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Capítulo 1
ОглавлениеEmpezar un nuevo trabajo siempre da miedo.
Es curioso que nunca te hablen de ello en el instituto, o ni siquiera en la universidad, cuando se supone que te están preparando para la vida laboral. Siempre se centran en que hay que estar preparados a un nivel académico. Bien formados y, a ser posible, que no falten los títulos. Como mucho nos decían que tenemos que ser formales, aseados y puntuales. Que es importante dar una buena impresión, especialmente el primer día. Hubo un profesor de la universidad que hasta nos dio algunas pautas para hacer un currículum decente, aunque él era una rara avis.
Pero ninguno te hablaba de la noche sin dormir antes de incorporarte a tu nuevo trabajo. De los nervios en el estómago al despertar por la mañana. De la tensión cuando vas hacia allí, sin saber qué es lo que te vas a encontrar. Empezar en un trabajo nuevo se parece mucho a empezar en un instituto nuevo, y eso es algo con lo que tengo cierta experiencia.
Y lo peor es que, cuando eres gay, vas con un miedo añadido del que se habla poco. Nunca sabes qué van a pensar de ti tu jefe o tus compañeros. Si se imaginarán lo que eres, o si les molestará cuando lo descubran. Nunca sabes qué ideología va a tener la gente que trabaje contigo. En cualquier momento puedes oír cualquier comentario hiriente, aunque sea malintencionado. Tampoco sería la primera vez que me pasa, y desde luego no es algo a lo que te acostumbres.
Recuerdo cuando estuve dando clases de inglés para pagarme mis gastos mientras iba a la universidad. Parecían una familia normal y corriente. Lucas era un chaval de doce años, más simpático y agradable que otros alumnos que había tenido. También era buen estudiante y se esforzaba en los estudios como el que más, pero un día pinchó y suspendió un examen. Cuando me lo contó, noté que se le saltaban las lágrimas, hasta que al final acabó llorando. No podía culparlo; después de todo, tenía constancia de que había estudiado y él mismo estaba decepcionado. Sabía bien cómo debía de sentirse, así que traté de consolarlo y ofrecerle las palabras de ánimo que necesitaba en ese momento. Fue entonces cuando entró su padre y se lo quedó mirando mientras lloraba.
—No seas maricón —le dijo.
Tres palabras. Tres simples palabras que derrumbaron todo lo que había estado construyendo desde mi adolescencia, que apenas acababa de dejar atrás. Por un momento, me llenó de pánico pensar que me lo decía a mí, que me había descubierto de algún modo. Pero entonces me di cuenta de que se lo decía a su propio hijo, y eso era todavía peor. Me pregunté qué habría pasado si mi propio padre me hubiera dicho algo así unos años antes. Probablemente me habría destrozado, pero al menos yo tuve suerte con mi familia. Y, después, me pregunté qué pasaría si ese chaval fuera gay en secreto, tal como lo había sido yo apenas unos años antes. Tal como, en realidad, lo seguía siendo cada vez que conocía a alguien.
Es curioso que la gente hable de salir del armario como si fuera un momento único en el tiempo, porque en realidad te pasas toda la vida haciéndolo.
La segunda vez que me ocurrió fue un par de años más tarde, poco después de independizarme y cambiar de ciudad. Estaba trabajando en una cafetería para poder pagar el piso mientras encontraba algo de lo mío, y no había tardado en hacer migas con mis compañeros. Todos tenían más o menos mi edad; se trataba de gente maja con la que había conectado enseguida, algo poco habitual en mí, que siempre tenía problemas para relacionarme.
Una tarde me había tocado cerrar con uno de mis compañeros, un chico rubio con el que me llevaba bastante bien. Mientras yo estaba haciendo la caja y él ponía el lavavajillas, sonó mi móvil, que ya había encendido tras terminar el turno. El tono de llamada era Applause, de Lady Gaga, el último single de mi cantante favorita. Me apresuré a cortar la llamada, pero él oyó la canción de todos modos.
—Vaya mariconada de canción, tío —dijo entre risas.
Se me encendieron las mejillas al instante y di las gracias en silencio por tener la caja como excusa para no contestar. Y, a partir de ese momento, las cosas cambiaron un poco en ese trabajo. Ya no me sentía tan libre cuando me tocaba hacer el turno con él; estaba constantemente controlando mi voz y mis gestos para no delatarme.
Poco después, por suerte, comencé a escribir sobre música para una revista de cultura que me permite trabajar desde casa. El ambiente dentro del grupo de trabajo no podría ser más amigable y más abierto, y casi me da pena que no haya una redacción física donde pueda tener un contacto más directo con mis compañeros. Luego pienso que eso es precisamente lo que me permite no madrugar y se me pasa, claro.
