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1.2. Edad Media

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Poco a poco, pues, el ámbito de las instituciones religiosas se convierte en el principal (y prácticamente único) contexto receptor y transmisor de la literatura de la Antigüedad y en el primordial foco productor de nuevas obras, de inspiración religiosa, moralizante y didáctica en su mayor parte. La recepción de la literatura adquiere una función utilitaria, subordinada a la adquisición de conocimientos lingüísticos, morales y espirituales. Se reduce el número y la gama de obras que se consumen. La progresiva evolución del latín y su diversificación en los distintos vernáculos determinan también en buena medida los procesos receptivos, que, al parecer, adquieren modalidades un tanto diferentes en función del sustrato lingüístico de cada zona. En efecto, como señala Walter Ong (1984: 6), llega un momento en que el latín se convierte en una lengua básicamente textualizada, que se hablaba sólo después del aprendizaje de su escritura.

De forma muy general, las modalidades en que se produce la recepción literaria a lo largo de la Edad Media Latina han sido divididas en dos grandes etapas (Petrucci 1999: 183-96; Cavallo y Chartier 1998: 30-34; Parkes 1998; Hamesse 1998). En la Alta Edad Media se practicaba una forma de recepción de lo escrito pausada y lenta, meditada, rumiada. Se accede a pocas obras, que se consumen de cabo a rabo una y otra vez. A partir de finales del siglo XI y, sobre todo, del XII, con el proto-escolasticismo y el escolasticismo, se pasa a una recepción de un número mayor de obras, pero de forma más fragmentaria y rápida, con menos tiempo para la asimilación, un tipo de recepción que se consolidará a lo largo de los siglos XIII y XIV. La vista cobra cada vez más importancia, aunque sin descartar nunca al oído, y se favorece un acceso en diagonal a los textos.

Para la Alta Edad Media, Armando Petrucci (1999: 184) distingue tres tipos posibles de recepción en los centros religiosos: la lectura privada en silencio; la lectura privada en voz baja, susurrando las palabras, base de la ruminatio meditativa, de la manducatio de la palabra; y la recepción grupal auditiva a través de la difusión de los textos mediante una lectura en voz alta por parte de un lector (en el refectorio, en la celebración de los oficios divinos y, quizá, en las escuelas monásticas).

En cuanto a la primera forma de recepción, la lectura ocular en silencio, hemos visto que ya debía de existir en la Antigüedad, pero que su práctica no parece haber sido muy corriente. Lo mismo podría decirse del período inmediatamente posterior. Así, el ejemplo al que se vuelve una y otra vez resulta problemático. San Agustín (354-430), en sus Confesiones (VI, 3), señala que San Ambrosio «rumiaba» (ruminaret) el pan de Cristo «con la boca interior de su corazón» (occultum os eius, quod erat in corde eius).19 En el escaso tiempo libre que le dejaban sus ocupaciones, Ambrosio, obispo de Milán, se retiraba a sus dependencias privadas, que siempre dejaba abiertas, donde

se dedicaba a reparar el cuerpo con el sustento necesario o el alma con la lectura (lectione). Cuando leía, sin pronunciar palabra ni mover la lengua, pasaba sus ojos sobre las páginas, y su inteligencia penetraba en su sentido (cum legebat, oculi ducebantur per paginas et cor intellectum rimabatur, vox autem et lingua quiescebant) [...]. Cuando yo entraba a menudo a verle, le hallaba leyendo en silencio, pues nunca lo hacía en voz alta (eum legentem vidimus tacite et aliter numquam). Me sentaba a su lado sin hacer ruido —pues ¿quién se atrevería a molestar a un hombre tan absorto?— y pasado un tiempo me marchaba [...]. Sospecho que leía así por si alguno de los oyentes, suspenso y atento (auditore suspenso et intento) a la lectura, hallaba algún pasaje oscuro en el libro que leía (ille quem legeret), exigiéndole que se lo explicara (exponere) u obligándole a exponer (dissertare) las cuestiones más difíciles [...]. Aunque quizá la razón más fuerte para leer en voz baja era la conservación de su voz (causa servandae vocis [...] poterat esse iustior tacite legendi), pues se ponía ronco con suma facilidad. Cualesquiera que fueran sus razones, ciertamente eran buenas. (Traducción española, en Rodríguez de Santidrián (ed.) 1990: 144-45; interpolaciones latinas entre paréntesis, en Simonetti et al. (eds.) 1993, II: 96)

