Читать книгу El mal cautivo - Maurizio Torchio - Страница 16

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En la isla, tras el intento de fuga, los funcionarios empezaron a mear en las cacerolas.

Yo no los vi porque ya estaba en el sótano, pero los demás los veían a diario. Se exhibían cerca de la ventana de la cocina. Se la sacaban de esos pantalones de tela cruda, asquerosa, color azulino. Y meaban en nuestra comida.

En aquella época cerraron el economato, requisaron los campin gas. Todo el mundo debía comer lo del carrito mezclado con el meado para no morirse de hambre. Cuando se enteraron en el continente y saltó el escándalo dejaron de mear. La prensa escribía bastante sobre la isla; siempre tarde, pero escribía. Dejaron de mear e hicieron cosas peores. Llamaron a un nutricionista, un especialista que enseñó a esos idiotas a preparar el pan punitivo como en el extranjero. Los llamo idiotas porque, en aquella época, los guardianes eran más ignorantes que nosotros. Y, en efecto, estalló el motín. Lo habíamos aguantado todo: los falsos fusilamientos y la suspensión de las visitas, los porrazos y el meado en la sopa. Pero el pan, no.

El pan punitivo es un pan que no es pan, no despide olor a pan ni siquiera recién salido del horno. Estudiado para mantener con vida sin causar jamás placer. Porque, si tienes hambre, hasta el pan de desecho más enmohecido y seco te da algo. Puedes apartarlo, regalarlo, venderlo. Comerlo entero o poco a poco. El pan punitivo, no. Entre celdas se intercambia de todo. Hasta una mosca puede tener valor si alguien cría arañas al final del pasillo o en otra planta: la pasas de celda en celda, de mano en mano, hasta donde la quieren. Ese pan, no. Aquella cosa no era humana. O tal vez fuera pérfidamente humana. Era la capacidad de sacar lo peor mezclando ingredientes que, de uno en uno, son inocentes: leche en polvo, patatas, zanahorias, salsa de tomate, carne picada, tocino, harina, apio y alubias. Sin embargo, mezclados y cocidos adrede, se transforman en una cosa blanda, color ladrillo, que huele a vómito, que sabe a vómito, insípida y pringosa a la vez, demasiado cocida y demasiado cruda. Un pan que había que comer como animales, de pie, lejos de la mesa.

En el extranjero, el pan punitivo se lo dan solo a quien está en aislamiento. E incluso así tienen que llevarlo entre tres, en traje antidisturbios, con escudos para protegerse.

Dar pan punitivo a toda una cárcel es como darle fuego.

Sin embargo, yo no le guardo rencor al hombre que trató de privarnos del placer del pan. A lo mejor sigue vivo en algún sitio, jubilado. Si me cruzase con él, lo saludaría. A quien no me perdono es a mí mismo. Por las porquerías que comía fuera, porque quería… El vino caliente de cartón.

Porque comía mal ya antes de venir a la cárcel, en mis veinticinco años como hombre libre.

Sobre todo durante el rapto.

Todo está escrito.

La lista de los objetos la adjuntaron a las actas. La policía catalogó lo que encontró en la guarida, y también lo que había fuera, en las bolsas de plástico que cerraba y lanzaba lejos, pensando que el bosque era grande y que para llenar la ladera tendríamos que quedarnos allí toda la vida. La idea me gustaba. Permanecer allí hasta convertir aquella quebrada oscura en una llanura de plástico y basura. En un mar liso de plástico y basura. Olor nuestro. No biodegradable.

Creo que buscaban sobre todo la prueba de que habíamos tenido relaciones. Porque esto es lo primero que se preguntan todos cuando el raptado es una mujer. ¿Han tenido relaciones?

Y hacen bien. Porque casi siempre las hay.

En cambio, donde estábamos nosotros hallaron sobre todo mierda, y platos y cubiertos de plástico, sobres de té usados, por el maldito frío que hacía. Y toallas cortadas en tiras que ella usaba como compresas porque yo me había olvidado de pedirlas. Y latas. Una avalancha de latas. Como en la cárcel, solo que allí eran visibles.

Podría haber sido un buen verano. En cambio, casi siempre teníamos ardor de estómago. Nos lavábamos la boca con las manos y las manos con papel de periódico. La guarida llena de hormigas. El verano, desaprovechado así. ¿Por qué?

Solo en septiembre empecé a preguntarle: ¿Qué quieres comer?

A mí nunca me lo preguntan, y hacen bien, porque yo lo pregunté demasiado poco.

En la ciudad había raptos en que los bandidos hacían el amor entre mantas de seda, calentitos, bebiendo champán. Nosotros nos abrazamos una sola vez. Escondidos como ratas, debajo de las raíces de los árboles.

En estos veinte años de cárcel he conocido un montón de gente. Gente de paso o gente con condenas para toda la vida.

Casi todos me han dicho: Yo también eché a perder un verano y no me explico por qué. ¿Para castigarme? ¿De qué?

Salvo quien ha sido encerrado muy joven, quizá cuando era menor de edad, pero, si has podido vivir fuera cinco o seis años, ya adulto… Cuando cuento cómo desaproveché aquel verano, el otro me dice: Yo también. Había de todo, pero lo desaproveché.

El mal cautivo

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