Читать книгу El mal cautivo - Maurizio Torchio - Страница 17

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Los primeros días no quería ni ir a por agua.

En las zonas de secuestros ir a por agua es peligroso, los guardias saben dónde están las fuentes. Hay pocas, porque suelen ser zonas pobres, yermas, de modo que de vez en cuando los guardias eligen un pozo y esperan al clandestino. Un terreno puede ser inmenso, pero, si solo tiene dos pozos, es fácil vigilarlo. Sin embargo, la nuestra no era zona de secuestros. Tampoco árida. Era escarpada, eso sí, y llena de piedras. Si intentabas sacar un puñado de tierra, encontrabas piedras. Quizá por eso nadie la labraba. Estaba llena de gusanos y de moho. Bosques y laderas. Hojas muertas en todas las estaciones. Te resbalabas. Los bosques se convertían en laderas, y debajo de las laderas había arroyos. Sin guardias.

Me habían dicho: No salgas nunca, no la dejes sola.

Me vigilaban desde lejos, estoy seguro. Temían que me hubiese enamorado y la soltase. Pero, con tal de no pagar a otro, me dejaban allí solo. O tal vez casi enseguida dejaran de creer en el secuestro y prefirieran estar fuera lo más posible.

Un día a la semana iba a un antiguo establo, a diez minutos a pie de la guarida, y esperaba. A veces venían, otras, no. Un pequeño establo, antaño quizá cobertizo de un burro, o de tres cabras, en la época en que por aquellas laderas había animales. Cuando los otros venían traían garrafas de veinte litros. Para todo. Si nos aseábamos más, teníamos que beber y cocinar menos.

El agua es pesada. Durante casi tres meses me conformé. No podía dejarla sola. Y temía perderme.

Por norma eligen como carcelero a un lugareño. Yo, en cambio, nunca había estado allí. Es absurdo, es una de las muchas cosas absurdas de entonces. No se fiaban de nadie, así que me pidieron a mí, que jamás había cometido un secuestro y solo tendría que haber hecho el transporte. Había una carretera provincial, una red de carreteras comarcales y un enorme agujero vacío en el centro. Un centenar de kilómetros cuadrados sin nada. Y allí estábamos nosotros, al otro lado del borde de la carretera, en el bosque.

Yo estaba acostumbrado a la naturaleza. Desde la furgoneta, durante muchas horas, ves el cielo y las nubes, oyes golpear la lluvia contra el techo. En pocos trabajos te asedia tanto la naturaleza. Ves a los operarios podando y asfaltando continuamente para que los setos y la tierra no se coman la autopista. Ves los árboles de alrededor llenos de nidos, enormes, uno cada cien metros. No creo que haya tantos nidos en los bosques. Con toda seguridad, no donde estábamos nosotros. Es probable que los pájaros prefieran las autopistas: un espacio libre, una carretera ancha en vez de la maraña de las ramas, una pista de despegue en la que hacer volar a los nuevos, a los recién nacidos.

Con la llegada del calor empecé a desobedecer. Cuando se terminaba una garrafa la envolvía en una bolsa de plástico blanco y salía, porque la garrafa era azul y se habría notado demasiado en aquel bosque, donde el verde tendía al gris y los troncos de los árboles eran casi blancos, y también la tierra era clara.

No conozco los nombres de los árboles, no sé nada del campo. Lo que sé es que todos los colores vivos estaban dentro de la guarida.

Dormíamos en colchonetas de playa, inflables, de tela roja y azul. Las únicas que había en aquella época. Infladas al principio de la noche, casi desinfladas por la mañana.

Usábamos lonetas de plástico azul como suelo. Y las clavamos incluso en la tierra que había encima de nosotros y que nos hacía de tejado, para que no nos lloviese ni nos cayesen en la cabeza animales asquerosos. Una tela verde militar cerraba la entrada.

La guarida era un agujero hecho a un lado de la ladera y forrado de plástico. Olía a plástico, era el mismo olor que sentía de niño en la playa, cuando metía el bote de plástico en la caseta.

Cuando regresaba del torrente notaba el olor a plástico antes de entrar. Y luego, claro, nuestro olor.

En cuanto llegaba y apartaba la tela soltaba el aliento.

Pero no pasaba nada. Lo importante era que ella siguiera allí, esperándome.

Yo llevaba el agua y luego me daba la vuelta mientras ella se aseaba.

Ella me pedía que me volviera y yo lo hacía.

Habría podido pedirle que me lavara los pies.

