Читать книгу El mal cautivo - Maurizio Torchio - Страница 19
ОглавлениеLos helicópteros vinieron una sola vez.
Desde antes del amanecer hasta muy avanzada la noche.
Oíamos ladrar a los perros de la policía al otro lado del cañón. Ella y yo sucios, con nuestro olor. ¿Y si llegan aquí?, me preguntó. Empiezo a disparar, respondí. Y quité el seguro de la pistola. Yo no sabía disparar, no sé disparar, nunca he disparado. Pero siempre hay que decir eso: Si llegan, moriremos todos. Porque de ese modo el rehén no grita, no llama. Se empequeñece y calla. Se crea intimidad. No une el hecho de que el rehén no puede hacer nada y tú lo puedes todo. Al contrario. El rehén sabe que el secuestrador, en ciertos aspectos, es más débil que él. Sabe que la primera bala, cuando llegue la policía, será para el secuestrador. Pero también sabe que las balas van un poco al azar. Eso acerca. La inmensidad poderosa del miedo fuera. Y nosotros aquí, débiles, dentro.
De noche, cuando los helicópteros se marcharon, ella reclamó mi mano. Eso no lo contó en el juicio, e hizo bien, porque no lo habrían comprendido. Ella, madre de familia, corrió el riesgo de agarrarme la mano. Aunque tampoco se equivocó, porque lo único que hice fue tomarle la mano, también cuando se quedó dormida y sentía el martilleo de la sangre en los oídos tan fuerte que daba miedo: ¿lo oirán arriba los policías en los helicópteros? Tan fuerte como para que puedan volver.
Desde esa noche ya no dejamos de hablar. En cambio, casi nunca nos tocamos. Cuanto más pequeño es un lugar, menos te rozas por error. Se aprende a respetar los espacios. Si alguien te roza, es porque quiere hacerlo. Nosotros nos tocamos la noche de los helicópteros, y los últimos días, cuando le enseñaba a caminar de nuevo. También el primer día, cuando de repente se llevó una mano a la capucha y yo le agarré la muñeca, temiendo que se la quitase. Tuvo que pedirme permiso para apartarse el pelo. Decidí que podía hacerlo, y usar su mano.
A veces hablábamos también toda la noche, como se hace en la cárcel. Cuanto más vacío está un lugar, más se llena de palabras.
Al principio tuve que hablarle de lo que se habla siempre, sobre todo si se deja al rehén sin capucha: Tienes que tratar de oír y de ver lo menos posible. Porque después la policía te interrogará durante días, no te dejarán en paz. No tienen compasión.
Como vosotros, dijo ella.
Como nosotros. Y si tú tienes algo que contar, y lo cuentas, nosotros nos veremos obligados a venirte a buscar a ti y a tu familia. Y no te lo perdonarás nunca. Y añadí: Trabajo con gente que no se detiene ante nada. Lo añadí porque sospechaba que empezaba a no tenerme suficiente miedo.
Entonces ella, hasta el día de los helicópteros, habló poco.
Después, yo me esforzaba en escuchar, y punto. En una ocasión, ella, de muy buen humor, se quejó, bromeando: Pero bueno, llevamos casi tres meses viviendo juntos y todavía no sé nada de ti… Y cuando comprendió lo que había dicho, se puso la mano en la boca. Tuvo miedo. Porque las cosas inocuas que se dicen en un bosque pueden repetirse en la ciudad, en los juicios. O pueden forzarte a matar, para evitarlo.
De no saber nada de mí dependían nuestras vidas.