El pasaje ofrece más de un problema interpretativo. Parece evidente que San Agustín se admira ante la práctica de San Ambrosio (a la que se llama lectio), no tanto (Carruthers 1990: 171 y 330) por lo inusitada, como por el hecho de que el obispo de Milán leyera siempre de esa manera.20 Además, también es claro que alaba las ventajas de tal práctica, pues permitía a San Ambrosio abstraerse de todo lo que le rodeaba (que era mucho) y escudriñar interiormente y sin distracción el contenido del mensaje. Sin embargo, dudo que aquí se esté aludiendo a una lectura puramente silenciosa, como la que hoy en día practicaría «un lector que estuviera sentado con un libro en un café frente a la iglesia de San Ambrosio en Milán, leyendo, tal vez, las Confesiones de san Agustín» (Manguel 2001: 68-69).21 La versión española traduce tacite legere ora como ‘leer en silencio’, ora como ‘leer en voz baja’; y vox et lingua quiescebant se interpreta como ‘sin pronunciar palabra y sin mover la lengua’, cuando podría querer decir, simplemente, que la voz y la lengua de San Ambrosio reposaban, sin que sea necesario suponer un enmudecimiento total. Lo único que el texto de San Agustín implica es que los que se encontraban alrededor de Ambrosio no podían entender lo que éste decía, no que leyera en absoluto silencio. En este sentido, Jorge Luis Borges ya vio que de lo que se está hablando aquí es del «arte de leer en voz baja» (1976: 112), aunque, a la luz de los datos aportados arriba, exagerara diciendo que San Ambrosio fue el primero en practicarlo y romantizara mucho las implicaciones posteriores de esta práctica. Como señala Carruthers (1990: 171), en este pasaje se distingue entre una actividad emisora, la pronuntiatio (la lectura en voz alta del oficiante religioso, del maestro o de quien ostenta el conocimiento a uno o más oyentes, que pueden hacer preguntas); y otra receptora, la meditatio personal, interior, que es la que practica San Ambrosio. El hecho de que se pronunciaran o no las palabras no parece excesivamente significativo, pues, al fin y al cabo, incluso hoy en día, en la práctica de la lectura silenciosa, se produce un movimiento de las cuerdas vocales (Chaytor 1945: 6; McLuhan 1993: 136).22 Sí es llamativo, no obstante, el enorme grado de concentración que supone lo que está haciendo San Ambrosio, concentración que le permite captar el significado último del texto escrito y que, como veremos, al parecer resultaba difícil de alcanzar.

Una distinción semejante entre lectura como proceso receptor privado y como actividad emisora ante una comunidad queda establecida de modo explícito un poco más tarde por Casiodoro (h. 490-583), fundador de Vivarium. Como indica Petrucci (1999: 184), en su «Prefacio» a De institutione divinarum litterarum Casiodoro establece una diferencia entre la sedula lectio y la simplicissima lectio (ed. Migne 1995, 70: 1109). La primera actividad receptora es intensiva, interior y privada (solitaria o realizada con la ayuda de unos pocos colaboradores), y permite atravesar inmediatamente el sentido de los textos. La segunda es más bien una actividad de emisión vocal y de recepción acústica grupal, apropiada para los monjes menos cultivados.

