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EL LADRÓN QUE SIGUE EL CÓDIGO
ОглавлениеEl vor es un ladrón honrado, un hombre al que no le importa la ley, pero que tiene palabra, que sigue el código. El vor v zakone es el tipo de hombre que todo vor quiere ser.
«LEV YURIST» («Lev el jurista»), vor de bajo rango (2005)39
Pero después también estaban los criminales auténticos, los vorí, y la cultura existente del vorovskói mir era magnificada y transmitida a medida que los arrojaban a los campos de trabajo en camiones y vagones de tren etap (convoy de transporte de prisioneros) y en las estaciones de tránsito que se encontraban a lo largo de sus rutas. Al fin y al cabo, los prisioneros eran trasladados de manera rutinaria, ya fuera para dispersar concentraciones peligrosas, aliviar la superpoblación o ajustarse a nuevas necesidades económicas. A través de esta constante reunión de criminales por toda la Unión Soviética, el vorovskói mir se volvió incluso más homogéneo e interrelacionado, un verdadero «archipiélago gánster». Durante este proceso, el sistema de campos fortaleció y transmitió esta subcultura distintiva que al mismo tiempo imponía y enseñaba la ortodoxia del hampa. Así, por ejemplo, el campo Viatlag era descrito en su propio diario de la prisión, el Za zheleznoi reshotkoi («Tras los barrotes de hierro»), como una «escuela verdadera» que ofrecía «cursos del segundo estadio de formación moral para futuros criminales “estilosos” con aptitudes».40 No se trataba simplemente de adoctrinar a los criminales bajo una cultura común, sino también de la transmisión de las habilidades profesionales. A su propio modo despiadado, el régimen de Stalin conllevaba una rápida urbanización e industrialización y, del mismo modo que sucedió durante el final del zarismo, esto generó una especialización y estratificación en el hampa, igual que en el resto de la sociedad. Esta clasificación profesional iba desde los farmazónschiki, traficantes de moneda falsa (que a menudo colocaban kukli, «muñecas», en sus objetivos incautos: un fajo de billetes falsos o incluso recortes de papel con billetes de verdad por encima y debajo a modo de señuelo), al gonsha («zapato»), un carterista que operaba en los autobuses y tranvías ajetreados en las horas punta.
No obstante, todos ellos formaban parte del vorovskói mir, y de esta masa crítica surgió una nueva figura de autoridad, el vor v zakone (que se traduce literalmente como «ladrón que sigue la ley», pero tal vez sea más adecuado traducirlo como «ladrón que sigue el código»).41 Estos vorí v zakone no eran necesariamente líderes de bandas, ni tampoco eran siempre los criminales más importantes, ricos y duros, sino los jueces, profesores, modelos a seguir y sumos sacerdotes del vorovskói mir, aclamados por sus pares. «Valentín el Inteligente», el paján, o «jefe» con el que se encontró Alexander Dolgun fue probablemente uno de estos vorí v zakone:
Por rango y autoridad, este tipo tiene el estatus de un rey de los ladrones. En la mafia sería como un padrino, pero no quiero usar esa palabra porque en los campos de concentración existe un padrino y es algo completamente diferente. Además, un paján puede surgir en cualquier parte y no tiene que estar vinculado a ninguna familia en particular. Es un hombre respetado por todos en el hampa por su pericia, experiencia y autoridad. Conocer a un urka (vor) tan distinguido de la clase alta es un acontecimiento extraordinario.42
Valentín trataba a Dolgun con educación, pero una parte fundamental del trabajo de un vor v zakone era ser un ejemplo del exigente código de los ladrones y adoptar la responsabilidad de vigilar su cumplimiento mediante los medios más feroces y estrictos. Si un aspirante a vor se hacía un tatuaje que no le correspondía podían matarlo o simplemente arrancarle del cuerpo ese trozo de piel que había causado la ofensa. Pero a menudo la disciplina se ejercía de manera interna. Por ejemplo, un ladrón del campo de Kolimá perdió tres dedos de su mano izquierda por fracasar en su intento de cumplir con una apuesta (una obligación prácticamente sagrada en el vorovskói mir): «Nuestro consejo de mayores se reunió para otorgarme el castigo. El demandante quería que me cortaran todos los dedos de la mano izquierda. Los mayores ofrecieron dos. Estuvieron regateando un rato hasta que acordaron que fueran tres».43 El ladrón no se mostraba resentido con el tratamiento, ya que «nosotros también tenemos nuestras leyes», y los vorí v zakone ejercían así como mediadores, autoridades morales y brazos ejecutores al mismo tiempo. Michael Solomon presenció un ejemplo más dramático incluso de este varonil culto a la resistencia y la negativa a postrarse ante los foráneos. Un joven ladrón fue acusado de vender a sus hermanos a las autoridades. Se resistió estoicamente a argumentar nada en su defensa, pero cuando le dieron la opción de morir «degollado o ahorcado» se decidió por lo segundo. El mayor de los tres vorí que lo juzgaban degolló al ladrón, después lavó con calma el cuchillo y sus manos y aporreó la puerta para llamar al agente de guardia y enfrentarse a su propio castigo.44
Este núcleo duro de los vorí se hacía llamar blatníe, junto a otros términos como urki, urkagany y blatary. Minoría incluso entre los criminales, solían contentarse con abusar de los delincuentes comunes y los presos políticos. Los aterrorizaban y maltrataban, les robaban la comida y la ropa, los echaban de los catres más calientes de las barracas, les pegaban e incluso los violaban con total impunidad. Conocemos a los blatníe sobre todo a través de los relatos de los presos políticos, que por lo general no tenían muchas razones para escribir sobre ellos con simpatía, pero también aparecen crudas valoraciones acerca de los mismos en los informes oficiales e incluso en los pocos escritos que dejaron los agentes de los campos. «Los criminales no eran humanos», escribió Varlam Shalámov; y Eugenia Ginzburg sentía del mismo modo que «los criminales profesionales estaban fuera de los límites de la humanidad».45 No sorprende que también obligaran a otros prisioneros a que hicieran el trabajo que les tocaba a ellos, ya que mover un dedo por el Estado era algo que iba en contra del código del vorovskói mir. Un verdadero blatnói acabaría fingiendo estar enfermo, mutilándose, o como último recurso se enfrentaría a las porras y las armas de los guardias antes que postrarse frente a ellos. Ginzburg escribe sobre cierto momento en que ella y sus compañeros presos políticos «permanecimos de pie helándonos durante más de una hora mientras continuaba la discusión acompañada por las canciones de los criminales ordinarios, que saltaban en círculos mientras bramaban a pleno pulmón: “nosotros no trabajamos los sábados, los sábados no trabajamos, y para nosotros todos los días son sábado”».46
Sin embargo, aunque se negaran a doblegarse ante las reglas del gulag —y muchos, de hecho, se negaban, como veremos en el siguiente capítulo—, la experiencia los dejaba marcados. La rica y brutal cultura vor, con su propia jerga, lenguaje visual y costumbres, se explorará en el capítulo 5. Lo fundamental es que el sistema de los campos de trabajo supuso el crisol en el que el vorovskói mir invertebrado que había surgido a finales del siglo XIX en Rusia no solo empezaría a homogeneizarse cada vez más, incluyendo también a nacionalidades no eslavas, sino que también adquirió algo que le faltaba hasta entonces: cierto tipo de jerarquía. La lucha despiadada por la supervivencia diaria en el gulag, resumida en el precepto «hoy mueres tú, mañana yo», no hizo sino reforzar los vínculos entre los blatníe y la brecha que había entre ellos y el resto de la sociedad.47