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Sábado, 15 de enero de 2005

Había sido incapaz de dormir la noche antes de quedar con Rubén.

Ya había hecho muchos trabajos con compañeros antes de cambiar de centro, y también había estado en casa de otros chicos. Cuando tenía mi grupo de amigos en el anterior colegio, dormíamos juntos como mínimo una vez al mes. Sin embargo, aquella era la primera vez que me sentía nervioso de verdad antes de ir a casa de alguien. La primera vez que apenas fui capaz de comer a causa del intenso cosquilleo que sentía en el estómago. La primera vez que me pasé más de media hora en el baño para tratar de ponerme guapo antes de salir.

Bueno, y también para hacer otras cosas que evitaran problemas inesperados a causa de mis hormonas en efervescencia.

También era la primera vez que hacía galletas de chocolate. No las hice completamente solo, claro; en esa época, no tenía la menor idea de repostería. Pero busqué yo mismo la receta, compré todos los ingredientes con mi propia paga y le pedí ayuda a mi madre, para asegurarme de que no la liaba en ningún momento. El resultado fue mucho mejor de lo que esperaba para ser mis primeras galletas, así que me sentía muy orgulloso de poder llevárselas a Rubén y decir que las había hecho yo. Tan solo esperaba que le gustaran.

—Hola —me saludó una mujer que debía de ser su madre al abrirme la puerta, diez minutos antes de la hora a la que habíamos quedado en realidad. Me di cuenta de que tenía los mismos ojos castaños que su hijo, y también se le formaba el mismo hoyuelo en la mejilla al sonreír—. ¿Eres Eric, cariño?

Su tono de voz era dulce y tenía el cuerpo un tanto rechoncho, también como Rubén. Su pelo, sin embargo, era rubio y liso.

—Sí, soy yo —respondí algo azorado. Esperaba que me abriera la puerta él—. ¿Está Rubén?

—Pues se acaba de meter en la ducha… Me parece que se le ha hecho un poco tarde. —Le agradecí que no señalara el hecho de que, en realidad, era yo quien llegaba demasiado temprano—. Pasa y le esperas en su habitación, ¿vale? Yo le aviso para que se dé prisa.

Estaba temblando un poco de los nervios, pero por suerte hacía frío, así que era difícil que la madre de Rubén fuera a sospechar nada. Lo cierto era que la perspectiva de entrar en su habitación me aterraba y me fascinaba a partes iguales, pero, por muchas ganas que tuviera de estar ahí, me parecía extraño hacerlo sin él dentro.

—No pasa nada, puedo esperar aquí.

—Anda, no seas tonto, ¿cómo vas a esperar fuera con el frío que hace? —Se apartó a un lado e hizo un gesto con la mano para que entrara en la cálida casa, así que obedecí con timidez—. ¿Quieres un vaso de agua, algún refresco o lo que sea?

—No, estoy bien. Muchas gracias.

No me fijé mucho en la casa; estaba demasiado mareado mientras trataba de asimilar dónde me encontraba mientras entraba un poco en calor. Por suerte, la madre de Rubén me dejó mi espacio; tan solo se limitó a acompañarme sin hacerme preguntas ni tratar de sacar conversación de forma incómoda. Cuando llegamos a la puerta de la habitación, que tenía un cartel con el nombre de Rubén escrito con las letras de Star Wars, me hizo un gesto para que entrara. A través de la puerta de al lado oía el ruido del agua corriendo, haciendo que mi imaginación se disparara.

—Este chico es un desastre —murmuró su madre, observando la habitación con una mueca de desaprobación en el rostro, y después volvió a dirigir la mirada hacia mí—. ¿Seguro que no quieres nada, cariño?

«Quiero meterme en la ducha con tu hijo y besarle como si no hubiera un mañana».

—No, de verdad. Muchas gracias.

Ella asintió con la cabeza, se despidió con una sonrisa y me dejó allí, solo en un territorio desconocido. Lo primero que noté fue el olor: la habitación olía a él. No había estado lo suficientemente cerca de él en tantas ocasiones como para acostumbrarme a su aroma, pero los pocos ratos que estuvimos juntos en clase ya me habían bastado para que se quedara grabado en mi cerebro para siempre. Y allí, en su habitación, todo estaba impregnado con suavidad de ese olor, de modo que si cerraba los ojos casi podía imaginar que me estaba abrazando.

Su habitación habría sido el paraíso de cualquier friki. Tenía un televisor pequeño con la PlayStation 2, la GameCube y un montón de videojuegos perfectamente colocados en una estantería, tal vez la zona más ordenada de su habitación. También tenía una Game Boy Advance SP, como yo, y varios juegos de Pokémon. Me acerqué y vi que uno de ellos era la Edición Verde Hoja, cuando a mí me acababan de regalar la Rojo Fuego por Reyes, y sonreí al darme cuenta de que podríamos jugar juntos alguna vez. Encima del escritorio también había un ordenador, que estaba encendido. El salvapantallas era lo que parecían las estrellas de Star Wars cuando una nave se movía a toda velocidad.