En este sentido, Malcolm Parkes (1998: 137) señala cómo la hermenéutica de la recepción del texto escrito en la Alta Edad Media seguía la de la Antigüedad y abarcaba la lectio o desciframiento del texto (discretio) mediante el análisis de sus componentes gramaticales para poder leerlo en voz alta (pronuntiatio); la emendatio o corrección del texto; la enarratio o análisis de sus características retórico-literarias y semánticas; y el iudicium o valoración de sus cualidades estéticas y de contenido. La habilidad de San Ambrosio, de San Agustín y de Casiodoro parece haber consistido en poder realizar todo este complejo proceso de forma fluida, acortando así el largo camino que va del texto escrito a la mente, un camino que, típicamente, había de entrar por los ojos o los oídos, salir por la boca y volver a entrar por el oído repetidas veces hasta ir quedando fijado en el intelecto. San Isidoro de Sevilla (h. 562-636) muestra ya una conciencia de la autonomía entre la palabra escrita y la hablada, al considerar las propias letras como símbolos de las cosas (Parkes 1993: 20-23 y 1998: 143), un requisito previo para que se produzca la conexión entre escritura y mente indispensable para un acceso más rápido a los textos (requisito que ya encontrábamos en la Grecia del siglo IV a. de C. en la adivinanza de Antífanes aludida en el apartado anterior). Así, San Isidoro señala:

litterae autem sunt indices rerum, signa verborum, quibus tanta vis est, ut nobis dicta absentium sine voce loquantur. [Verba enim per oculos non per aures introducunt]. (Etimologías I, 3, 1; ed. Oroz Reta et al. 1982-83, I: 278)23

La Regla de San Benito (h. 540) pone también de relieve una distinción entre un tipo colectivo de emisión vocal y de recepción puramente acústica de los textos religiosos (en el refectorio, en los oficios divinos), por un lado, y la práctica de la lectura privada, que debía hacerse de forma absolutamente individual, pero que, de lo que puede deducirse, suponía vocalización. Así, en el capítulo 48, se señala que los hermanos deben ocuparse todos los días durante cierto tiempo en labore manuum y en lectione divina. Desde Pascua hasta el primero de octubre se determina que los monjes:

ab hora autem quarta usque hora qua sextam agent lectioni vacent. Post sextam autem surgentes a mensa pausent in lecta sua cum omni silentio, aut forte qui voluerit legere sibi sic legat, ut alium non inquietet. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229)

Desde el primero de octubre hasta la Cuaresma se prescribe que los hermanos:

usque in hora secunda plena lectioni vacent [...]. Post refectionem autem vacent lectionibus suis aut psalmis. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229)

Sin embargo, durante la Cuaresma:

a mane usque tertia plena vacent lectionibus suis [...]. In quibus diebus quadragesimae accipiant omnes singulos codices de bibliotheca, quos per ordinem ex integro legant; qui codices in caput quadragesimae dandi sunt. Ante omnia sane deputentur unus aut duo seniores qui circumeant monasterium horis quibus vacant fratres lectioni, et videant ne forte inveniatur frater acediosus qui vacat otio aut fabulis et non est intentus lectioni, et non solum sibi inutilis est, sed etiam alios distollit. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229)

Si se encuentra un monje así, habrá que corregirle y, si persiste en su actitud, castigarle para ejemplo de los demás. En cuanto a los domingos, se prescribe que:

lectioni vacent omnes, excepto his qui variis officiis deputati sunt. Si quis vero ita neglegens et desidiosus fuerit, ut non velit aut non possit meditare aut legere, iniungatur ei opus quod faciat, ut non vacet. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229-30)

La Regla de San Benito hace, pues, hincapié en ese tipo de recepción privada a través de la lectura en voz baja, requisito previo de la meditación. Además, se pone de relieve la dificultad, a la vez que la necesidad, de alcanzar el grado de concentración necesaria (el monje ha de estar intentus lectioni) para realizar tal tipo de lectura, de manera que no se moleste a los demás y se pueda captar el significado último del texto. Nos encontramos, pues, ante una lectura reposada, lenta, hecha de cabo a rabo, de principio a fin (per ordinem ex integro), de una cantidad de texto muy reducida (a cada hermano se dará singulos codices una vez al año, al parecer). Se trata de rumiar la palabra de Dios hasta exprimir al máximo su sentido espiritual, y digerirla y asimilarla por completo en el intelecto, como se pone de relieve, por ejemplo, en uno de los sermones atribuidos a San Agustín:

Et [...] lectiones divinas [...] et legere et audire debetis, ut de ipsis in domibus vestris, et ubicumque fueritis, etiam loqui et alios docere possitis, et verbum Dei, velut munda animalia, cogitatione assidua ruminantes, utilem succum, id est, spiritualem sensum, et vobis sumere. (Ed. Migne 1995, 39: 2022)

El contenido de las obras debe rumiarse, repetirse una y otra vez hasta llegar al intelecto y, a partir de ahí, ser almacenado en la memoria.24 Y en la Edad Media, junto a métodos mnemotécnicos eminentemente visuales (como los que se han apuntado de Quintiliano y los que aparecerán, sobre todo, con el escolasticismo), la repetición vocal-auditiva parece haber desempeñado un papel fundamental (Carruthers y Ziolkowski 2002: 1-23).

Este sermón atribuido a San Agustín incluye la doble fórmula legere et audire, que parece poner de relieve la persistencia de diversos tipos de recepción que necesitan tanto de la vista como del oído (Green 1994: 178). Un recorrido a través de los 221 tomos de la base de datos electrónica de la Patrología latina (Migne 1995), que recoge obras principalmente de entre 200 y 1216, ofrece la siguiente frecuencia de aparición de las diversas modalidades de la doble fórmula:25


Predomina la fórmula con las conjunciones disyuntivas (76 apariciones, frente a 17 con la conjunción copulativa). Los casos en que el primer elemento es legere/lector son, asimismo, más abundantes (62 apariciones frente a 31 que empiezan por audire/auditor). La frecuencia de aparición de estas expresiones parece bastante constante a lo largo de todo el período cubierto. En el apartado anterior, se ha apuntado, respecto de la literatura latina, lo problemático de la interpretación de esta doble fórmula. Lo mismo ocurre con los textos patrísticos. No obstante, llama la atención una serie de aspectos. En primer lugar, el lector ya no es calificado de amice o delicate; para San Jerónimo (h. 342-420), San Agustín, Pedro el Venerable (h. 1092-1156), Juan de Salisbury (h. 1115-80) o Felipe de Harvengt (fines del siglo XII) es pudicus, pudicus et religiosus, prudens, sobrius, devotus o peritus. El cambio de orientación de la literatura parece evidente. En segundo lugar, y sin pretender otorgar un carácter definitivo a esta afirmación, la fórmula con la conjunción copulativa parece hacer referencia más bien a una actividad receptora individual a través de la lectura privada en voz baja. Así, en la Alia vita Sancti Bonifacii de Othlonus Sancti Emmerammi Ratisponensis, se lee:

nos quoque in hoc terminum ponamus libelli praesentis, quatenus ad tempus cessante labore, legendi lector et auditor vires possit reparare. (Ed. Migne 1995, 89: 653)

La concordancia del verbo possit es en tercera persona del singular, como ocurría con el ejemplo de Marcial aducido en el apartado anterior, lo que podría querer indicar que lector et auditor eran una misma persona que leía y, pues pronunciaba las palabras, oía también el texto; o bien que accedería a la obra de dos modos diferentes en distintos momentos. Por contra, y en tercer lugar, algunas de las citas con la conjunción disyuntiva parecen apuntar hacia audire y legere como dos actividades bien delimitadas (receptora la primera, predominantemente emisora la segunda), realizadas por dos personas diferentes, el receptor (auditor) y el emisor vocal (lector). Así ocurre, por ejemplo, en el «Prólogo» de la Vita Sancti Aldegundis de Hucbaldus Sancti Amandi, en el que se distingue entre legere y audire legentem y entre las acciones del lector (recitare), del cantor (cantare) y del predicador (exponere):

Ignorantia neminem, qui legere vel audire potuerit legentem [las vidas de santos], excusabit. Ubi jam Scripturae verba non resonant? In ecclesiis a lectoribus quotidie recitantur, a cantoribus delectabiliter cantantur, a praedicatoribus utiliter exponuntur. (Ed. Migne 1995, 132: 859)26

No obstante, como se acaba de señalar, siempre es posible que la doble fórmula tenga significados diferentes en obras distintas. Así, por ejemplo, Juan de Salisbury se dirige en el «Prólogo» de su Polycraticus ya a un lector et auditor (ed. Giles 1969, III: 16), ya a un lector uel auditor (ed. Giles 1969, III: 14), sin que parezca establecerse ninguna distinción entre los dos.

