Читать книгу El mal cautivo - Maurizio Torchio - Страница 9

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Ayer Toro llegó a la terminal con casi una hora de antelación. A pesar de que este es su cuarto permiso, todavía no sabe desenvolverse bien, tiene miedo de llegar tarde, de perderse. No conoce la ciudad, pero le vale así. Está bien dar vueltas por donde nunca has tenido una mujer ni un hijo, y no recuerdas qué tiendas había antes. Caminar por donde nunca te ha buscado nadie. Por donde no se tienen enemigos ni amigos, y no sabes quién abastece a los bares de tragaperras. No sabes cuál es el tramo de acera donde los padres recogen a sus hijos del suelo, y chillan, y todas las tiendas bajan las persianas metálicas, murmuran tras las ventanas, y los padres con el cuerpo del hijo en brazos se marchan sin saber adónde ir. Y, alrededor, campos.

Toro se crió en un pueblo de casas de una sola planta, a lo sumo de dos, dejadas a medias, sin enlucir, porque la tierra vale poco y quien tiene algo valioso lo mantiene escondido.

Ahora está encantado de caminar por esta ciudad sin parcelas vacías, con callejones estrechos y casas reconstruidas mil veces, los coches aparcados bajo tierra o en el interior de los edificios.

En la estación permanece de pie, esperando.

Somos buenos esperando.

Luego sube al tren, ruidoso y sucio, como la cárcel. La calefacción está averiada, como en la cárcel. Los revisores llevan uniforme. Nos gustan los trenes. Un horario de salida, otro de llegada. Alguien que conduce.

Los guardianes lo saben.

A los evadidos los buscan en las estaciones. Los recogen en racimos, orgullosos de haberse comprado el billete.

Pero Toro no se ha evadido, y al cabo de una hora y media se ha apeado en la parada debida, en el tramo de costa en la que hay solo tres puntos iluminados: la estación, abajo, cerca del mar; la cárcel, cuatrocientos metros más arriba, y un pueblo de arcilla. Alrededor de la estación hay escollos, la cantera de piedra, y nada más.

Toro camina entre la estación y la cárcel, por una tierra que le resulta tan nueva como la ciudad. No hay autobuses al pueblo, solo a la cárcel, y solo en horario de visita. Hay más gente en la cárcel que en el pueblo. La gente del pueblo utiliza la autopista que va por dentro. Si quieren ir a la playa, van a otra.

Esto, originalmente, era un reformatorio.

El pueblo lo construyeron los menores de edad, hace cien años, junto con la cárcel y la carretera.

Pueblo para guardianes, más alto que la prisión, porque parecía adecuado así. Allí ya no vive ningún guardián, ni ninguno va tampoco al bar; y si los familiares de los presos van a comprar algo, los tenderos los tratan mal. Sin embargo, en las piedras angulares, oculto bajo los carteles de las calles, todavía figura grabado el año de construcción del reformatorio y el nombre de su primer director.

En el pueblo han recogido incluso firmas. Cuentan que antaño, desde este tramo de costa tan oscuro, se veían infinitas estrellas. Ahora, en cambio, la cárcel colorea el cielo de naranja a lo largo de kilómetros, cada noche, toda la noche. Absorbe la energía de la tierra y la proyecta a otro lugar. La tierra se queda vacía. Desde el mar, para los barcos; desde lo alto, para los aviones; el pueblo y la estación desaparecen. En lugar de cien casas, solo la cárcel. Y quien se asoma a la ventana, en las noches nubladas, ve una leche anaranjada que quita las ganas de todo.

Pero la cárcel estaba desde antes. Primero, la oscuridad, luego, la cárcel, después, el pueblo.

Toro llama: Soy Toro, regreso del permiso.

De acuerdo, espera.

En una prisión grande, Toro tal vez no sería nadie. Aquí, en cambio, por lo menos hasta hace cinco años, cuando se hablaba de Toro y del comandante se hablaba de toda la cárcel. El resto era polvo: toxicómanos, desorganizados, perros sueltos. Después llegaron los Enes. Pero Toro sigue siendo Toro. Aun así, tampoco a él le basta llamar. Un preso normal espera una hora; Toro, cinco minutos. Pero, de todas formas, debe esperar. Las ocho de la noche, fuera, el mundo empieza a cenar. Para la cárcel ya es noche profunda. En el aparcamiento, solo los coches de los funcionarios; inútiles, porque no tienen adónde ir. Ellos también permanecerán encerrados, durmiendo en el cuartel o trabajando.

Tras la apertura de la puerta exterior, Toro cruza la valla interior. Alrededor del antiguo reformatorio de piedra y ladrillo han construido un muro de cemento, más alto que el tejado. Y en la tierra de nadie que hay entre la cárcel y el muro han plantado postes, todavía más altos, con faros redondos encima, como dientes de león o medusas ensartadas, cuatrocientos metros por encima del nivel del mar.

Toro camina protegido por una reja. Entre el exterior, donde vive el mundo, y el interior, donde vivimos nosotros, viven los perros. Aquí es donde antes caía quien se descolgaba de la cárcel. Porque aquí se ha seguido haciendo como hace cien años, excavando muros y anudando sábanas. Y, como hace cien años, siempre se ha fallado en algo en el último momento. La valla interior es un cementerio de piernas. Sobre ese cementerio corren los perros.

Toro continúa, de verja en verja, hasta la habitación en la que se desnuda, agacha y hace todo lo posible por toser.

Ya es suficiente, levántate, dice el guardián.

Pero él sigue tosiendo. Toro tiene inercia, como un petrolero. Como la cárcel.

El guardián le registra la ropa y luego, prenda a prenda, se la entrega.

Vístete.

El guardián revisa los zapatos, la unión entre la suela y la lengüeta. Unos zapatos nuevos que le hacen sangrar los pies. Vacía la bolsa sobre la mesa: latas, libros, aperitivos, revistas, encendedores, papel de escribir cartas. El papel puede pedirse en la cárcel, pero nadie lo quiere, porque es blanco. Existe la idea de que escribir en papel rayado recuerda los barrotes. Toro le ha comprado al chico que vive con él papel azul con dibujos de delfines. O algo semejante. Yo no lo he visto. Pero en la cárcel no hace falta verlo todo, porque muchas cosas se repiten. Si no son delfines, será un koala. Si pudieran, escribirían sobre terciopelo. Quieren cosas blandas. Lentejuelas de plata para la espuma de las olas. Patatas fritas. Refrescos.

El mal cautivo

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