Читать книгу El mal cautivo - Maurizio Torchio - Страница 14
ОглавлениеSon cosas que, por otro lado, yo no debería ni contar.
Pero necesito hablar.
Cuando mis palabras aún valían algo me quedé callado. Ahora quiero hablar. Si la gente acaba hablando sola es porque no puede hacer otra cosa. Los ermitaños se vuelven locos. Hablan con dios, con diablos. En los días en los que aquí, en aislamiento, estábamos solo Meón y yo, le hablaba también a él. A escondidas, pero le hablaba. Hasta los guardianes, pasado un tiempo, te hablan. Por eso nunca los dejan varios turnos solos, porque vienen a buscarte. Se asoman. Desean tu voz como se desea el agua.
A menos que hayas matado a uno de ellos.
Yo no tengo problemas en hablar, porque sé que nunca volveré al mundo.
Sé que mi vida ha pasado. Puedo hablar de las cosas que he hecho como si hablara de dinosaurios. Antes de mis palabras dependía mi futuro y el de un montón de gente. Palabras mágicas, que aliviaban al otro lado de los muros, o encerraban. Me han interrogado de todas las maneras posibles y he guardado silencio. En la isla no había casi bastantes oídos para todas las cosas que se decían. Y yo no hablé. Me enorgullezco de eso.
Pero los secretos que tenía, cuando los revelé, habían perdido sabor. Eso sí, conservaban un color dulce, ámbar. Pero el sabor… el sabor no es más que un residuo. El viñedo, el sol, ocurrieron hace mucho tiempo. Y hace ya años que no vienen a preguntarme nada.
Estoy aquí por un secuestro. No me avergüenzo, aunque antes había muchos prejuicios; hasta la cárcel estaba llena de idiotas que se escandalizaban por los raptos. Hasta que maté al guardián, había quien me consideraba un preso de segunda categoría. Porque no somos todos iguales. De tanto estar en el mismo lugar deberíamos volvernos todos iguales, pero no es así. En la isla algunos me evitaban en el cubo. Decían que el rapto es el delito más odioso, porque se aprovecha de los sentimientos. Los sentimientos como chantaje para conseguir dinero. Me decían: Tú estabas escondido con una mujer encadenada, en el bosque, mientras que yo saltaba los mostradores de los bancos. Decían: Nunca has empuñado un arma. Yo me juego la piel, decían, tú, la de una inocente.
Aun así, he conocido fuera a un chico que de niño caminaba por la acera, de la mano de su madre, mientras un grupito de esos que desprecian a los secuestradores salía de un asalto adonde habían ido a arriesgar su vida. Lo rozó una bala en la sien. Los médicos dijeron que no le había producido ninguna lesión, le hicieron todo tipo de pruebas, tomografías, pero el chico se ha quedado anclado en el tiempo.
La violencia es así, detiene el tiempo. El del niño, el de la madre, el de quien acaba en la cárcel, despreciándome.
Hasta que no maté, nadie me había respetado realmente.
Pero ¿qué dignidad hay en matar? ¿En hacer algo que tienes que hacer, y que sobre todo te surge de forma irrefrenable del cuerpo, y termina en diez minutos?
Sin embargo, las cosas que ocurren en un instante gustan. Bandidos que trabajan un día al año, empuñan las armas y se juegan todo a una carta. Luego despilfarran. Enamoran a las mujeres. Aquí todos quieren pasar por bandidos. Te dicen: Estoy encerrado por homicidio. Luego descubres que administraban unos vídeo póker. Hay pocos bandidos auténticos. Incluso el rapto, si lo hace un bandido, se lo perdonan enseguida. No es ni un rapto de verdad… es una fanfarronada. Y no es que la perdonen: la olvidan.
Los raptos resultan repulsivos porque la gente, cuando piensa en los raptores, piensa en los carceleros, en quien tiene al rehén. Pero no es tan simple. En un rapto intervienen muchos. Está el financiero, que adelanta el dinero, esperando ganar mucho más. Hay que decidir a quién raptar, contratar a las personas que van a hacerlo, establecer cuándo y cómo cerrar las negociaciones: en una palabra, se necesita un empresario. A veces, financiero y empresario son la misma persona; otras, no. Y luego, todos los demás: los cerebros de la banda para recoger información, los de la primera línea de acción, que se encargan de la captura, los transportistas, los carceleros, los que se ocupan de los suministros, los telefonistas, los mediadores, los blanqueadores…
Cuando dices secuestro, sin embargo, la gente piensa en quien permanece todo el tiempo con el raptado, día tras día, noche tras noche. La mano de obra. Y quien está con el raptado, la mayoría de las veces, es un salvaje, alguien que procede de lugares desolados, poco más que una bestia. Gente sucia, del campo, que pone la mano encima de gente limpia. Y la deja allí mucho tiempo.
Eso molesta a todo el mundo, también a los delincuentes.
Has mantenido a una madre alejada de sus niños durante siete meses, me dijeron.
Porque la mujer que raptamos tenía dos niños, y la prensa siempre lo escribía, incluso cuando no tenía nada que ver. Y quedó impreso.
Pero no decidí secuestrarla yo. Yo ni siquiera sabía quién era. En principio, solo debía hacer una parte del transporte con mi furgoneta. Sobre todo: no dependieron de mí los siete meses. Un secuestro puede durar dos días, dos meses, dos años. Nadie lo sabe. Lo que explica que ya no se encuentren financieros. Es preferible la droga, los juegos de azar, las inmobiliarias… cualquier otra cosa. Ahora solo se secuestra en el Tercer Mundo: demasiada mano de obra, demasiada incertidumbre, poca rentabilidad. Aunque estoy convencido de que aquí todavía alguien podría dedicarse a ello; si muere como industria, puede sobrevivir como artesanado. Al menos, mientras los ricos sigan al alcance de la mano. Cuando puedan comprarse piernas más rápidas y una inteligencia mil veces más desarrollada, entonces ya solo un rico podrá molestar a otro rico. Antes, no. Si ya no se secuestra es porque se ha perdido la confianza. Habíamos llegado al extremo de llamar por teléfono a la familia para preguntarle: Dígame cuánto ha pagado ya. Para saber cuánto dinero había realmente para compartir. Porque no nos fiábamos de los otros miembros de la banda.
Una banda no puede durar solo el tiempo de un secuestro. Tienes que conocer bien a quien trabaja contigo. Conocerlo desde antes de que naciera, a él y a su familia. Tener la certeza de que, si traiciona, todo un pueblo se lo hará pagar. Sin confianza, sin un pueblo, no pueden hacerse secuestros. Cuando la gente empieza a cerrar con llave la puerta de casa, entonces estarás seguro de que allí ya no se organizará nada.