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Capítulo 4

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Por alguna razón estúpida, estoy casi temblando de los nervios. No recuerdo haber estado tan nervioso desde… En fin, desde la primera vez que fui a la casa de Rubén. Supongo que algunas cosas nunca cambian.

Pero, en realidad, las cosas sí que han cambiado. Han pasado ya casi quince años desde ese curso, así que ya no soy el crío que era entonces. Y ya no estamos en el instituto, aunque sí que estamos en un colegio. Y, pese a que ya no tenemos que hacer ningún trabajo de clase, los dos trabajamos en una clase. Los paralelismos son demasiados como para olvidarme de ellos.

Llego al colegio a las tres menos cuarto. No quiero darle más razones a Martina para odiarme, así que no estoy dispuesto a arriesgarme a llegar tarde. Por desgracia, ella es la única que está junto a la puerta del colegio cuando llego. Si al menos estuviera Clara para hacer de apoyo moral… Pero me encuentro solo ante el peligro.

—Ho…

—No has subido la lista de asistencia —me interrumpe antes de que pueda terminar de hablar.

—¿Qué?

—La lista de asistencia —repite impaciente—. Tienes que subirla a la plataforma online durante o después de cada clase. Sin falta.

—Eh… No lo sabía.

—Se dijo en la reunión del martes. ¿No te enteraste?

«No, Cristina, estaba demasiado ocupado tratando de asimilar mil cosas al mismo tiempo».

—Se me debió de pasar, lo siento. Pero sí que apunté a todos los niños —me apresuro a mentir—. Vinieron todos.

—Pues acuérdate de actualizar la lista. Recuerda: durante o después de cada clase. Es muy importante que los papás y las mamás sepan en todo momento dónde han estado sus hijos.

—Está bien —respondí, tragándome la rabia.

Por suerte, en ese momento llegan otras dos de las monitoras. Martina comienza a hablar con ellas de inmediato, ignorándome por completo, así que yo saco el móvil y actualizo la asistencia del martes antes de que vuelva a echarme la bronca. Estoy acabando cuando llega Clara al fin, y entonces entramos todos en el colegio.

—¿Qué le has hecho a Martina? —me pregunta cuando nos separamos de ellas de camino a nuestras aulas—. Te mira como si le hubieras atropellado el gato.

—¿Tanto se nota?

—No más de lo habitual, la verdad. —Se encoge de hombros, riendo, y mira hacia atrás como para asegurarse de que la coordinadora no esté cerca—. Esa tía está amargada.

—¿Y por qué la ha tomado conmigo?

—Ah, pues porque eres el nuevo. Ya se le pasará dentro de unos meses.

Me detengo en seco para mirarla con la boca abierta.

—¡¿Meses?!

—Bueno, tal vez menos —contesta entre risas.

—Genial —replico con un resoplido.

—Tú asegúrate de tenerla contenta y de hacer las cosas bien.

Aun así, tengo que reconocer una cosa a favor de Martina: lo bueno de tener que aguantar su mala leche es que, en los últimos diez minutos, no me he acordado siquiera de Rubén. Y, de repente, ya estoy frente a su aula sin haber tenido tiempo de ponerme nervioso siquiera. Ahí está de nuevo la chica del otro día, la monitora del chándal, que me saluda con una sonrisa cuando Clara se marcha.

—¿Cómo fue tu primer día?

—Bueno, en general bien. —Me encojo de hombros—. Podría haber sido peor, supongo. Soy Eric, por cierto.

—Yo me llamo Eva. Soy la monitora de fútbol.

En ese momento se abre la puerta, y ahí está él. Rubén. Mi primer amor, el chico por el que me pasé tantos meses suspirando. Y, al verlo, me siento como si volviera a tener catorce o quince años.

Al igual que el martes, Eva recoge a sus niños primero, que se van con ella con un entusiasmo que ya querría yo. Y, después, llega mi turno.

—Hola —acierto a decir.

—¡Hola! Eric, ¿verdad?

Escuchar mi nombre pronunciado por él me provoca un cosquilleo en la boca del estómago que me hace sentir ridículo.

—Sí. Vengo a por los niños.

—Evidentemente —responde con una sonrisa, y después señala el interior del aula, donde ya están esperándome. Nora y Fayna me saludan con la mano, mirándome con sendas caritas de felicidad—. Que sepas que están deseando irse contigo. Les he preguntado y me han dicho que les encantó la clase del otro día.

Espera. ¿Que ha hablado de mí con alguien? Vale, puede que haya sido con unos niños de seis años, pero ¿de verdad ha hablado de mí? ¿Y de verdad me emociono tanto por una tontería así? Y, sobre todo. ¿De verdad tengo ya casi treinta tacos?

—¿En serio? —acierto a preguntar.

Su sonrisa se ensancha aún más.

—Sí, y no te creas que es fácil ganárselos. Sobre todo, a esta gamberrilla de aquí —añade mientras señala a Nora, que se ha acercado a mí con una sonrisa traviesa, incapaz de seguir esperando en la fila—. Así que, nada, ¡os dejo!