Pero hoy comienzo a trabajar en un colegio. No como profesor de verdad, sino como monitor de inglés en las actividades extraescolares. Las cosas no van tan bien como antes en la revista y no son buenos tiempos para ser autónomo, así que necesitaba urgentemente unos ingresos extra después de unos meses bastante complicados. Y, al recordar mi etapa universitaria dando clases, me ha parecido la opción perfecta. Después de todo, uno de mis intereses siempre fue la enseñanza, aunque al final acabara ganando mi pasión por el periodismo.
Al ser el primer día, tenemos que estar en el colegio a las dos en punto, una hora antes de la que empezaremos normalmente. He venido bien peinado, vestido con mi mejor camisa y unos pantalones que he planchado por primera vez en mi vida, y con todos mis nervios bajo el brazo. No nos contrata el propio colegio, sino una empresa externa, y nos han citado a una reunión para explicarnos todo lo que necesitamos saber antes de empezar. La plataforma informática donde encontraremos todo el material, las listas de asistencia que tendremos que rellenar cada día, las normas que hay que seguir… Es demasiada información, pero me esfuerzo al máximo por absorberlo todo.
Tras la reunión, todos los monitores de inglés nos reunimos con la coordinadora, una chica morena que se llama Martina. Es joven; tal vez un par de años mayor que yo. Pero está seria, muy seria, y su expresión me deja claro que no se va a convertir en una amiga en ningún futuro cercano. De hecho, me basta un primer vistazo para saber que es un poco borde.
—Hay que llegar al cole todos los días a las tres menos cinco como muy tarde. Tenéis que estar en vuestras aulas a las tres en punto para recoger a los niños. La profe no se puede quedar esperando, así que no tardéis. —Nos lanza una seria mirada de advertencia a cada uno antes de continuar—: Y tened en cuenta que en cada clase hay niños que van a actividades distintas, así que os tenéis que asegurar de que tengáis a todos los vuestros. La profe suele entregar cada niño a su monitor, pero siempre se puede despistar y tenéis que estar atentos. ¿Habéis entrado ya en la plataforma online para descargar la lista de matriculados?
Todas asienten con la cabeza. Todas menos yo, claro.
—Eh… No sabía que había que descargar la lista.
Martina me mira con el ceño fruncido. No llevo ni cinco minutos y ya la he cagado.
—Pues muy mal —responde tajante, dejándome descolocado por un momento—. Ábrela ya en el móvil, que la profe no tiene por qué adivinar cuáles son los que te tocan a ti.
Enrojezco hasta la raíz del pelo mientras saco el móvil de mi bolsillo para entrar en la plataforma online. Sí, sin duda, me ha tocado una coordinadora borde. Y, tal como suele ser esta gente, no me extrañaría que me haya cruzado ya. Por suerte, no tardo más que unos segundos en encontrar la lista. Cuando levanto la mirada, mis ojos se cruzan con los de otra de las monitoras… Porque, sí, aquí son todas chicas menos yo. Pero no hay hostilidad en su mirada y, cuando ve que la estoy mirando, me dirige una sonrisa de ánimo.
—Eric —dice Martina, sobresaltándome un poco—. Tú eres el nuevo, así que todavía no conoces el cole. —Mira a la chica que me ha sonreído—. Que Clara te acompañe y así ves cómo se llega, yo no tengo tiempo de ir contigo.
—Va… Vale —balbuceo.
—Y apréndete bien el camino, que el jueves vas a tener que ir tú solo.
¿En serio es necesario que sea tan borde?
—Vale —repito, sintiéndome cada vez más estúpido.
A continuación, Martina da por terminada la charla y todas se van cada una por su lado. Yo me quedo ahí plantado, con Clara, deseando que me trague la tierra. Está claro que mi primer día no podía haber empezado peor, pero al menos ya me he enfrentado a lo más duro. Al menos, eso es lo que creo, porque todavía no he conocido a los niños. Aunque dudo que sean peores que Martina.
—Eric, ¿verdad? —me pregunta con una sonrisa, y yo asiento con la cabeza—. No le hagas mucho caso a Martina; está un poco amargada. Siempre es así de borde al principio, pero ya la irás conociendo.
Me echo a reír sin poder evitarlo. Al menos, sus palabras alivian un poco la tensión que siento.
—Bueno, al menos tú pareces maja.
—Eso dicen —contesta entre risas, y se pasa el pelo rubio por detrás de los hombros—. ¿Cuál es tu clase?
—Primero… —Saco el móvil para asegurarme—. Primero B.
