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4 LADRONES Y PERRAS

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Malvado es el ladrón que se aprovecha de su propio pueblo.

Proverbio ruso

Tras la Segunda Guerra Mundial, el sistema de los gulags quedaría dividido por las luchas entre los ladrones tradicionalistas y aquellos a quienes consideraban traidores por colaborar con el Estado. Al fin y al cabo, la ley del vorovskói mir era muy clara respecto a lo que todos los «ladrones honrados» debían hacer con aquellos apóstatas. Como decía la canción criminal tradicional «Murka»:

Los días se tornaron noches de oscuras pesadillas, muchos miembros de la banda fueron apresados. Pero ahora debemos descubrir rápidamente a los soplones, y castigarlos por su traición. En cuanto alguien se entere de algo, no debemos vacilar. Afila tu cuchillo, coge lo pistola, coge la pistola, déjala preparada.1

Por ejemplo, cuando se decidió reprimir por fin una revuelta particularmente violenta que tuvo como escenario el campo de Gorlag en 1953, un zek que había sido coronel del Ejército Rojo antes de su detención y encarcelamiento se detuvo ante la columna de cautivos cuando se los llevaban e identificó a los líderes de los clanes. Firmó su sentencia de muerte. Primero estuvo en el hospital del campo, donde esquivó un intento de acabar con su vida gracias a que se había cambiado de cama. Finalmente fue enviado a una celda de confinamiento en un campo de mujeres, pero ni siquiera allí estaba seguro, y fue apuñalado por una de las internas, a pesar de que aquello haría que el Estado la ejecutara. No importaba: como apunta Michael Solomon, «la orden de ejecución había sido transmitida a través de canales clandestinos y una vez que la propia mafia de los convictos había dictado la sentencia de muerte, no existía ley divina alguna que pudiera evitar que se llevara a término».2

Los sentimientos y vínculos personales de camaradería y confianza están muy bien, pero cualquier comunidad social encapsulada, especialmente una basada en la transgresión y la ambición personal, también necesita mecanismos que juzguen y castiguen a quienes quebrantan sus leyes y cuestionan sus valores. Esto, como veremos también en el siguiente capítulo, es un elemento de especial relevancia en el vorovskói mir. De hecho, también está presente en otros aspectos de la vida rusa, sobre todo en la incesante búsqueda caníbal bajo el mandato de Stalin de «traidores» reales e imaginarios, e incluso en el odio particular que hoy Vladímir Putin profesa por quienes traicionan al Estado y su servicio. En términos generales, los meros disidentes serán hostigados, silenciados o expulsados, pero aquellos a quienes Putin considera chaqueteros suelen enfrentarse a una venganza mucho más directa. Tal vez el caso más conocido sea el del exoficial de los servicios secretos que se convirtió en desertor y acusador, Alexandr Litvinenko, quien agonizó durante veintidós días en un hospital de Londres tras ser envenenado con un isótopo de alta radiación llamado polonio 210.

Si para los ladrones blatníe, fieles a su código, los presos comunes eran simple carnaza, después, gracias a Stalin, su propia cultura generaría en el debido momento a otros que abusaran de ellos. Si había una falla crucial, y eventualmente fatal, en el código del vorovskói mir era la prohibición absoluta de cualquier forma de cooperación con el Estado. Esto ayudó a la definición de los ladrones y a construir una subcultura coherente, pero, en aquella época de sueños totalitaristas y de inmenso poder del Estado, esa se demostraría como una opción cada vez menos sostenible.

La ley del crimen

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