Estoy a punto de asentir con la cabeza, de responder cualquier chorrada y marcharme con los niños. Pero, entonces, decido echarle valor y lanzarme de lleno.

—Oye, Rubén. Espera. ¿Podemos hablar un momento? ¿Aquí fuera?

Veo una expresión dubitativa en su rostro antes de que conteste.

—Sí, claro. —Se gira para dirigirse a los niños—. Sentaos todos y esperad un momento, ¿vale? Tengo que hablar con Eric.

¿Es cosa mía o mi nombre suena más bonito cuando él lo pronuncia? Y ¿acaso eso pasaba ya cuando íbamos al instituto? Si es así, ¿por qué no lo recuerdo? Hay tantos detalles que debo de haber olvidado, tantos momentos que estarán perdidos en algún rincón de mi memoria

—Será solo un momento —le aseguro mientras salimos al pasillo—. Te lo prometo.

Estoy de espaldas a él, así que aprovecho que no puede verme la cara para cerrar los ojos y respirar hondo durante unos segundos, tratando de serenarme un poco.

—Bueno… Pues tú dirás. ¿Es que ha pasado algo con alguno de los niños? —pregunta con cara de preocupación—. ¿Se han portado mal?

—No, no. —Me giro por fin hacia él—. No es eso.

—¿Entonces?

Suelto un suspiro de resignación.

—¿De verdad no te acuerdas de mí, Rubén? —pregunto con un hilo de voz.

Por un instante, vuelvo a ser un chaval de quince años, triste porque el chico del que se había pillado no le correspondía.

Pero, entonces, Rubén me mira a los ojos por primera vez desde que nos hemos reencontrado y me doy cuenta de que hasta ahora ha estado esquivando mi mirada en todo momento. La máscara desaparece y vuelvo a ver la misma expresión extraña del otro día.

—Claro que sí, Eric —susurra con una voz apenas audible—. Pues claro que me acuerdo de ti.

Se acerca a mí con rapidez, sin darme tiempo siquiera a asimilar del todo sus palabras. Por un instante, un frenético y demencial instante, creo que está a punto de besarme, como tantas veces soñé hace tantos años. Y, durante una fracción de segundo, me doy cuenta de que por alguna razón eso es precisamente lo que deseo.

En lugar de eso, me abraza. Y, por alguna razón, eso es casi mejor de lo que podría haber sido cualquier beso.

—No sabes cuánto me alegra volver a verte después de tanto tiempo —me susurra al oído, como si no quisiera que nadie nos oyera a pesar de que está el pasillo vacío.

Su voz suena extrañamente estrangulada, pero su aliento contra mi piel me provoca un estremecimiento que recorre todo mi cuerpo. ¿Cuántas veces soñé con este momento? ¿Cuántas veces deseé que me abrazara así, sentir su cuerpo contra el mío, quedar envuelto en su olor y en su calidez? No tengo forma de saberlo, pero lo que sí sé es que fueron tantas que jamás sería capaz de contarlas.

—Y a mí, Rubén —respondo al fin, susurrando también—. Te he echado mucho de menos.

Pero el momento termina tan rápido como ha empezado. Después de todo, estamos en el pasillo del colegio. Un lugar tan parecido al lugar donde suspiraba por él y, sin embargo, tan diferente al mismo tiempo. Y, al igual que entonces no podía abrazarlo, aquí tampoco puedo hacerlo, no más de lo que ya lo hemos hecho. Aunque esto ya es un paso, supongo.

—Podríamos… —comienza tras un par de minutos de silencio, pero entonces se queda en silencio. Traga saliva antes de continuar—: Podríamos tomar un café algún día de estos, si quieres. Y así nos ponemos al día.

Sus palabras me hacen sonreír de oreja a oreja.

—Me parece bien.

—¿Hoy qué día es?

—Es tres de octubre.

Hace una mueca.

—Vaya, pensaba que era día dos. Es que el cuatro vienen mis padres, que se van a quedar unos días conmigo. Pero podemos dejarlo para la semana que viene si quieres.

—Bueno, no te preocupes —contesto, tratando de no sonar decepcionado—. La semana que viene me parece bien.

—Estupendo —responde él, sonriendo también. A continuación, echa un vistazo a la puerta del aula y frunce el ceño antes de mirar el reloj y volver a mirarme—. Pero me temo que ahora tenemos trabajo. Tengo que sacar a los niños al patio en menos de dos minutos, y tú tienes que irte a clase con los tuyos.

—Cierto. ¿Lo hablamos la semana que viene, entonces?

—Claro —responde con una sonrisa que me derrite un poco por dentro—. Nos vemos el martes.

Y no decimos nada más. Me hubiera gustado haber concretado ya la hora, o haberle pedido su número de teléfono al menos, pero supongo que ya habrá tiempo para ello la semana que viene. Sin embargo, mientras me llevo a mis niños hasta el aula me siento más emocionado de lo que me he sentido en mucho más tiempo del que querría admitir.

Lo que nunca fuimos

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