No pretendía fisgonear, pero rocé el ratón sin querer y el salvapantallas desapareció para mostrar un reproductor de vídeo con un logo en forma de cono naranja. En la pantalla había dos personas que conocía muy bien: Piper y Phoebe Halliwell, dos de las Embrujadas. Sin embargo, no reconocía la escena. Además, Phoebe tenía el pelo más largo que en la anterior temporada, pero no tanto como en las anteriores… ¿Acaso sería un capítulo que me habría perdido? Me fijé en el nombre del archivo: «Charmed 7x06 - Once in a Blue Moon.mp4». No me sonaba el episodio, así que tenía que habérmelo perdido por fuerza. Y, si Rubén lo estaba viendo, tenía que haberlo buscado específicamente, y eso significaba…

Abrí mucho los ojos, emocionado al darme cuenta de que a él también le gustaba mi serie favorita de todos los tiempos.

Pero ya no podía tardar mucho y tampoco quería que me pillara cotilleando, así que me alejé del ordenador y me dirigí hacia la cama. Estaba deshecha, pero me senté sobre la parte que todavía seguía cubierta por la colcha. Me parecía demasiado íntimo sentarme sobre las sábanas. Allí era donde dormía, donde hacía… otras cosas. Era el lugar de la habitación donde más olía a él y, por un instante, sentí el deseo de meterme entre las sábanas, de abrazarme a la almohada y de imaginar que lo estaba abrazando a él. En lugar de eso, tan solo pasé la mano por las sábanas, preguntándome cómo sería tocar a Rubén del mismo modo que lo hacían ellas.

Eso hizo que mi cuerpo reaccionara de inmediato y, aunque apenas se notaba gracias a los vaqueros, no quería que Rubén se diera cuenta si llegaba de la ducha. Así pues, continué inspeccionando la habitación con la mirada. Me sonrojé ligeramente al darme cuenta de que había unos calzoncillos tirados por el suelo, pero preferí no detenerme en ellos y seguí mirando hacia delante, a una estantería llena de figuritas que había junto a la mesita de noche. Sonreí al darme cuenta de que se trataba de una colección de figuras de Star Wars, que ahora podía reconocer gracias al maratón que había hecho con Luis un par de días antes.

—Uy. Hola —dijo de repente una voz desde el otro lado de la habitación.

Me giré con rapidez. Era Rubén, que se encontraba en el umbral de la puerta. Estaba cubierto solo con una toalla, pero podía ver parte de su torso todavía húmedo. Me esforcé por pensar en Jabba el Hutt para sofocar la inevitable reacción de mi cuerpo, aunque solo funcionó en parte.

—¡Hola! —contesté, levantándome de la cama de golpe. Pero eso fue peor: los vaqueros camuflaban mejor estando sentado y, además, tampoco es que fuera a acercarme a él para saludarlo cuando estaba medio desnudo—. He llegado un poco pronto, lo siento. Me ha dicho tu madre que te esperara aquí… Espero que no te importe.

—Ah, no pasa nada. —Hubo una pausa incómoda en la que ninguno de los dos parecía saber qué decir—. Eh… Me tengo que cambiar y eso.

—Ah. Vale. —Una nueva pausa incómoda, y entonces comprendí lo que me estaba pidiendo en realidad—. ¡Ah! ¡Perdona! ¿Quieres que salga o…?

Mis ojos traicioneros se dirigieron hacia su toalla, pero me apresuré a apartar la mirada antes de que Rubén se diera cuenta. Quería mirar, pero no debía, no, no, no podía mirar.

—Tranquilo; no hace falta. —El corazón se me paró un instante ante la perspectiva de verlo desnudo. Aunque compartíamos vestuario en el instituto, los dos éramos de los que evitaban desnudarse delante de los demás, y yo concretamente no me había duchado jamás ahí. Noté un calor interno que comenzaba en mi vientre y después se extendía hacia arriba y sobre todo hacia abajo, mientras me preguntaba si debía quedarme ahí plantado, o si debería sentarme para disimular y hacer como que miraba la habitación—. Con que te des la vuelta me vale.

Pues claro; tendría que haber sido evidente. Por supuesto que no iba a dejar que me quedara mirándolo... ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo podía haber sido tan imbécil?

Me apresuré a volverme hacia la estantería de Star Wars, contento al menos de tener una excusa para esconder mis mejillas ruborizadas. Y no solo mis mejillas, porque la reacción de mi cuerpo era todavía mayor que antes. Pero, por alguna razón que yo no alcanzaba a comprender, Rubén tenía una figurita de Jabba el Hutt entre su colección, así que me concentré en ella y recé para que fuera suficiente.

—Bueno, pues ya estoy —dijo detrás de mí, más cerca de lo que esperaba.

