Читать книгу El mal cautivo - Maurizio Torchio - Страница 11
ОглавлениеEn esta época del año, el sol ilumina el alojamiento del comandante cuando este ya ha salido. Y después las habitaciones vacías del subcomandante y del jefe de contabilidad. Iluminará la planta de Toro media hora antes del ocaso. Aquí, no; solo cambia el color del cemento del muro que hay tras la lumbrera, tras el foso, por encima de la reja. Cuando Toro y yo llegamos, ese muro no estaba: desde aquí se veía casi todo el edificio de los guardianes, y el tejado, y una veta de cielo. Si hay disciplina, los muros sirven de poco. Hace cien años, los menores de edad dormían en tiendas durante las obras, pero ninguno huyó. Construyeron el reformatorio en el que acabarían encerrados, y, en el centro del reformatorio, el patio, nada más. El cubo del patio llegó después. Como una palangana para la fermentación. Los de las plantas, cuando salen al patio, lo hacen directamente. Desde el aislamiento se llega primero a otro patio más pequeño, del tamaño de dos celdas, recortado dentro del cubo. Es como una muñeca rusa. Están la muralla, la valla interior, la cárcel, el patio, el cubo y, dentro, el patio de aislamiento. La muñeca rusa más interior, la más pequeña. La más joven. La del futuro.
Antes la basura la tiraban a la valla interior.
Desde que se jubiló el guardián que se ocupaba de los perros ya nadie se atreve a entrar allí, y han tenido que trasladar los contenedores justo enfrente de la entrada. En verano es un infierno. El olor asciende hasta el cielo, y, en lo alto del cielo, las gaviotas aguardan. Casi toda se la lleva cada mañana el camión, circulando marcha atrás. Vacía los contenedores y la tritura ante la mirada de los guardianes, que deben comprobar que ninguno de nosotros esté entreverado con la basura.
Poco es lo que les queda a las gaviotas. Las sobras de las sobras. El viento les impide mantenerse firmes, en suspenso. Pero ellas perseveran. Aguardan. Tercas. Tarde o temprano, algo se torcerá en el mundo de los hombres. Tarde o temprano, un camión se volcará en la carretera. Tarde o temprano, los hombres se habrán marchado lejos, o estarán distraídos o exterminados, y ellas podrán comer hasta reventar. Ellas, que tienen el mar cuatrocientos metros más abajo pero permanecen suspendidas mirando a los presos andar en la sombra, en el cubo de cemento llamado paseo. Los guardianes hacen lo mismo. Aunque no hay nada más alto que el paseo de ronda, se quedan mirando hacia el interior. Hacia el patio, donde, cuando Toro se para, alguien le tiende enseguida un taburete, y el chico sirve café caliente de un termo.
El termo es ilegal, porque tiene doble fondo. Tampoco se podría llevar el taburete al patio, porque con él se parte fácilmente una cabeza. Pero con Toro los guardianes siempre han hecho la vista gorda.
Y cuando él dice: Saboreemos este café, todos los que lo acompañan pueden entonces beber. Y les encanta que haya frases, siempre las mismas frases, con las que los hombres pueden sincronizarse. Toro bebe con la espalda contra el muro y la mirada hacia arriba, y, aunque parezca que mira el cielo, está mirando las ventanas de la cárcel, desde las que lo están mirando a él.
Lo que hace o dice alguien como Toro aquí es importante. Y si al volver de un permiso dice: El café que he bebido en el bar no era tan bueno como este, toman nota.
El chico es mayor de edad desde hace tres años, es asesino desde hace siete. Le disparó a otro menor de edad. Ahora estudia por correspondencia: un curso de aparejador que le ha encontrado Toro. Y escribe cartas de amor a una presa que saldrá mucho antes que él. Dice que no se hace ilusiones, pero no es verdad. Se hará daño.
Toro le entrega al chico libros y papel para escribir cartas. Está empeñado en hacerlo madurar, en darle una cultura, en encontrarle un amor.
Todos se harán daño.
Cuando el chico prepara un examen, Toro cocina para él y no le permite recoger la mesa, no deja que toque nada y obliga a toda la planta a mantener bajo el volumen del televisor.
