Читать книгу El mal cautivo - Maurizio Torchio - Страница 10

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Yo mismo me lavo la ropa. No queda tan limpia en la lavandería. Y si no quieres que la pierdan, tienes que pagar. Pero se me han deformado los dedos de tanto restregar en esa pila de aluminio. Han cogido la forma del lavabo. Como los pies vendados de las chinas, ¿cómo se llaman? Me sale bonsai, pero no es eso. O quizá sí, el principio es ese: fuerzas algo a quedarse pequeño. Desde hace cinco años no salgo ni al cubo. La celda mide cuatro pasos de largo y un par de brazos extendidos de ancho. Si me pongo de puntillas, toco el techo. Es un espacio a medida del hombre. A mi medida.

El aislamiento es la prisión de la prisión. Porque cada lugar debe tener una prisión. Si ya estás en el hospital y te encuentras mal, ¿qué hacen? Te ponen en sedación intensiva, que es el hospital del hospital. Si estás en prisión y quieren castigarte, es lo mismo: tiene que haber algo. Siempre tiene que haber algo que quitar, si no, todo se para. A veces te dan cosas para que temas perderlas. Donde estaba antes repartieron televisores solo para amenazar con apagarlos. De vez en cuando, para hacerte experimentar la sensación de caer, te levantan. Si no, poco después llegas al centro de la tierra, y desde allí ya no vas a ninguna parte.

Pero yo estoy bien donde estoy. Y no me importa que en las plantas puedan comprar, salir al patio, invitarse a cenar, ver la televisión… No estoy acostumbrado al ruido. Hay gente que en casa tenía más ruido que en la cárcel. A ellos les parece todo normal. Fuera dormían, comían los unos encima de los otros, aquí hacen lo mismo. Duermen en el suelo. En la vieja sala de juegos han puesto colchones, y duermen ahí, porque no hay más sitio.

En la furgoneta, yo también guardaba silencio. Me gustaba. Un sitio tranquilo, donde pensar en tus cosas, donde ver el mundo que pasa.

Aquí abajo, en la prisión de la prisión, no hay borrachos y no se juega a las cartas. De noche, nadie grita desde que no está Meón. Él era capaz de gritar hasta diez horas seguidas, sin perder la voz. Ahora casi hay silencio. Además, es cierto que en las plantas, incluso en el calabozo más asqueroso, siempre encontrarás a alguien que te dice: Eres afortunado, esta es la mejor celda de la cárcel. Porque corre el aire. O porque no hace demasiado frío en invierno. Porque está lejos del mostrador de los funcionarios, o porque reformaron los retretes hace dos años. El carrito de la comida pasa antes, llega todavía caliente. Se ve un pedazo de montaña. O bien: en un instante estás en el patio. Y lo piensan en serio. Es decir, se quejan, porque se quejan sin parar, pero están orgullosos.

En parte es inevitable. Te encariñas del sitio en el que estás. Incluso quien está solo tres o cuatro años, pasa más tiempo en la celda que el tiempo que la mayor parte de la gente pasa en su casa toda la vida. Aquí, cuando sales al cubo sin toalla, dices: Me la he olvidado en casa. Y cuando todavía circulaba dinero, la gente pagaba, sobornaba, para que le pintaran la celda todos los años. Compraban las esponjas, los cubos, los mejores detergentes. Suelos siempre brillantes. Cuando vas a ver a alguien tienes que descalzarte. Y antes de permitir que un recién llegado haga la limpieza lo ponen a prueba, porque están convencidos de que limpiar es un asunto delicado, importante, que nadie organiza mejor que ellos. Ellos, que llevan toda la vida aquí. Quieren ser los últimos en acostarse. Dar la última vuelta. Como un padre de familia que pasa revista a la puerta de casa cuando ya todos se han acostado. Aunque la puerta está cerrada por fuera. Y por la mañana, apenas abren las rejas, limpian el tramo de pasillo frente a la celda.

El mal cautivo

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