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Lunes, 10 de enero de 2005

Nunca fui capaz de decidir si me gustaba ser «el nuevo» o si lo odiaba con todo mi ser.

Como todo, tenía su parte positiva, pero también su parte negativa. La parte positiva era que podía empezar de cero en un lugar donde nadie me conocía, lleno de posibilidades y de posibles futuros. Un lugar donde podía ser quien quisiera ser, sin que nadie tuviera una imagen ya fijada de mí tras toda una vida compartiendo aulas, pasillos y recreos. Y, si nadie se fijaba en mí, nadie podría averiguar mi secreto.

La parte negativa era que allí no tenía amigos, pues había llegado nuevo ese curso al instituto y prácticamente no conocía a nadie. Tenía una amiga, en singular, pero no tenía amigos, en plural. Nadie me incluía en los planes. Nadie me contaba qué tal le había ido en algún examen, ni me pedía los apuntes o los deberes. Mi compañero de pupitre ni siquiera me pedía la goma cuando la necesitaba; prefería levantarse a pedírselo a algún amigo que probablemente conociera desde hacía años.

Pero, en mi mente, la parte positiva compensaba todo lo demás.

Solo una persona se había acercado a mí el primer día de clase: Natalia, una chica de largo pelo castaño y lacio que se sentaba justo detrás de mí. Por su aspecto y su madurez al hablar me pareció que era mayor; tal vez había repetido un curso. Lo primero que hizo cuando acabó la presentación fue acercarse a mí. Se presentó y, desde entonces, nos volvimos inseparables. No solo se convirtió en una amiga, sino también, gracias a su madurez, en una especie de hermana mayor.

Pero ese día, el primero después de las vacaciones de Navidad, no había venido a clase. Y, cuando solo tenías una única amiga, eso podía llegar a ser un problema.

—Hoy vamos a empezar un proyecto audiovisual para el resto del trimestre —dijo la profesora de Inglés—. Va a ser por parejas, así que id eligiendo mientras saco las fotocopias de la carpeta.

La clase se llenó del ruido de sillas arrastrándose y deportivas chirriando en el suelo. Yo me quedé donde estaba; tenía claro quién sería mi pareja. Me incliné sobre el cuaderno y me dediqué a hacer garabatos mientras esperaba a que los demás terminaran de buscar a sus compañeros.

—Hola —dijo de repente una voz masculina que conocía muy bien, sobresaltándome—. Dice la profe que me ponga contigo.

No tenía que levantar la mirada para ver de quién se trataba, pero lo hice de todos modos. Algo regordete y de mejillas sonrosadas, con el pelo oscuro y rizado y unos grandes ojos castaños. Ya me había fijado en él, claro; me había pasado todo el trimestre anterior mirándolo. Sin embargo, aquella era la primera vez que lo tenía tan cerca y, por supuesto, la primera vez que hablábamos. A tan poca distancia hasta podía ver algunas pecas en su nariz en las que jamás me había fijado, y me parecía todavía más mono por ello.

Y me daba rabia pensar eso.

—Eh… Soy Rubén, por cierto —añadió, claramente incómodo.

Por supuesto, yo ya lo sabía. Aunque tampoco podía esperar que él supiera mi nombre, así que supuse que sería mejor que me presentara.

—Yo soy Eric. Pero ya tengo pareja. —Rubén miró a mi alrededor, sorprendido—. Me voy a poner con Nati, ya haré yo su parte hoy.

Se encogió de hombros.

—Pues no sé, díselo a la profe. A mí me ha dicho que me ponga contigo.

Y eso es lo que hice. Por alguna razón me estaban comenzando a arder las mejillas, así que me apresuré a levantarme de mi pupitre para ir hacia el escritorio de la profesora. Levantó la mirada de sus papeles cuando vio que me acercaba y me miró con una sonrisa.

—Oye, profe —murmuré, cohibido—. ¿No podría ponerme con Natalia? No me importa hacer su parte de hoy.

Ella negó con la cabeza.

—No, ya le he dicho a Rubén que se ponga contigo.

—Pero entonces Natalia se quedará sin pareja —argumenté, esperando que con eso bastara—. Somos impares en clase.

—No te preocupes; cuando vuelva, que se incorpore a otro grupo. Tú vete con Rubén.

—Es que… —comencé, pero ella me interrumpió antes de que pudiera protestar.

—Eric, necesitas socializar un poco con el resto de la clase. Haz el proyecto con Rubén, ¿vale?

—Pero…

—Nada de peros. Vas a hacer el proyecto con Rubén —insistió, tajante.

—Está bien —contesté al fin, resignado.

No quería hacer el trabajo con él. Cualquiera en mi lugar se habría alegrado de tener una excusa de pasar horas con el chico que le gustaba, pero aquel no era mi caso. Si yo hubiera sido una chica, o si él lo fuera, habría sido más fácil. No me lo habría pensado dos veces, y probablemente hasta habría aprovechado la situación a mi favor. Pero las cosas no eran tan fáciles. Aunque me gustara, prefería permanecer alejado de él, seguir admirándolo desde la distancia sin acercarme más de lo necesario, tal como había hecho durante todo el primer trimestre. No sabía si me daba más miedo el rechazo o lo que pudiera pasar si no había tal rechazo.

