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DESPUÉS DE STALIN

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La gran mayoría sabía y comprendía cuál era su esencia [de Stalin]. Entendían que era un tirano […] que el destino de todos los prisioneros estaba ligado de alguna forma al destino de Stalin.

Médico de un campo de concentración 32

Resulta irónico que, tras la muerte de Stalin en 1953, fuera su último jefe de la policía secreta, Lavrenti Beria, un hombre tan malvado como podría esperarse de su puesto, quien empezara a presionar para emprender la reducción de internos en los campos. Escribió en un informe que, de los 2.526.402 internos que había en el gulag en aquella época, solo 221.435 eran verdaderos «criminales de Estado peligrosos», y abogó por una amnistía inmediata para alrededor de un millón de zeki, que acabó siendo aprobada. Más tarde, seguramente en un intento de distanciarse de su sanguinario pasado —que resultó infructuoso—, propuso que el Gobierno «liquidara el sistema de trabajos forzados, con base en su poca eficiencia económica y falta de perspectiva».33

Los gulags se hicieron algo menos brutales, pero, como suele suceder, esa leve relajación no resultó satisfactoria, sino incitadora. Los prisioneros se organizaron con confianza renovada, se vengaron de los informantes y en algunos casos crearon conspiraciones. La violencia interna en los campos cada vez derivaba más en huelgas en masa, protestas e incluso alzamientos. En 1953, los campos de trabajo siberianos presenciarían una serie de huelgas en las que hubo involucrados en su momento álgido más de diez mil zeki.34 En el campo Gorlag de Norilsk, el disparo a uno de los prisioneros durante la marcha hacia el trabajo provocó huelgas y manifestaciones que acabaron en una protesta que abarcaba todo el complejo. Mientras tanto, en el campo Rechlag de Vorkutá se vivía una situación parecida. En ambos casos, Moscú lanzó primero amenazas hueras, después abrió negociaciones deshonestas y finalmente envió al ejército. Estas huelgas fueron masacradas, pero a pesar de ello habría represalias contra aquellos que colaboraron en la respuesta del Estado.

A estas les seguirían nuevas huelgas y protestas, especialmente encabezadas por los prisioneros nacionalistas ucranianos. La más grande y peligrosa tendría lugar en la zona de campos de Kenguir perteneciente al Campo Especial Steplag de Kazajistán en 1954. Esta sería reprimida finalmente cuando los soldados irrumpieron en la zona de campos tras tanques T-34, algunos de los cuales arrollaron despreocupadamente a los prisioneros que se interponían en su camino. Pero estaba claro que el sistema de gulags en su conjunto vivía una crisis, y posteriormente habría amnistías y rehabilitaciones masivas. En 1960, la población de los gulags representaba solo el 20 por ciento de lo que había sido en 1953.35

De modo que los suki habían ganado, aunque a costa de colaborar para que los gulags fueran virtualmente ingobernables. No obstante, lo cierto es que ganaron, y remodelaron el vorovskói mir a su imagen y semejanza. Conservaron la mayor parte del código y también la cultura predatoria descarada e inmisericorde de la ley de la jungla, pero reescribieron aquello de la colaboración con el Estado. Ahora estaba permitido, siempre y cuando fuera en interés del delincuente. Cuando se abrieron los gulags, estos criminales colaboradores fueron de los primeros en ser liberados, y durante la siguiente década impondrían su propia visión del código en el hampa soviética mediante la amenaza, la persuasión y la violencia. Se abrían las puertas a que una nueva generación de vorí colaborase con los funcionarios deshonestos del Partido cuando les resultaba conveniente. Este fue el tóxico legado que Stalin dejó a la Unión Soviética.

La ley del crimen

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