Читать книгу El mal cautivo - Maurizio Torchio - Страница 8

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Te dicen: orejas. Doblas las orejas y te vuelves, primero a la derecha, luego a la izquierda.

Nariz. Inclinas la cabeza hacia atrás para facilitar la revisión.

Boca. Abres la boca. Las puertas del cuerpo se abren acatando una orden. Abres la boca pero no te dan de comer: comprueban que no lleves nada.

Levanta la lengua. Obedeces.

Saca la lengua. Obedeces.

Encías. Separas los labios usando las manos. Tus dedos a disposición de los guardianes.

La boca está vacía, no hay nada irregular. Al regresar es fácil tenerla vacía, porque en los permisos conviene hablar mucho. Conviene ir con una mujer que conozca la cárcel: porque haya estado encerrada o porque de niña la llevaran a ver a un padre o a un hermano. Tal vez el marido siga allí. Hay chicas que tienen prisa y no comprenden. Creen que si no ves una mujer desde hace veinte años, querrás devorarla por la calle. En cambio, la que conoce la cárcel te llevará a su casa, te dará de comer poquito a poco. Iréis por la tarde, esperando que anochezca pronto. Te ofrecerá un café. Y hablarás. Hablarás. Debes vaciarte la boca. Conseguir que salga un poco de cárcel. Si no hablas, no hay espacio para nada más.

Toro va donde una mujer así.

De vuelta en la cárcel, dicen: manos, y tú extiendes los brazos, separas los dedos, como para no caer. Andando en la oscuridad. Luego empiezas a mover los dedos. Difícil entender por qué. ¿Quién puede esconder algo entre los dedos de una palma abierta? Pero, cuando regresas de un permiso, te sientes tan orgulloso de tus manos que lo haces casi con ganas. Son manos de hombre, por fin. ¿Te preparo un café?, le habrá preguntado la mujer. Gracias, habrá respondido Toro. Te llevas a la boca la taza y es como tener un lavabo entre los labios, por lo espesa y pesada que es. Yo nunca he salido de permiso, ni podré salir nunca. Pero he vivido la experiencia yendo a un juicio, hace ocho años. Una cucharilla de verdad, de acero, difícil de mover. El tintineo, después de años siendo de plástico. La taza se rompe si se cae, tienes una responsabilidad. Es una taza para adultos. Cuando te escoltan policías, a lo mejor hacen una parada en los autoservicios y te invitan a un café. Los guardianes, nunca. Porque los policías están acostumbrados a tratar con gente libre, aún por capturar. A los policías les enseñan a reconocer un rostro, incluso al cabo de muchos años. A los guardianes, no.

Axilas. Toro levanta los brazos.

Sube y separa. Sube el pene, separa los testículos.

Unas horas antes, la mujer se los ha cogido con las manos, carne después de muralla.

Toro, más desnudo ante los guardianes que ante ella.

En la cárcel aprendes de nuevo el miedo a la oscuridad. Toro le habrá pedido que encendiera una luz pequeña, una lamparita, y que la dejara en el suelo, al pie de la cama. Que pusiera capas entre ellos y la luz. Y en aquella penumbra se habrán mirado. La mujer, como conoce la cárcel, no pide perdón por lo pequeña que es la habitación. Enciende la estufa de gas. Casi todos los objetos que hay a su alrededor ya existían hace veinte años. Quizá no en esa habitación. Quizá no eran exactamente de ese color. Quizá eran más grandes, menos pobres, más nuevos. Pero nada de lo que los rodea molesta. Desde que la mujer ha apagado el móvil, y lo ha dejado sobre la mesilla, nada parece llegado del futuro. Nada fuerza a contar los años. La luz amarilla que hay al pie de la cama, la luz azul de la estufa de gas.

En las plantas ven mujeres por televisión, están con ellas en las visitas. Yo, no.

Bien, vuélvete, dicen los guardianes.

Pies, ordenan. Primero, un pie, luego, el otro, como un caballo. Pies enseguida sucios de cárcel.

Inclínate y abre.

Toro se agacha y dilata los muslos.

Tose.

Cuando no toses por el frío, toses porque te mandan hacerlo. Lo hacen para humillarte. Para revisar bien tendrían que usar un escáner, o meter un guante, introducir el dedo. En cambio, te hacen agacharte y toser, observan las contracciones. Una orden es más intensa si no sirve.

Por suerte, Toro sigue envuelto en la luz de la mujer.

Cada vez, cuando se separan, ella lo bendice. Como a un hijo cuando se va a la guerra. Un hijo de sesenta años.

Y cada vez le pregunta. ¿Por qué no huyes? Tienes la perpetua, ¿por qué vuelves?

Pero Toro sabe que lo detendrían enseguida. En su barrio, en su bar, en la mesa del fondo, la que está junto a la pared.

Los únicos que realmente consiguen evadirse son los capaces de vivir en cualquier parte: sin llamar por teléfono, sin escribir. Sin contactar con nadie, nunca. Morir en un sitio y renacer en otro, sin añoranzas. Moverse como se mueve el dinero: a la velocidad del rayo, sin siquiera ser visto. Pero Toro es alguien que siempre ha manejado efectivo. Tiene las manos grandes como palas. El cuerpo de quien trabaja desde hace generaciones, aunque nunca haya trabajado. Lo único pesado que ha manejado es el dinero, montones de dinero. Y su mayor problema, encontrar sacos, maletas, sótanos, maleteros, lugares donde poder guardar todo ese dinero. Y tener cuidado con el agua, el fuego, los animales, el moho. El viento y la lluvia. Y la duda de haberse olvidado de un poco en alguna parte. Y no poder recordar dónde.

Toro no sabe desaparecer.

Para los que son como él no hay más clandestinidad que la de estar escondido en un búnker, bajo tierra, cerca de casa. Cerca de un hijo, enterrado no muy lejos.

Mejor la cárcel: ves más sol, tratas con más gente.

Por eso Toro ha dejado a la mujer y ha venido hasta aquí, esquivando coches y paseantes.

Fuera hay siempre alguien que se te abalanza, y los coches se vuelven cada año más silenciosos. Dentro, incluso en las prisiones más grandes, si sabes quién eres, sabes cómo moverte. Alguien como Toro aquí puede caminar con los ojos cerrados, porque todos le ceden el paso. Una prisión sin un paseo ordenado es una prisión en la que nadie quiere estar. Aquí, cuando salen al cubo la primera o la tercera planta, que son organizadas, el patio está ordenado. Cuando es el turno de la segunda, o el de la planta baja, es un caos, porque todos son toxicómanos, o gente que no pertenece a ningún grupo.

Pero fuera no hay nada organizado: tienes que apartarte continuamente. Sientes la prisa de los que te rodean. Tienes la sensación de que todo el mundo está haciendo cola detrás de ti, y de que se está preguntando: ¿Quién es ese hombre que va tan despacio? Y a veces es verdad. Tienes la sensación de que la gente ha advertido de dónde vienes. Pero eso nunca es verdad, porque los de fuera nunca piensan en lo de dentro.

El mal cautivo

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