Читать книгу Diario pinchado - Mercedes Halfon - Страница 18

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Martes 12, Isla de los Museos

Decidí hacer una prueba. Fui a la Alte Nationalgalerie, que queda a pocas cuadras de la casa. El camino es apaisado y en un momento se llega al río Spree. Lo que se ve es un pequeño fragmento; aun así, saber que su curso sigue y se ensancha, alivia. El río de una ciudad es como su ombligo. Al verlo se entra en confianza, hay un punto de referencia. Más tarde seguro olvidaré su ubicación, pero mientras tanto lo miro, me aferro, trato de grabar sus formas ondulantes.

En la mesa de informes me ofrecieron una audioguía del museo. Con esa compañía en español ibérico deambulé por el edificio, que es una especie de moderno templo romano. Subí y bajé las escaleras arrastrando los pies, vapuleando en vano el folleto donde señalaban el contenido de cada sala. Al final de la tarde eran las escaleras lo que más conocía del museo. Caracol pero gigantes y blancas, como esculpidas en hielo. El lugar elegido por los niños para empacarse, mientras sus padres los tironeaban para seguir el recorrido.

Cuando ya estaba de salida descubrí la sala dedicada a Caspar David Friedrich. En un arco de trescientos sesenta grados todo eran los ocres y azules paisajes de Friedrich, siempre con personajes que nos dan la espalda, como si hubieran llegado a mirar esos paisajes segundos antes que nosotros. El tamaño fue lo más sorprendente: lo sublime para este pintor mide 55 x 71 centímetros. Eran imágenes que había acariciado cientos de veces en reproducciones de Taschen. Me saqué los auriculares y escribí algo que quizá sirva para un poema. Después me quedé sentada en el banco central mirando las pinturas. No sé cuánto tiempo pasó. En un momento un hombre de uniforme se acercó suavemente y me dijo algo que no entendí. Miré a mi alrededor y descubrí que era la única persona en la sala. Estaban cerrando.

Tarde

El árbol solitario, de Caspar David Friedrich

Hay siete picos en el cielo de las seis de la tarde. Las montañas a esta hora son lilas, es increíble que un color como ese forme parte de la naturaleza de una roca. En la planicie que yace frente a semejante monumento hay un árbol solitario, desgreñado y torcido, con una rama apuntando hacia arriba. También se ve una laguna y más atrás la hierba donde pasta un grupo de ovejas. Cierta luz que atraviesa las nubes mancha de forma desigual lo que se posa sobre la tierra. Hay una franja iluminada al fondo, más allá unos arbustos y a lo lejos se adivina una ciudad en las sombras del valle. El telón son las montañas y un cielo azulino que se va aclarando a medida que desciende sobre el horizonte. El centro de este paisaje es el árbol, un roble maltrecho pero que sirve de respaldo al pastor que vela por sus animales. Aunque no lo hará, la rama más alta intenta tocar el cielo.

Noche

No es que crea ser un árbol solitario.

Diario pinchado

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