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Jueves 14, Rosa-Luxemburg-Platz

Fui a conocer el Volksbhüne, el «Teatro del Pueblo», a diez cuadras de nuestra casa. El edificio es de principios del siglo xx, con un frente majestuoso y escalinatas en semicírculo coronadas por seis monumentales columnas art nouveau. Después de la guerra había quedado del lado oriental. Hoy está en una zona céntrica, sobre la Rosa-Luxemburg-Platz, redonda y delimitada por monolitos de piedra. Los interiores son de mármol y hay arañas con caireles a cada paso. Extasiada, saqué tickets para mañana a la noche.

Volví sobre mis pasos alegremente y, pese a la increíble cercanía, me perdí. Era una rotonda con cinco esquinas que me resultaban todas similares: un bar, edificios espejados, una moto estacionada, más allá gente caminando con determinación. Dudé, me dio miedo moverme en una dirección errada y extraviar el rumbo por completo. Le pregunté a una chica que pasaba para dónde era la Torstraße, pero lo debo haber pronunciado horrible porque me miró con cara de incomprensión, negó con la cabeza y siguió camino. Traté de focalizar en los negocios, los carteles, los árboles a ver si alguno me resultaba familiar. Nada. Nada de nada. Como si nunca hubiera pasado por ahí. ¡Qué bronca! ¿Cómo se puede ser tan distraída?

Como si alguien me estuviera apoyando una mano helada, empezó a crecer una presión en el pecho. No quería entrar en pánico, traté de calmarme mentalmente; cerré los ojos y respiré profundo. Algo tenía que aparecer que me refrescara la memoria, no estaba tan lejos de casa, eran pocas cuadras. Pasó un hombre de traje y atiné a preguntarle si conocía la Torstraße, pero ni siquiera se molestó en contestar. Durante unos minutos no pasó nadie más. Ya casi cruzando la frontera de la desesperación creí reconocer a lo lejos un local de ropa usada en el que me había detenido a la ida. Crucé y ¡sí! Era el mismo. Ahí estaba, doblando prendas muy tranquilo, un pelado con tatuajes en el cuello que me había dicho el precio de una camisa. Le sonreí con gratitud. A partir de ahí ya me ubicaba, emprendí el camino con paso firme.

Cuando llegué a la casa te encontré absorto sobre tus papeles. No levantaste la cabeza al escuchar la puerta, ni tampoco mis pasos hasta vos. «Hola», te dije. «Hola», contestaste. Y ahí quedó. Te miré un rato, pero creo que ni siquiera te diste cuenta. No me atreví a contarte lo que había pasado, ya preveía tu fastidio, las críticas a mi despiste. Tampoco me animé a proponerte la salida al teatro, sabía que ibas a recurrir a alguna excusa para decir que no. Ahora que había aprendido el camino, podía volver sola.

Tarde

«Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje», dice Walter Benjamin en el libro que traje de Buenos Aires.

Diario pinchado

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