Me di la vuelta de golpe y ahí estaba él, a apenas medio metro de distancia de donde yo me encontraba. Si fuéramos amigos, tal vez podríamos darnos la mano y así tendría una excusa para tocarlo. Tal vez hasta podríamos abrazarnos sin que resultara extraño. Sin embargo, la realidad era que no habíamos hablado siquiera hasta que nos tocó hacer el trabajo juntos, así que nos quedamos mirándonos durante unos segundos, inmóviles, sin saber muy bien qué decir. Se había puesto un chándal que se ajustaba a su figura y la tentación de bajar la mirada era demasiado grande, pero sabía que no podía hacerlo.

—Guay —contesté al fin, sintiéndome como un imbécil.

—¿Empezamos? —sugirió, dirigiéndose hacia el escritorio.

Me di cuenta de que ya había una segunda silla frente al ordenador, y sonreí a sus espaldas al imaginármelo mientras la dejaba ahí para mí antes de irse a la ducha. Mientras me sentaba, Rubén movió el ratón y el salvapantallas de las estrellitas de Star Wars se desvaneció, mostrando otra vez la imagen de Embrujadas. Él se apresuró a cerrar el reproductor, como si le avergonzaba que pudiera fijarme en lo que estaba viendo.

—Oye —me atreví a decir—. ¿Estabas viendo Embrujadas?

Me di cuenta de que se ponía un poco rojo.

—Eh. Sí. —Tragó saliva de forma audible y enrojeció un poco más—. No es que me guste. Es solo que…

—Es mi serie favorita —le corté antes de que tuviera que inventarse alguna mentira.

—¿En serio? —respondió, y su expresión dio paso de repente a una enorme sonrisa—. ¡La mía también! ¿Cuál de ellas es tu preferida?

—Phoebe —contesté sin dudar—. ¿Y la tuya?

—Piper. Aunque Phoebe también me gusta. —Me miró con un entusiasmo evidente—. ¿Estás viendo los capítulos nuevos?

—No sabía que había nuevos —admití—. ¿Desde cuándo los echan?

—Ah, es que en España todavía no está la nueva temporada. Yo me los descargo por Internet y los veo subtitulados.

Todo un mundo de posibilidades se abrió ante mí después de oír sus palabras. Siempre tenía que esperar muchos meses desde que acababan de emitir una temporada hasta que empezaba la siguiente, así que la idea de poder descargar los episodios y verlos al mismo tiempo que se emitían en Estados Unidos me parecía algo surrealista.

—¿Y te faltaba mucho para terminarte el capítulo? —pregunté con timidez.

—Cinco minutos o así; lo paré antes de que acabara porque se me había echado la hora encima. —Hizo una pausa y sonrió—. Justo me estaba viendo de nuevo los capítulos que llevan de esta temporada, porque han hecho un parón por Navidad y mañana salen los nuevos, así que quería refrescarme un poco la memoria. Si quieres pongo la temporada desde el principio y la vemos juntos.

Abrí mucho los ojos ante la propuesta.

—¿En serio?

—¡Claro! Si total, siempre me veo los capítulos cuatro o cinco veces hasta que sale el siguiente.

—Bueno, por mí, guay. Tenía muchas ganas de ver los nuevos.

—¡Genial! —contesta sonriente y cierra el archivo—. Cuando sigan con la temporada podríamos ir viendo los capítulos cada semana. Total, como vamos a tener que quedar bastante para terminar el proyecto…

No me podía creer siquiera la suerte que estaba teniendo.

—Pues me mola la idea. —Me di cuenta de que me había puesto rojo, así que traté de pensar en alguna excusa para disimular—. ¡Por cierto! He traído galletas. —Me levanté para coger mi mochila y saqué el táper que había llevado, repleto de las galletas que mejor habían salido. La forma fallaba un poco, pero suponía que sería cuestión de práctica. Abrí el táper y se lo tendí, un tanto nervioso—. Prueba una, a ver qué te parecen.

Él escogió una de ellas y le dio un mordisquito, dudoso. Después, se metió la galleta entera en la boca y comenzó a masticar, disfrutando claramente.

—¡Está buenísima! —dijo, todavía con la boca llena—. ¿De dónde son?

—Las he hecho yo —admití, sintiéndome algo avergonzado sin saber muy bien por qué.

Rubén abrió mucho los ojos con cierta incredulidad.

—¡Qué dices! ¿En serio? —Asentí con la cabeza mientras las mejillas me ardían cada vez más—. Buah, ¡te han quedado buenísimas! ¿Puedo coger otra?

Asentí con la cabeza, feliz por su entusiasmo.

—Claro. Las he traído para los dos.

Y también las había hecho expresamente para él, aunque eso no se lo dije.

Volví a ocupar mi asiento y dejé las galletas entre ambos. Rubén cogió una sin mirar, con la otra mano sobre el ratón mientras miraba fijamente a la pantalla. Y, sin decir más, puso el capítulo desde el principio y comenzamos a verlo, engullendo una galleta tras otra hasta que solo quedaron las migas.

Ese día no avanzamos nada en el trabajo, pero el cosquilleo que sentía en la boca del estómago al estar tan cerca de él era todavía mejor que todas las galletas del mundo.

Lo que nunca fuimos

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