Sea como fuere, en el contexto religioso de la Alta Edad Media latina la letra y la voz, la vista y el oído colaboraban, en íntima simbiosis, en la labor de difusión y de recepción de las obras, y esto a pesar de que el latín se convirtió en una lengua textualizada (Ong 1984: 6). Se aprecian diferencias, sin embargo, en los tipos de recepción de las obras dependiendo de la cultura, de la clerezía de los clérigos ordenados. Los más letrados, como San Ambrosio, San Agustín, Casiodoro o San Isidoro de Sevilla, parecen haber salvado con más facilidad el hueco entre palabra escrita e imagen de las cosas que quienes poseían una cultura menos elevada, para los que era indispensable pasar por la vocalización. En los primeros, la letra y la vista desempeñan, quizá, una función más predominante que la voz y el oído, pero sin descartarlos en modo alguno, pues transmisión vocal y recepción acústica siguen jugando un papel fundamental en la meditación, en la ruminatio que ha de seguir a la lectura individual, así como en la lectura colectiva. A partir del siglo VI parece concederse más importancia a la lectura ocular individual, como demuestra la regla de San Benito, pero las dificultades para adquirirla son numerosas. En este sentido, a la propia dificultad de leer se añadía la de leer el latín. Como ha puesto de relieve Auerbach (1969: 277-78), la preocupación por la formación del clero se da ya desde muy pronto (el Concilio de Vaison en el año 529; la época carolingia, etc.) y llega, para la época que nos interesa aquí, hasta el IV Concilio de Letrán (1215) y aun después. A principios del siglo IX se celebran los primeros concilios en los que se apunta la conveniencia de la predicación en lengua vulgar (Tours, Maguncia) y continúa la preocupación por la educación del clero. De fines del siglo VIII es la recomendación, procedente de los Capitula ad presbyteros parochiae suae del obispo Teodulfo de Orleans, de que:

qui scripturas scit, praedicet scripturas; qui vero nescit saltem hoc quod notissimum est plebibus dicat. Nullus ergo se excusare poterit quod non habeat linguam unde possit aliquem aedificare. (Ed. Migne 1995, 105: 200; y véase Auerbach 1969: 278 y n. 87)

El consejo se repetirá en los siglos siguientes (véanse Migne (ed.) 1995, 119, 140 y 161: 709, 636 y 481, respectivamente; y Auerbach 1969: 278). Precisamente, el conocer sólo un tipo de misa es de lo que se acusa al clérigo simple del milagro IX de los MNS. A este respecto es también relevante la idea, recogida en primer lugar por Gregorio Magno a finales del siglo VI y recurrente a lo largo de la Edad Media, de que la pintura es a los analfabetos lo que la escritura a los que saben leer (Migne (ed.) 1995, 77: 1128). Sobre ella volveremos en el capítulo 4.

Los siglos XI y XII marcan un hito en la historia de la lectura (Cavallo y Chartier 1998: 32). Las prácticas de la escritura y de la lectura, separadas con anterioridad, pasan a exigirse mutuamente (Cavallo y Chartier 1998: 32; Petrucci 1999: 73-91). Si antes se solía escribir para almacenar y se leía poco, ahora se puede escribir para leer y leer para componer. Surgen tratados de la lectura, como el Didascalicon: De studio legendi, compuesto en los años 20 del siglo XII por Hugo de San Víctor (h. 1096-1141). Como ha puesto de relieve Saenger (1997: 245 y 415-16; 1998: 191), en el Didascalicon se distinguían tres formas de lectura, en las que el orden y el método son esenciales:

Trimodum est lectionis genus: docentis, discentis, vel per se inspicientis. Dicimus enim ‘lego librum illi’, et ‘lego librum ab illo’, et ‘lego librum’. (Didascalicon III,vii; ed. Buttimer 1939: 57-58)

Hugo de San Víctor presenta, pues, una asociación clara entre la lectura y el mundo escolar, asociación que se hará fundamental a partir de la formación de las universidades a finales del siglo XII. De la lectio divina se pasa a la lectio scholastica. Además, se contempla la posibilidad de la lectura individual, actividad que se caracteriza con el verbo inspicere, que, como señala Saenger (1997: 245), tiene una connotación visual evidente y entronca con el uso de videre como verbo para designar la lectura por parte de monjes de las Islas Británicas desde el siglo VII y, a partir del siglo XI, también de autores y copistas en el continente. Por último, Hugo de San Víctor da por sentado que con la expresión ‘leer un libro’, sin complementos, se está haciendo alusión a esta actividad receptora eminentemente visual, a la inspección textual.27

En este sentido, Juan de Salisbury señalaba la ambigüedad léXIca del verbo legere y establecía, en pleno siglo XII, una distinción entre éste y prelegere (Hamesse 1998: 162; Saenger 1997: 246 y 416, y 1998: 193):

Sed quia legendi uerbum equiuocum est, tam ad docentis et discentis exercitium quam ad occupationem per se scrutantis scripturas; alterum, id est quod inter doctorem et discipulum communicatur, (ut uerbo utamur Quintiliani) dicatur prelectio, alterum quod ad scrutinium meditantis accedit, lectio simpliciter appelletur. (Metalogicon I, XXIV; ed. Webb 1929: 53-54)28

Con la terminología de Juan de Salisbury, se pone de relieve una vez más que la operación eminentemente visual de escrutar las escrituras por uno mismo, con la evidente interiorización del acto receptor que conlleva, se denomina como lectio; y se considera la prelectio una herramienta fundamental en el proceso de enseñanza y aprendizaje.

No obstante, como señala Michael Clanchy (1993: 252), Juan de Salisbury se encontraba, a mediados del siglo XII, en plena controversia entre nominalistas y realistas, y tenía serios problemas a la hora de definir lo que eran las letras:

Littere autem, id est figure, primo uocum indices sunt, deinde rerum, quas anime per oculorum fenestras opponunt et frequenter absentium dicta sine uoce loquuntur. (Metalogicon I,xiii; ed. Webb 1929: 32).

Estamos aquí a medio camino entre San Agustín y San Isidoro, pues, lo que corrobora la dificultad para salvar el hueco entre palabra escrita y cosa representada sin pasar por la palabra hablada todavía en pleno siglo XII. Por eso, no es de extrañar que, en la segunda década del siglo XIII, Richalm, abad de Schöntal, en su Liber revelationum de insidiis et versutiis daemonum adversus homines, se quejara de que a menudo los demonios le interrumpían cuando realizaba su lectio eminentemente visual y meditativa (cum lego solo codice, et cogitatione) y le obligaban a pronunciar las palabras escritas en voz alta (ore legere), desconcentrándole, haciéndole salir de su ensimismamiento mediante la palabra hablada externa y privándole así del conocimiento íntimo que buscaba.29 En efecto, este contacto íntimo y ensimismado con el escrito es puesto de relieve por la orden del Císter, como lo era ya en la Regla de San Benito, pero sigue acarreando problemas a la hora de producirse. De hecho, se ha señalado que «the medieval reader, with few exceptions [...] was in the stage of our muttering childhood learner» (Chaytor 1945: 10). Esta comparación es, probablemente, inadecuada, porque no tiene en cuenta las implicaciones que conllevaba la ruminatio en voz baja, que no respondía necesaria ni exclusivamente a una incapacidad o falta de destreza, sino que emanaba también de una necesidad intelectual y éticoreligiosa. Por tanto, las razones de que se llevara a cabo la lectura de este modo son muy diferentes en el niño actual y en el hombre medieval. Sin embargo, la afirmación de H. J. Chaytor podría servir como buena descripción del modo en que se leía durante un período que se extiende, para lo que nos concierne aquí, al menos, hasta el siglo XIII.

