Читать книгу El mal cautivo - Maurizio Torchio - Страница 15

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Ya hay luz.

Estamos entrando en una estación en que al amanecer deberían despertarte los pajaritos y el agua que cae en el cubo de los obreros. Aquí, en cambio, las gaviotas lo tapan todo, hacen siempre el mismo ruido: de día, de noche, en verano, en otoño. No hablan, gritan. Gritan porque están asustadas o porque creen que han encontrado comida, o porque otra gaviota está a punto de cepillarse a su compañera. La salida del sol no puede serles más indiferente. Los pajaritos, esos que cantan y comen migas, temen a las gaviotas. Una vez vi a una gaviota partir con el pico la cabeza de un pajarito. Después lo dejó ahí, sin comérselo.

Aquí las migas para los pajaritos, ese pan seco y ligero, transparente, ni siquiera lo tenemos. Aquí todo es pringoso, llega en latas cerradas, lo comemos encerrados. Sobre todo, atún. Como atún desde hace tanto tiempo que tendría que estar muerto. Todos los martes de verano, en las semanas pares, atún para comer y para cenar. También en la cena del viernes. En las semanas impares, solo la cena del viernes. En invierno, solo la comida del martes, en las semanas pares.

También en la isla comíamos atún. En veinte años he comido una tonelada de latas, sin ver siquiera una, porque con las latas puedes cortar.

Tal vez también algún cura pobre, en ciertas comunidades, vive de atún. O los niños en los orfanatos.

Pero nadie permanece en un orfanato toda la vida.

Y también los curas, tarde o temprano, encuentran la manera de que los inviten a cenar.

Nada de fruta fresca, para que nadie pueda esconderla y fermentarla. Pero cualquier cosa puede fermentar, también el arroz, las patatas. La gente se emborracha, en cualquier caso.

Tendría que tener el estómago agujereado. Cualquiera que lleve veinte años comiendo cosas que cuestan menos que la comida de perros tendría que gritar de náuseas y dolor. El comandante, en la isla, se jactó ante los periodistas: Gasto menos en la comida de los presos que en la de los perros.

Sin embargo, ahora tengo menos ardor que hace veinte años. Quien pasa tantos años en prisión a veces se conserva joven de una forma extraña. Comidas regulares, sueño regular, ninguna responsabilidad… Comes mierda, pero con regularidad.

El comandante se hizo fotografiar con sus dos perros. Estos perros trabajan para la administración penitenciaria, dijo, y nunca han cometido un crimen. Es normal que se les trate mejor.

A quien leía la prensa, en aquellos años, le parecía bien. Es más, habría dejado que nos comieran los perros para ahorrar todavía más.

El comandante dijo a los periodistas: Yo soy como estos perros. En el mundo hay ovejas, perros y lobos. Las ovejas no pueden ser violentas. Dijo: Los guardianes nos parecemos más a los lobos que a las ovejas. Estamos entrenados para la violencia, pero, a diferencia de los lobos, hemos elegido el bien.

Y los periodistas asintieron.

En esta cárcel, de los que hemos vivido en la isla solo quedamos Toro, el comandante y yo. Hasta hace cinco años estaba también Martini, pero ya ha salido, vive con la profesora.

De joven, el comandante era brillante. Entonces ya era comandante. Ahora sigue siendo solo comandante, y por poco tiempo.

Estaba realmente convencido de mandar. Parecía un resorte perfecto, lanzado hacia un futuro en el que mandaría aún más. ¿Quién me creía que era?, me dijo una noche, cuando todavía iba a verme. No me avergüenzo de las cosas que he hecho, pero porque las hice pensando que era otra persona. ¿Quién me creía que era?

El comandante dijo a los periodistas: Aquí están los peores de los peores.

Le creyeron. Incluso nosotros le creímos. Nos enorgullecía. Nos mirábamos, maltrechos como estábamos. Los peores de los peores no podían ser más de veinte, quizá treinta… éramos cuatrocientos. Pero al poco tiempo nos convencimos de que todos, sin excluir a nadie, éramos los peores de los peores. La élite, la universidad del crimen. El lugar más importante donde acabar: la pesadilla bajo los focos. No una ridícula cárcel de provincias como esta. Es fácil convertir una isla en la prisión de las prisiones. Enseguida impresiona. La gente se siente más segura si meten a los peores en medio del mar. Da igual si por el aire se puede volar, navegar por el agua, si la isla está a menos de diez millas de la costa. Los que están en casa piensan en la profundidad del mar, y en que los peores están allá, y en que no volverán más. Miran la foto de las escolleras, y la montaña, árida, sin un árbol, la cumbre inmensa en la niebla. En el lado oriental había también olivos, que llegaban casi hasta la playa. Pero nadie podía fotografiar la playa. Y en las fotos que elegía el comandante nunca salían los olivos.

En la isla nos mataban de hambre.

Cada vez que del continente llegaban nuevos reclusos, lo primero que hacían era quitar las dentaduras. Además, daban poca agua y una comida de mierda. Al cabo de una semana, los jefes, casi todos los cuales tenían unos cuantos años, se convertían en un hatajo de viejos. Lo leías en los ojos de los demás, de los jóvenes, de Toro: hasta el día anterior obedecían con pavor y ahora, de golpe, solo sentían vergüenza. El terror se había trasladado de los jefes a la isla: ¿qué era esta isla, que en una semana podía rebajarlos de esta manera? Bastaba dejar de regarlos para que se les cayeran todas las hojas. Los jóvenes se preguntaban: ¿Podemos seguir obedeciendo a hombres sin dientes? Y los jefes adelgazaban. Hacer papilla la comida quitaba más el apetito que la comida de mierda. Luego, aunque te devuelvan la dentadura, ya no es lo mismo, porque sabes que pueden quitártela, partírtela en cualquier momento, con cualquier excusa.

A mí me han roto todos los dientes, pero no he pedido la dentadura, y no hay nada que no pueda comer. Solo hay que usar las encías. Basta el tiempo. El tiempo lo endurece todo.

La dentadura es un arma en manos de la administración. Sin ella eres más autónomo. Bien es cierto que con los dientes el sonido de la voz es más bonito, te da la sensación de tener las ideas más claras. Yo sigo oyendo en mi interior mi voz con los dientes. Pero desde fuera sé que no es así. Es como cuando te escuchas grabado y no te reconoces.

El mal cautivo

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