—¡Ah, es la clase de Rubén! Vente, es por aquí —Echa a caminar hacia un pasillo hacia mi izquierda—. Es muy majo, yo tenía a sus niños del curso pasado.
—Pues mira, al menos ya van dos personas majas en este colegio.
Vuelve a reír.
—Sí, de los profes de primaria él es el más simpático. Y también es el más guapo, aunque me imagino que eso a ti no te importa.
Ay, si tú supieras…
Compruebo de nuevo la lista de mis niños. Solo tengo cinco, así que supongo que no será difícil aprenderme sus nombres. Y, con suerte, tampoco perderé a ninguno. Repaso los nombres en mi cabeza: Gabriel, Nora, Marta, Fayna y Elías. Tres niñas y dos niños. No debería ser demasiado difícil, ¿verdad? Espero no tardar mucho en aprendérmelos, aunque asociarlos a sus caras igual ya me cuesta un poco más.
—Bueno, pues aquí es —dice Clara, deteniéndose frente a una puerta llena de recortes de cartulina y dibujos mal pintados que me hacen sonreír. A continuación, señala otra aula al fondo del pasillo—. Y ahí es donde tienes que ir a dar la clase después de recoger a tus niños.
—¡Vale! Gracias por acompañarme —respondo con absoluta sinceridad.
—¿Quieres que venga a por ti cuando terminemos? Me pilla de camino.
—Eh… Sí, claro.
—¡Genial! Pues me voy ya a mi clase que no llego, ¿vale? Luego nos vemos.
Me quedo mirando la puerta sin saber muy bien qué hacer. ¿Debería llamar? ¿O esperar a que salga el profesor? Después de todo, todavía no ha sonado el timbre siquiera. ¿No me habré equivocado de clase? Compruebo el móvil una vez más y veo que no: todos mis niños son de Primero B. Estoy a punto de llamar a la puerta cuando escucho una voz detrás de mí.
—Es tu primer día, ¿verdad? —Me doy la vuelta y veo a una chica atlética en chándal, probablemente la monitora de alguna actividad deportiva. Asiento tímidamente con la cabeza. En serio, ¿de verdad se me nota tanto que soy el nuevo? Es como volver al instituto otra vez—. No te preocupes, Rubén abrirá la puerta cuando acabe.
—Va… Vale, gracias.
Estoy enrojeciendo de nuevo, así que me alejo de la puerta y me apoyo contra la pared. Cierro los ojos y suelto un suspiro. Espero que la cosa mejore, porque si no esto va a ser un verdadero desastre. Y lo peor es que todavía no ha hecho más que empezar.
La puerta se abre apenas un minuto después. La monitora entra en la clase, así que espero mientras la oigo hablar desde fuera y saludar a los niños con entusiasmo.
—¡Te toca! —dice con una sonrisa al salir unos momentos después. Se despide de mí con la mano, seguida de una docena de niños eufóricos. Está claro que el inglés no es la actividad más popular, precisamente, porque yo no tengo ni la mitad—. Que vaya bien.
—¡Gracias! —respondo, feliz de haberme encontrado a otra persona simpática.
Me acerco a la puerta, revisando la lista de nombres una vez más para que parezca que me he aprendido los nombres.
—¡Hola! Soy Eric, el monitor de inglés.
—¡Un segundo! —contesta el tal Rubén, que se encuentra girado a noventa grados de mí, de modo que no puedo verle bien la cara. Está consultando una lista que hay colgada en la pared—. Tengo que comprobar quiénes se van contigo a Inglés y a quiénes los recogen sus padres, si me das un momento…
—Eh… Sí, claro.
Rubén termina de consultar la lista y se dirige al resto de niños, que están todos en fila y esperando, obedientes.
—Vale, venid conmigo los que yo os diga. Los demás os quedáis en la fila. Marta, Fayna, Gabriel, Nora y Elías. Os toca ir a Inglés.
Y, entonces, se gira hacia mí con una sonrisa en los labios. Y yo no puedo evitar quedarme boquiabierto al verle la cara. Una cara que, a pesar de los años que han pasado, todavía conozco muy bien.
No es un Rubén cualquiera.
El Rubén que tengo delante fue el primer amor de mi adolescencia. El chico del que me pasé todo el curso colgado, el chico que me hacía suspirar y que, durante mucho tiempo, también me hizo llorar. Un chico al que llevaba más de catorce años sin ver.
Rubén fue mi primer amor, pero también fue el primer chico que me rompió el corazón.
Y, aunque logré superarlo, verlo es como si volviera a tener quince años. Como si me hubiera roto el corazón otra vez.