En este sentido, se ha afirmado que la principal aportación del escolasticismo a la práctica de la lectura es su regulación como método didáctico (Hamesse 1998: 162), como se aprecia en Hugo de San Víctor y Juan de Salisbury. La aparición de las universidades a partir de finales del siglo XII y la creación de las órdenes religiosas mendicantes en el siglo XIII desempeñarán también una función fundamental en este sentido. Por tanto, parece que, frente a las opiniones de Chaytor (1945) y McLuhan (1993), mucho antes de la invención de la imprenta «el estudio visual del texto sustituyó a la audición» (Hamesse 1998: 164). La lectio o prelectio (en el sentido que Juan de Salisbury da al término) ocupa un lugar central en el curriculum universitario y se convierte en la llave de acceso, junto con la disputatio y la praedicatio (Hamesse 1998: 172), no sólo a las siete artes liberales comprendidas en el trivium (gramática, retórica y lógica o dialéctica) y el quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía), sino también a los estudios superiores de derecho, medicina y teología. Se trata de una actividad, emisora por parte del profesor y receptora por parte de los estudiantes, en la que la vista y la voz, el oído y la letra desempeñan un papel fundamental.

Este cambio de actitud apreciable a la hora de recibir los textos tiene su correlato en el modo de componerlos, producirlos y almacenarlos. Así, en cuanto a la presentación de lo escrito sobre la página, durante la Alta Edad Media se empieza por abandonar la scriptura continua, primero en las Islas Británicas y en las zonas continentales de Europa en las que la romanización no había sido completa y los vernáculos no tenían su origen en el latín (Saenger 1982 y 1997). De este modo, en las zonas periféricas del antiguo Imperio romano es donde, al parecer, se percibe más pronto y más claramente la escritura como manifestación autónoma de la lengua (Parkes 1998: 143). Además, a partir de la escritura cursiva latina aparecen en toda Europa nuevos tipos de escritura minúscula con rasgos geográficos marcados. Desde finales del reinado de Carlomagno, la escritura carolina se va extendiendo por toda Europa. En la Península Ibérica cala en la zona pirenaica ya en el siglo IX, pero no se adoptará plenamente hasta el XII en toda la zona cristiana (Millares Carlo 1971: 47). Se introducen, empezando asimismo en las Islas Británicas, signos de puntuación nuevos y comienza el uso de las mayúsculas (Parkes 1993 y 1998: 145-50). Todo ello facilita el acceso visual a los textos.

