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LOS NIÑOS DE STALIN

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El comunismo no supone la victoria de la ley socialista, sino la victoria del socialismo sobre la ley.

PAVEL STUCHKA, jurista bolchevique (1927)29

Los tatuajes tan característicos de los criminales profesionales del siglo XX de la URSS incluían numerosas imágenes de Iósiv Stalin, dictador que gobernó desde la década de 1920 hasta su muerte en 1953. A veces lo hacían por razones satíricas y otras era muestra de la creencia de que ningún pelotón de fusilamiento dispararía a su propio amo. Pero también se trataba de un tributo extrañamente apropiado al hombre que fue, en cierto modo, su verdadero progenitor. A principios de la era soviética, a pesar de las esperanzas de que se trataría simplemente de un fenómeno transitorio, el crimen floreció en una época de escasez, incertidumbre y estructuras estatales débiles. En la década de 1930, los términos del Artículo 49 empezaron a adaptarse a la agenda política de Stalin. En 1932, la policía política (que en aquel momento se conocía como OGPU) proporcionó instrucciones a las autoridades locales para que dieran mayor atención a los «elementos criminales y parásitos sociales» y que los dividieran en nuevas categorías que ponían en un mismo saco a los delincuentes desempleados y a los niños de la calle.30 Las hambrunas y el caos del campo que generó la campaña de colectivización de Stalin (que tomó el control efectivo de las tierras de cultivo para el Estado) llevó a un resurgir del besprizórnost. Niños que a veces no tenían ni ocho años, que no querían o no podían demostrar su edad, eran enviados sin más a campos de trabajo como «individuos con edad en torno a los doce años».31 Pero cada vez se hacía una distinción más clara entre los criminales normales y aquel de quien pudiera asumirse que tenía algún tipo de motivación política. Simples matones y bandidos estaban «próximos socialmente» a los obreros que habían perdido el rumbo. Necesitaban recibir un correctivo, un castigo. Pero los tratamientos más salvajes se reservaban para los disidentes políticos, quienes serían enviados en su debido momento a los campos de concentración a miles y a millones.

La vorágine de terror, industrialización y encarcelamiento que propició Stalin revolucionaría el vorovskói mir. El sistema del gulag (gulag es el acrónimo de Glávnoie Upravlenie Lagueréi, Dirección General de Campos de Trabajo) fue el motor de su proyecto de construcción del Estado.32 En parte se debía a razones prácticas: millones de trabajadores convictos zek talaban árboles, cavaban zanjas y extraían carbón en nombre de la modernización. ¿Cuántos? No lo sabemos a ciencia cierta, pero Anne Applebaum sugiere una cifra de 28,7 millones durante la época de Stalin como una «estimación a la baja».33 No obstante, también tenía razones políticas y psicológicas: los campos de trabajo eran lugares donde exiliar a aquellos que se resistían a la colectivización de las tierras y a los que mostraban una independencia y voluntad indebidas, además de suponer una historia aleccionadora para amilanar a cualquiera que pudiera cuestionar al Partido. Al fin y al cabo, las detenciones y el sistema del gulag no eran en absoluto secretas, ya que había convictos trabajando incluso en las ciudades principales (el sublime sistema del metro de Moscú fue construido gracias a esta moderna forma de esclavización infernal) y el último vagón de los trenes de pasajeros regulares era el «Stolipin», que transportaba prisioneros con sus guardias armados y ventanas con barrotes. El principio de detener a las personas de madrugada no era solo una cuestión práctica, para apresarlos cuando había más probabilidades de que estuvieran en casa y eran más vulnerables. También formaba parte de su entramado de teatro del terror: la llegada de un vehículo a la puerta de la vivienda cuando las calles se encontraban virtualmente vacías, a excepción de los «cuervos negros», las furgonetas de la policía política, las botas resonando en el hueco de la escalera, el aporreo de la puerta, los lloros de los niños, las protestas, las severas órdenes de las autoridades… Es posible que arrestaran a una sola persona, pero todo el bloque de apartamentos quedaba inmerso en el terror y el vergonzoso alivio de saber que esa vez no venían a por ellos.

La convincente imagen de Alexandr Solzhenitsin del «archipiélago gulag», «un país prácticamente imperceptible» que coexistía espacialmente con la Unión Soviética, puede llevarnos fácilmente a creer que existía una línea divisoria entre estas dos naciones tan afilada como una alambrada, pero ese no era el caso. Obviamente, había campos propiamente dichos, con sus muros, vallas, verjas de seguridad y torres de vigilancia. Pero también estaban los campos virtualmente abiertos en los confines remotos, cuya seguridad consistía en su propio aislamiento, así como los grupos de trabajo y los campamentos del interior de las ciudades. Incluso existían los denominados «prisioneros sin escoltar», a los que se les otorgaba permiso para viajar solos hasta sus lugares de trabajo asignados a lo largo de ciertas rutas establecidas, o a veces incluso para vivir fuera del campamento, con la amenaza de perder ese privilegio o incluso ser sujetos a un juicio sumario si intentaban escapar.34 Había un mercado negro que se encargaba de introducir en los campos contrabando de comida, medicina y otros bienes, y vendía los escasos víveres de los campamentos a la población exterior. Un prisionero del campo de Siblag, Yevséi Lvov, recordaba que: «La población de alrededor está compuesta literalmente por personas vestidas con el calzado, los pantalones, chaquetas acolchadas, el tabardo militar, los sombreros, las blusas y los abrigos guateados del campamento».35 Mientras tanto, la asistencia limitada que se proporcionaba a los antiguos prisioneros que volvían a casa suponía que muchos campos convivían con barrios miseria improvisados llenos de una «población flotante de exconvictos, marginados y “pioneros” en busca de dinero fácil».36 En suma, el sistema de campos de trabajo de Stalin se las ingeniaba para ser al mismo tiempo un Estado dentro del Estado y una parte inextricable de la Unión Soviética. De modo que no es nada extraño que lo que sucedía en los gulags se extendiera a todas partes.

Muchos de los zeki eran «los del 58», prisioneros políticos que habían sido víctimas del infame Artículo 58 del Código Penal sobre «actos contrarrevolucionarios», que podría implicar cualquier cosa, desde contar un chiste sobre Stalin a estar relacionado con alguien que había caído en desgracia. Los otros eran simplemente delincuentes comunes o los llamados bitovikí, «buscavidas», cuyos crímenes eran los que cualquiera acababa cometiendo, desde llegar tarde al trabajo a escamotear un poco de comida en medio de una hambruna. (En la época zarista eran conocidos como los neschastnie, los «desgraciados».)37 En tiempos como aquellos de apuros universales era fácil terminar al otro lado de la ley. El Estado buscaba controlar los movimientos, incluso mediante el uso de pasaportes internos que convertían a los vagabundos en criminales.38 Otros, que luchaban por conseguir trabajo en las ciudades de provincia, teniendo el acceso legal denegado a metrópolis algo más prósperas, se veían obligados a robar o a trabajar en negro para sobrevivir. De nuevo, el caos que se vivía en el campo espoleó también un patrón migratorio sanguinario de bandidos urbanos y surgieron grupos como la «Banda de la Máscara Negra» y la «Banda de los Diablos del Bosque», famosos por cometer a menudo crímenes cruentos en una ciudad para después trasladarse a la siguiente. Algunos estaban formados por criminales profesionales, pero otros, especialmente los que se dedicaban a delitos como el hurto y los atracos, solían ser en realidad producto de una lucha desesperada por la supervivencia.

La ley del crimen

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