Cuando yo no era capaz de estar callado, inventaba. Me inventé una familia. ¿Ya tienes un hijo?, se asombró. Yo, que pensaba que no se había dado cuenta de lo joven que era, me sonrojé bajo el pasamontañas. No sabía nada de niños. Solo conocía a la hija de mi hermana, nacida hacía poco. Ahora sé todavía menos. Ahora, si coincidiese con un niño, lo miraría como se mira a un marciano. Porque una mujer, en cualquier caso, se ve aquí de vez en cuando, en el agujero del aislamiento. Pero un niño no, nunca, solo en las visitas. Me detuvieron a los veinticinco años. Los Ene a los veinticinco años ya están llenos de hijos. El que llega de una familia, de la calle, de un barrio acostumbrado a la cárcel, tiene en cuenta la posibilidad de la cadena perpetua y enseguida tiene hijos para que la estirpe continúe y los hijos puedan venir a las visitas y hablar contigo por teléfono. Quien conoce la cárcel sabe que los hijos se tienen pronto, entre una sentencia y otra, mientras las sentencias todavía son breves. Y hay que tener muchos, porque a alguno te lo matarán.
Para mí era diferente.
Yo nunca he tenido ningún pariente en prisión.
Cuando me detuvieron y después me condenaron a treinta años, pensé: Con un poco de buena conducta, dentro de veinte años estaré fuera, y, queriendo, a los cuarenta y cinco todavía se pueden tener muchos hijos… Después maté al guardián, y me cayó el fin de condena nunca. Escriben 99/99/9999 en el ordenador, porque los ordenadores precisan un término exacto. La cadena perpetua es algo que un ordenador no puede comprender. Los hijos son algo que yo no puedo comprender.
Durante el secuestro, no era sincero cuando contaba que echaba de menos a mi hijo inventado, pero sí echaba de menos a mi esposa inventada, porque me la imaginaba a ella, a la mujer que nunca había hecho campin, como esposa.
Hablando, siempre se acaba contando algo cierto. Quienes no hablan con los rehenes tienen sus buenos motivos. Sin embargo, ya ha ocurrido antes que se toman muchas precauciones y luego el rehén oye pasar un avión, y mientras pasa el avión suenan unas campanas, y casualmente resulta que el rehén es un apasionado de la aviación que sabe reconocer los aviones por el sonido del motor, y que ese concreto tipo de aviones militares despegan de un solo aeropuerto en todo el país. Y gracias a los horarios de las campanas y a los planes de vuelo, consiguen después reconstruir la distancia exacta entre la guarida y el aeropuerto, y encontrar la guarida.
Es mala suerte, sin duda, pero ha ocurrido. ¿Cómo preverlo todo?
En efecto: o tienes a la gente en un pozo, atiborrada de somníferos, o es mejor hablarle.
Pero, si atiborras a un rehén de somníferos, corres el riesgo de que muera.
Yo me he pasado de la raya en el sentido contrario, pero no me arrepiento.
Bajo el pasamontañas llegué a sudar tanto, que, si no hubiese dejado de rascarme, me habría arrancado la piel.
Entonces ella me dijo: Turnémonos un poco por la noche. Cada dos noches encapúchame a mí, así podrás respirar. Era amable.
Yo me negué.
Me lo quitaba un par de horas, cuando estaba más oscuro.
Había que recordar no encender cigarrillos a esas horas.
Había que esperar a que se marchara la luna.
Yo me ponía en un rincón.
De todos modos, de vez en cuando entraba un poco de claridad.
Se adivinaba el blanco de la ropa interior y el de los ojos. A veces también se veía dónde estaba uno de los libros que le había llevado, que tenía la cubierta blanca.
Y corría el riesgo de quedarme dormido. Ella juró que me avisaría. Me juró que, si se despertaba y veía bien, me preguntaría: ¿Estás tapado? Y lo hizo un par de veces. Y yo creo en su sinceridad.
Pero ¿cómo haces, apenas salido del sueño, de los sueños, cómo haces para recordar dónde estás, con quién estás, para acordarte de que duermes al lado de un hombre al que no puedes mirar?
Al menos un par de veces me desperté cuando ya había amanecido y ella dormía. O se hacía la dormida.
No me importa. Por la manera en que acabó todo, daba lo mismo estar sin pasamontañas siempre. Mirarnos a la cara. Contarle todo sobre mí.