Y tampoco sabía que aquel trabajo iba a cambiar por completo mi vida durante ese curso.

Apenas avanzamos durante el resto de la hora. No solo porque habíamos empezado tarde, ni tampoco porque me quedé mirándolo cuando tenía que estar leyendo las fotocopias con las explicaciones para hacer el proyecto. No, el verdadero problema fue que no éramos capaces de elegir un tema.

—A ver, ¿qué películas te gustan? —me preguntó después de que hubiéramos descartado las series y los videojuegos tras no encontrar nada en común.

Pero tampoco le quise decir la verdad, al igual que había escondido mi amor por Embrujadas y por Pokémon cuando me había preguntado por series o videojuegos. La verdadera respuesta habría sido Harry Potter; en esa época, estaba completamente obsesionado con las películas. El problema era que en clase se reían mucho de Harry Potter, al que llamaban jocosamente por nombres absurdos como Harry Petas o Harry el Porretas. Al igual que se reían de Embrujadas por ser una mariconada y de Pokémon por ser para críos… Justo las tres cosas que más me gustaban.

Durante ese curso teníamos entre catorce y quince años, así que estábamos en esa edad incómoda en la que renegábamos de las cosas que nos gustaban en la infancia. Veíamos películas de Disney, pero no se lo decíamos a nadie. Jugábamos a Pokémon, pero lo ocultábamos para no parecer críos. Íbamos a ver las películas de Harry Potter, pero disimulábamos cuando nos encontrábamos en el cine. En mi caso, ese mismo año me habían regalado por Navidad el DVD de Harry Potter y el prisionero de Azkaban y, por Reyes, la Edición Rojo Fuego de Pokémon. Pero no se me habría ocurrido mencionar la película en clase, al igual que tampoco se me habría ocurrido llevar la consola al instituto como sí que había hecho con las primeras ediciones en el anterior colegio.

—Pues… No sé. —Me esforcé por pensar películas que parecieran más adultas y mencioné los primeros títulos que se me pasaron por la cabeza, películas que conocía por mi hermano pero nunca me había molestado en ver—. Matrix, El Señor de los Anillos… Star Wars. Esas cosas, ya sabes.

De repente, su rostro se iluminó.

—¡¿Qué dices?! ¡Me flipa Star Wars! ¿Cuál es tu favorita?

«Mierda. Me va a pillar».

—No sé, es difícil elegir —me apresuré a mentir—. La primera, supongo.

—¿De cuáles? ¿De las originales o de las precuelas?

—¿Qué?

—Sí, ya sabes. ¿La primera de las antiguas o de las nuevas?

—Eh. ¿De las nuevas?

En realidad, no tenía la menor idea de lo que me estaba preguntando. Me di cuenta de que le había dado la respuesta equivocada al ver su ceño fruncido, pero ya era tarde.

—¿En serio? —preguntó extrañado—. ¿Tu favorita de la saga es La amenaza fantasma?

—Bueno, a ver. —Me estrujé el cerebro, tratando de encontrar una salida convincente—. Yo tampoco diría que es mi favorita. Es que me gustan todas.

Eso ya pareció tranquilizarlo un poco más.

—Entonces, ¿te parece si hacemos el trabajo sobre Star Wars? —me propuso entusiasmado—. Siendo algo que nos gusta a los dos, va a estar chupado.

No sabía en qué jardín me estaba metiendo, pero ya me había quedado sin opciones.

—Me parece bien.

En ese momento, la profesora pidió silencio para hablar.

—Quedan menos de cinco minutos de clase, así que podéis ir recogiendo las cosas. El miércoles quiero que me contéis el tema que habéis elegido para que os dé el visto bueno.

El empollón oficial de la clase, Rafa, levantó la mano, y la profesora le dio la palabra.

—¿Para cuándo es el trabajo?

—El proyecto será para hacerlo durante todo el trimestre. La última semana antes de las vacaciones de Semana Santa la vamos a dedicar a las exposiciones orales.

—¿Vamos a hacer todo el trabajo en clase? —preguntó Rafa, apuntando lo que sin duda debía de ser la fecha en su agenda—. Porque si necesitamos ordenadores o lo que sea…

—No, también tenemos que avanzar materia —le recordó la profesora—. Vamos a dedicar un día a la semana para trabajar en el proyecto, pero la mayor parte tendréis que hacerla en vuestras casas o en la biblioteca.

Tragué saliva. ¿En serio iba a tener que quedar con Rubén fuera de clase para hacer el trabajo? Si me lo hubieran dicho aquel mismo día al levantarme de la cama, no me lo habría creído.

—Podrías venirte a mi casa un día de estos —sugirió Rubén mientras recogía sus cosas, y las palabras hicieron que el corazón se me detuviera por un instante—. Si quieres. Así podemos ver alguna de las pelis y empezar con el trabajo.

Tragué saliva varias veces más antes de contestar, tratando de deshacerme del molesto nudo que sentía en la garganta.

—Vale.

A esas alturas, ya no podía dar marcha atrás. Sin embargo, la perspectiva de ir a su casa me emocionaba y aterrorizaba a partes iguales.

Lo que nunca fuimos

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