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FISURAS EN EL CÓDIGO

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—A tu Código le ha llegado la hora. Todos los «hombres de Código» han caído…

—Yo procedo de una larga estirpe de ladrones rusos. He robado y volveré a robar.

Conversación entre un vigilante y un blatnói, en La zona, novela de SERGUÉI DOVLATOV9

Al final, las recompensas tenían que superar a los riesgos. Al aceptar esas posiciones, los ladrones estaban rompiendo uno de los tabúes fundamentales de su código. Como dijo un blatnói conocido como «Bombero», «un ladrón no puede delatar a otro a las víboras [las autoridades del campo de prisioneros]. Si lo hace, no es un ladrón, es una perra».10 A pesar de ello, especialmente al final de la década de 1930, incluso los miembros del vorovskói mir se veían tentados por las oportunidades de colaboración. Se convertían en proscritos, los otoshedshie («difuntos»), más conocidos mordazmente como suki («perras»). Sus vidas estaban perdidas a ojos de los blatníe, que empezaban a llamarse a sí mismos chestniagui, «los no conversos». Como explica un paján en otra canción popular criminal de la década de 1930, «tocan música en el Modavanka», cuando oye que un antiguo compañero trabaja ahora para las autoridades del campo:

Nosotros, ladrones pequeños, tenemos nuestras poderosas leyes, y ellas rigen nuestras vidas. Si Kolka se ha deshonrado a sí mismo, lo amenazaremos con el cuchillo.11

Obviamente, matar a un suka significaba arriesgarse a que te matara el Estado o que lo hiciera uno de los internos de confianza. Para unos criminales que lucían con orgullo las condenas de prisión y que ya tenían largas penas que cumplir, pensar que le añadirían más años no era algo a lo que temieran en demasía. Sin embargo, había otras formas de cobrarse la venganza, desde un simple cuchillazo en la oscuridad a encierros en una celda helada durante una semana, obligarlos a soportar los vientos subárticos vistiendo ropa mojada, o quedar a la intemperie en el verano de Kolimá, cuando los mosquitos volaban en enjambres tan densos que no se veía nada a varios metros de distancia. Esos criminales que no temían las peleas no siempre veían con esa misma despreocupación la idea de la congelación, la neumonía, la tuberculosis o el ser consumidos por los insectos.

Así, en la década de 1930, se produjo un incómodo punto muerto entre estos dos grupos, ya que se ignoraban entre ellos tanto como pueden hacerlo unos enemigos acérrimos. La afirmación de la cita de Solzhenitsin, por la que el 3 por ciento de la población de la prisión hacía que el resto de criminales obedecieran «ciegamente» es cuestionable, sobre todo por cuanto sabemos acerca de la violencia como factor constante en las relaciones del gulag. Y lo que es más importante, los suki, en minoría, pero respaldados por el régimen, no eran tan incautos como para obligar a los blatníe a trabajar. Se concentraban en los prisioneros políticos y los delincuentes comunes, que representaban la mayoría de la población de los gulags. Por el contrario, los vorí, a pesar de cuánto aborrecían a los suki, sabían que cobrarse la venganza en forma de asesinato que exigía su código llevaría a que el Estado respondiera del mismo modo con ellos. En general, intentaban ignorar a los suki y explotaban también a los del 58 y el 49. Las autoridades, deseosas de evitar confrontaciones directas y la violencia que conllevaba, cooperaban, intentando asegurarse de que los diferentes grupos estuvieran apartados, tanto en los campos como, sobre todo, en los transportes en etap, donde el control y la supervisión eran incluso más livianos. De modo que durante un tiempo se produjo una guerra fría en los gulags mucho más volátil y visceral de lo que llegaría a ser el conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética, pero la situación no podía prolongarse durante mucho tiempo.

La ley del crimen

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