autoridades, hasta que finalmente, en julio, cayó bajo una lluvia de balas. He aquí su momento de gloria, como el hombre que pudo cambiar el curso de los acontecimientos de la historia soviética en caso de haber sabido quién era Lenin.15

Tal como sucedieron las cosas, Lenin lo tuvo fácil. La violencia resentida, el caos y las penurias de la Guerra Civil se apilaron sobre la montaña de calamidades generada por la Primera Guerra Mundial. Millones de personas fueron desplazadas por ambas contiendas, y durante los años venideros el país se vio enturbiado por la migración individual y grupal. Ello generó todo un mundo de posibilidades para los criminales, que podían perderse entre las mareas humanas y aprovecharse de personas a la deriva a las que nadie conocía ni echaría de menos. Por ejemplo, el bandido Mijaíl Ósipov, conocido como «Mishka Kultiapi» («Mishka el Tapón»), ejerció su profesión sanguinaria en Siberia durante años, «girando» de ciudad en ciudad, según explicaba él mismo, llevando a cabo atracos a casas y allanamientos de viviendas, para después pasar a la siguiente.16 Su sello particular era el «abanico», según el cual disponía los cuerpos atados de sus víctimas prisioneras formando un arco, con los pies juntos y las cabezas separadas, antes de destrozar metódicamente sus cabezas con un hacha. Se le atribuyeron un mínimo de setenta y ocho asesinatos perpetrados junto con su banda, y no menos de veintidós de ellos en esa forma de «abanico» especialmente cruento. Ósipov fue finalmente llevado ante la justicia en Ufá y condenado a muerte, no sin antes enviar una nota a Filip Varganov, el detective que consiguió tumbarlo, felicitándolo por sus habilidades y su compromiso, que concluía así: «El consejo que le doy es este: no cambie sus tácticas y póngalas en práctica. Solo de esa forma es posible combatir el crimen».17

Una cuestión que suponía un reto particularmente agudo era qué hacer con los besprizórniki, los millones de niños sin hogar y abandonados que solían formar pandillas por mera supervivencia. A principios de 1917, ya había unos dos millones y medio, pero la tormenta perfecta de la Revolución, las epidemias, las hambrunas y la guerra que asolaron Rusia hizo que la cifra aumentara hasta unos extraordinarios siete millones como mínimo.18 El nuevo gobierno bolchevique no era ajeno al problema y se preocupó por ello. De hecho, en febrero de 1919 estableció un Consejo para la Protección de los Niños con la intención de proporcionarles comida, refugio y orientación moral, pero los recursos y la experiencia que tenían a su disposición eran completamente inadecuados para llevar a cabo esa empresa.

El fenómeno de los besprizórnost sobrevivió a lo largo de la década de 1920 y trajo consigo los retos asociados de la mendicidad, los robos e incluso la violencia. Abundaban los relatos, a veces exagerados, pero tristemente ciertos en demasiados casos, de bandas de adolescentes o incluso niños más pequeños, que no solo se implicaban en robos de poca monta, sino que también acosaban y a veces asesinaban en grupos de diez, veinte y treinta individuos.19 Joseph Douillet, el último cónsul belga en la URSS de preguerra, presenció este desenlace en sus cotas más elevadas en el campamento de niños de Persiánovka, donde unos veinticinco jóvenes de Novocherkask se armaron con cuchillos y armas y tomaron el control durante casi una semana, hasta que los soldados llegaron para restaurar el orden.20

De hecho, las autoridades tuvieron que adoptar medidas duras con demasiada frecuencia para meter en cintura a los besprizórniki que se habían asalvajado por sus trágicas experiencias, muchos de los cuales se convertían en drogadictos antes incluso de cumplir los diez años, y que habían comenzado a imitar a los adultos del vorovskói mir en el uso de tatuajes y apodos. Aunque la política oficial era la rehabilitación, muchas personas de la época consideraban que eran irredimibles, como afirmó un policía abiertamente: «Extraoficialmente, mi opinión es esta: cuanto antes mueran todos tus besprizórniki, mejor […]. Son un colectivo sin remedio que no tardarán en convertirse en bandidos. Y ya tenemos suficientes sin ellos».21 Esto también contribuyó al miedo ubicuo a la violencia callejera. Douillet, que ciertamente no era el más empático de los observadores, afirmó que «en la Rusia soviética, es peligroso aventurarse a salir a la calle por la noche. Cuando anochece, las calles están completamente en poder de numerosas bandas de hooligans».22

Y los besprizórniki tampoco eran el único reto, ni siquiera el principal. En 1922, en una apuesta desesperada por reanimar la economía, Lenin dio marcha atrás a la anterior política de «comunismo de guerra» maximalista, basada en la nacionalización, las confiscaciones de grano y la militarización del trabajo. La Nueva Política Económica (NEP) supuso una apertura liberalizadora hacia el mercado: el Estado continuaba controlando los llamados «puestos de mando» de la economía, como los bancos y la industria pesada, pero ahora se estimulaba a los campesinos a comprar y vender su producción y se permitían muchos otros aspectos del capitalismo a pequeña escala, que incluso eran alentados. Fue una medida controvertida para los puristas, que Stalin revertió en cuanto tuvo oportunidad, pero mostró una eficacia sorprendente respecto a sus objetivos.

La ley del crimen

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