El chico dobla el papel, lo prueba como si fuese un arma para ver si funciona o si puede realmente cargarse de todos esos pensamientos sin trabarse. Si falla es difícil volver atrás. Las llamadas de teléfono se hacen una vez a la semana y hay que colgar a los diez minutos. Quedan las cartas, pero, si el papel te traiciona, es complicado arreglarlo.
Toro trae siempre objetos nuevos de fuera. Y los reparte en el patio, para que todos vean.
Aquí existe la obsesión por los objetos nuevos. Es como si fuesen fosforescentes. Quien no recibe paquetes de casa vive en celdas más oscuras. Y es más fácil que los guardianes le peguen, más fácil que un abusón te haga su mujer, porque una celda sin objetos nuevos induce a pensar: este no le importa a nadie.
Los objetos nuevos protegen.
Todo lo que llega del exterior protege.
Cuando el año pasado impidieron la entrada a los religiosos, los Ene fueron los únicos que se sublevaron. Se negaron a volver del cubo, se sentaron en el suelo. A los guardianes les daba miedo tocarlos, incluso mirarlos. Tuvo que salir el comandante para negociar. Ahora los religiosos siguen sin entrar, pero se ha creado un espacio donde quien lo desee puede rezar durante las horas de recreo.
Es poco, pero es algo.
Los Ene se santiguan cuando salen al patio y cuando vuelven. Rezan antes de acostarse, tienen libros sagrados sobre la mesilla.
Toro dice que la fe de la familia del norte no es más que una farsa, que le rezarían a cualquier dios con tal de no estar en la celda. Además, rezar en la hora del cubo es una concesión ridícula, quita tiempo a las duchas.
Pero, si empiezas a pensar que hay concesiones ridículas, te pierdes la cárcel. Si conquistar un centímetro ya no te interesa, te pierdes todo el cubo, que mide treinta pasos de largo por quince de ancho.
Toro y yo hemos nacido en este país, hablamos el mismo idioma que los guardianes, eso todavía nos da alguna ventaja… Pero ¿cuánto durará?
Toda la primera planta ya es de los Ene. Y también en la segunda hay algunos de ellos.
Los Ene son como eran Toro y sus amigos hace veinte años.
Son serios.
Se tatúan una ene, o un 14, porque la ene es la decimocuarta letra de su alfabeto. Se tatúan también un ángel que trasiega líquido de un ánfora a otra porque la Templanza es la decimocuarta carta del Tarot. La ene significa norte. Al parecer, hay también una familia del sur que se tatúa un 19, o un XIX, el sol, pero aquí nunca han llegado los del sur. Lo cual es un problema porque los Ene tienen una persistente necesidad de matar y de que los maten. De que los maten, sobre todo. Un velatorio con las madres y los amigos que lloran y cantan alrededor del ataúd. Todos, vivos y muertos, con algo azul, el color de los Ene. Los del sur se ponen algo rojo, pero nosotros nunca los hemos visto. Son el norte y el sur de su país. Allá, en la cárcel entran fusiles militares, entran las personas y las cosas que ellos quieren, los únicos que nunca salen son los Ene y los Ese, porque no tienen motivo para hacerlo. Han nacido dentro, viven para la cárcel. Fuera se mueven los peces pequeños, esperando hacer carrera e ir de nuevo a la cárcel, a otra más importante. Como en una casa donde en el salón, la terraza, la piscina, se mueven solo camareros y figurantes, mientras que los verdaderos amos permanecen encerrados en el sótano o en el retrete. En el país de los Ene, quien está fuera paga para usar el nombre de quien está dentro. La gente teme más a un nombre encerrado para siempre que a un hombre armado por la calle. Porque de quien manda fuera puedes intentar huir. Cambiar de ciudad. Pero tarde o temprano acabarás en prisión y estarás a merced de quien manda dentro. Por eso las ciudades reciben órdenes de la cárcel. El dinero corre, alimentado por un corazón que está en la cárcel. Como era aquí hace veinte años. Y quien escucha lo que se dice en la cárcel conoce más cosas del mundo que quien está en el Parlamento.