Empecé a pensarlo solo años después, leyendo un libro, el diario de un noble que paseaba todo el día, hace siglos, y su mejor momento era la noche: cuando la criada le lavaba los pies. Y comprendí lo tonto que había sido. Eché por tierra mi felicidad. No hay leyes que prohíban que te laven los pies. No me habrían condenado a un solo día de cárcel más si le hubiese pedido, cada noche, amablemente, que calentase un poco de agua y me lavase los pies. Hay una infinidad de cosas legales que no cuestan nada y que mejoran la vida. Nos habríamos podido dar masajes durante horas. A los dos nos dolía todo. La guarida era muy húmeda. He estado en celdas por debajo del nivel del mar, pero nunca en ninguna tan húmeda. Cuando nos despertábamos, las lonetas rezumabas nuestro vaho. Literalmente. Goterones. Nos llovía la humedad que habíamos respirado por la noche y que teníamos en nuestro aliento, en el suyo y en el mío, mezclados. Ese aliento que mientras te hace vivir no lo ves, ahora estaba ahí, en el techo, a veinte centímetros de nosotros, en gotas más grandes que las de cualquier lluvia. Y nos caía encima. Nos empapaba a nosotros y empapaba los sacos de dormir. Y sabíamos que los pocos días de sol no conseguirían secarnos, porque a los rayos les costaba atravesar las hojas del bosque. Temblábamos hasta que nos quedábamos sin aliento y entonces ella me pedía, por favor, que abriera un poco la tela que tapaba la entrada para que pasara aire nuevo.

Porque ella no podía llegar.

La cadena estaba medida adrede para que no pudiese llegar. Existía la idea de que un rehén no debe ver nada del mundo exterior, porque después podría llevar a la policía a la guarida. Y en la guarida la policía siempre encuentra algo. En un sitio en el que se ha vivido mucho tiempo quedan siempre un montón de huellas que pueden aportarse en los juicios. El día de la liberación no puedes precisamente hacer una hoguera y quemarlo todo. Tienes que desaparecer en silencio. Por eso es importante que el rehén no se entere de nada.

Yo nunca me lo he creído mucho.

Desde la entrada de la guarida se veían la ladera y el bosque, nada más. Un pedacito de montaña. Pero era una montaña sin señas particulares. Yo mismo no sabía cómo se llamaba. Aunque una vez libre le hubiesen mostrado fotos de montañas, esa no la hubieran incluido. No era zona de secuestros. No era una montaña importante. Era una montaña sin antecedentes, por decirlo así. A lo mejor no era siquiera una auténtica montaña.

El lugar donde nos encontrábamos, por deshabitado que estuviera, no tenía nada de salvaje. De solemne. De apartado de los hombres. Parecía un pedazo de bosque en una zona de chalés adosados, olvidado de las excavadoras únicamente porque era demasiado escarpado.

De todos modos, al principio no la dejaba mirar fuera.

Yo me movía a gatas, sin salir del saco de dormir. Apartaba la tela y la sujetaba con una piedra. Y la mayoría de las veces fuera había oscuridad, niebla.

Dormíamos vestidos. Hasta más o menos mayo o junio. En los bosques hace frío, lejos de las ciudades y los pueblos. Lejos de las dehesas de los pastores, lejos de las sendas de los cazadores.

Después empecé a dormir en calzoncillos. Pero dejaba los pantalones dentro del saco de dormir, conmigo, y antes de salir me los ponía.

Cuando llegó el calor decidimos dejar la tela de la entrada siempre abierta; aunque clareaba pronto y la luz nos despertaba. Y el ruido de los animales nos despertaba.

Los animales hacían un ruido molesto. El bosque follaba y nosotros guardábamos silencio, y ambos pensábamos en lo mismo: en todos esos animales sin nombre que nos asediaban y nos impedían hablar, pero también en estar callados con serenidad.

Ella nunca había dormido en una tienda. Había sido una de esas niñas que, a los diecisiete años, en sus primeras vacaciones sin los padres, se van a un hotel con una amiga. Como dos ancianas.

Me pidió tapones para los oídos. Yo los tenía. Un secuestrador lleva siempre tapones para que se los ponga el rehén. Pero al cabo de una hora se los quitó porque los tapones no le hacían olvidar los ruidos que, fuera, seguían.

Una noche el viento soltó la tela de la piedra, y la tela se cerró, y el viento se aplacó, y nos despertamos enclaustrados y empapados, sin aire. Entonces, en calzoncillos, me acerqué a abrir la tela. Seguía oscuro. Ella también salió del saco, y dijo: Me asfixio. Y nos quedamos así, sentados en los sacos de dormir. Esperamos el sol con las piernas cruzadas. Desayunamos fingiendo que no nos hacíamos caso. Ella en bragas y encadenada. Yo, en calzoncillos y con pasamontañas.

Y seguí mirándola, desde mi capucha de lana negra.

El pasamontañas es la única prenda que no te puedes quitar nunca, por ningún motivo.

Si se te cae por error, tienes que matar a quien esté contigo. Los rehenes lo saben. Saben que un pasamontañas que cae es como un disparo. Por eso son ellos los primeros que te aconsejan que te lo pongas bien.

El mal cautivo

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