Читать книгу El mal cautivo - Maurizio Torchio - Страница 18

Оглавление

La única diferencia entre una capucha para secuestradores y una para rehenes es que la de los rehenes no tiene ojos.

Puedes tener un rehén siempre a oscuras. Siempre encapuchado y con tapones. Meterle cera en las orejas, romperle los tímpanos. Encerrarlo en un sótano sin ventanas. O puedes arriesgar y taparte tú, tener cuidado con lo que dices. Y dejarlo a él a la luz, al cambio de las estaciones, a la vida. Es la misma diferencia existente entre el paraíso y el infierno. Aunque solo tenga una pared de cueva que mirar, aunque le digas: Nunca te vuelvas hacia la salida, por ningún motivo, o te mato… en fin… Sea como fuere, dispone de todo un mundo para él. Pasan cosas. Hormigas, arañas, moscas, manchas de humedad; cosas que cambian, se extienden, se secan, se desplazan. El sol, sobre todo. El tiempo avanza. Puedes adaptarte. Puede convertirse en tu mundo, en tu seguridad. Puedes vivir. Uno se adapta a todo. A lo único a lo que no puedes adaptarte es a la oscuridad y al silencio. No son nuestros, nunca lo serán. Es como el espacio profundo, o como un ataúd.

Yo, como carcelero, nunca he impuesto la oscuridad.

Es una de las cosas de las que más me enorgullezco.

Es una de las cosas que deberían garantizarte la reducción de pena. Pero en los juicios nunca se te pregunta. Lo que importa es en qué medida colaboras, no lo que has hecho. Si te arrepientes, si vendes a alguien… puedes obtenerlo todo. De lo contrario, te pudres aquí. No se les ocurre ni siquiera a los abogados, a los jueces, a quien hace las leyes. Tampoco al rehén. Solo se le ocurre a quien ha conocido la oscuridad.

Hace unos años, aquí en la cárcel, charlaba con uno que intervino en el secuestro de un viejo.

Al final siempre se acaba hablando de delitos y de juicios.

Me contó que tenían al viejo bajo tierra, en un sótano sin ventanas. La única luz la proporcionaba una bombilla eléctrica conectada a la batería de un coche. Se mantenía encendida el tiempo que duraba la batería. Ellos pasaban una vez a la semana. Si se agotaba antes de aparecer ellos, el rehén se quedaba a oscuras. Un día, al cabo de cinco meses, ocurrió un milagro. No sabría definirlo de otra forma. Un pajarito consiguió llegar hasta la tumba del viejo. El tipo que me lo contó no podía explicarse cómo lo había hecho. Tal vez entrara mientras abrían para la visita semanal, aunque había que cruzar dos puertas… Eso, de todos modos, no importa. El viejo le dijo que en un momento dado tuvo al pajarito sobre su hombro. Cuando se lo contó, el pajarito ya estaba muerto. Tuve que matarlo, dijo el viejo. No podía correr el riesgo de que, por cualquier motivo, picotease la lámpara o la tirase. La última vez me quedé a oscuras tres días antes de que llegaseis. No podía.

Es decir, uno se imagina una gran historia de amistad, al pajarito comiendo de las manos del viejo y cantando para él, cosas de ese estilo, pero no: lo mató casi de inmediato. Sin lamentaciones. Le partió el cuello. Solo para no correr ningún riesgo.

Imponer la oscuridad y el silencio es una opción de cobardes.

La auténtica diferencia entre crueldad y humanidad reside en eso. Pero tal vez no tengo ningún mérito. Quizá si hubiésemos raptado a un viejo también lo habría tenido encapuchado, a oscuras, bajo tierra.

En cambio, a ella quería mirarla. Quería tener frente a mí los ojos que ardían por mi sudor, por mi sal, para poder ver su rostro entero. Siempre.

Salvo cuando me pedía que me volviera para asearse, y yo, como un cretino, me daba la vuelta.

El mal cautivo

Подняться наверх