En cuanto a los libros en sí, Clemente y Orígenes estudiaron en Alejandría y fundaron bibliotecas. San Jerónimo y San Agustín poseyeron también bibliotecas. Tras la caída del Imperio romano, la Iglesia se convierte en el principal agente productor y conservador de libros en toda la cristiandad occidental. Casiodoro prescribe en Vivarium el estudio y copia de textos religiosos, pero también paganos, griegos y latinos. Los benedictinos otorgan gran importancia a la lectura y la copia de libros es una de sus actividades fundamentales. Los monjes irlandeses también desempeñan una función destacada en la transmisión escrita de obras religiosas y de la Antigüedad e introducen innovaciones importantes. Hacia el siglo VI cuentan ya con más de trescientos establecimientos en Irlanda y Escocia (Dahl 1982: 52-53), que se extienden después por el continente. El renacimiento carolingio da, asimismo, un impulso a la actividad monástica a partir del siglo VIII. En la España visigoda, Hipólito Escolar Sobrino (1998: 22-25) cifra en más de cien los centros de enseñanza en catedrales y monasterios, con focos culturales esparcidos por toda la Península (Toledo, Zaragoza, Sevilla). San Isidoro debió de contar con una biblioteca considerable. Tras la invasión de 711 continuaron los escritorios y bibliotecas cristianas en la zona mozárabe, pero en continua decadencia (Escolar Sobrino 1998: 30). En el norte, por su parte, nada se puede comparar al auge de la producción libresca en al-Andalus, donde a partir del siglo X ya se introduce el papel (Toledo y, sobre todo, Játiva serán importantes centros productores), y se tienen noticias de un activo préstamo e importación de libros, así como de numerosas bibliotecas, entre las que destaca la famosa y bien nutrida de Alhakén II (Millares Carlo 1971: 250; Escolar Sobrino 1998: 64; Faulhaber 2003: 485). Como contraste, los inventarios de los fondos de la biblioteca de Ripoll, una de las más importantes del noreste peninsular, muestran que únicamente tenía 65 códices en 979; 192 en 1047; y 246 a mediados del siglo XII, aunque su repertorio era considerablemente moderno y contaba con obras de Julio César, Juvenal, Virgilio, Horacio, Terencio; Donato, Prisciano; Porfirio, Boecio; y tratados de aritmética y de música (Millares Carlo 1998: 246; Faulhaber 2003: 485). Esto parece un fenómeno extendido por toda Europa: en la Alta Edad Media (hasta los siglos XI y XII), las instituciones eclesiásticas solían poseer muy pocos códices. Bobbio, que tenía unos 700 en el siglo IX (Dahl 1982: 67), era una de las bibliotecas mejor dotadas. Como indica Petrucci (1999: 197-98), los scriptoria monásticos eran biblioteca, lugar de escritura y archivo, de manera que más que de bibliotecas se podría hablar de colecciones de libros, conservados en distintos lugares de los monasterios. La lectura individual se haría en la celda y la colectiva en el refectorio, la iglesia o la escuela. Los libros eran parte del tesoro y su escasez cuadra bien con el tipo de lectura lenta, rumiada y meditada que hemos visto para este período. La tarea de copia no era más rápida: Dahl (1982: 67) cita el caso de Johanes Paschae, de Roskilde, monje y copista danés que tardó año y medio en copiar una Biblia en dos tomos. En el norte Peninsular existían escritorios en distintos centros, al menos desde el siglo X: San Millán de la Cogolla (Díaz y Díaz 1979), Santo Domingo de Silos (Pérez 1948), Liébana, San Pedro de Cardeña, San Pedro de Arlanza, San Martín de Albelda, etc. El comercio de libros no existía, y los préstamos y donaciones debían de ser relativamente escasos, aunque se hicieron más frecuentes a partir de los siglos VIII y IX (Petrucci 1999: 187).

A partir del siglo XI y, sobre todo, durante los siglos XII y XIII, la situación evoluciona paulatinamente, de forma análoga a lo que ocurría en las prácticas de recepción literaria. Aumentan la demanda y la producción escrita; cambia la presentación de lo escrito sobre la página y la forma de almacenar los libros; y se diversifica la producción literaria. Las órdenes de Cluny y del Císter y las escuelas catedralicias primero, las universidades y las órdenes mendicantes después son algunos de los elementos determinantes en ese cambio.

En cuanto a la presentación de los textos, la escritura carolina deja paso a la gótica, que permite una mayor rapidez en la copia, a partir del siglo XII. Esto favorece la proliferación de manuscritos autógrafos, en los que se aprecia la influencia de prácticas notariales de escritura. Si en la Antigüedad y la Alta Edad Media el autor no solía copiar sus propios textos, sobre todo los complejos, y se recurría a la práctica del dictado, a partir del siglo XI empiezan a encontrarse cantidades significativas de manuscritos autógrafos, aunque siempre hubiera quien, como Santo Tomás en sus últimas composiciones, continuaba con el hábito del dictado (Petrucci 1999: 73-91). La introducción y el uso del papel en Europa a partir del siglo XII y, sobre todo, en el XIII, que ofrece una superficie de escritura más suave que el pergamino, y las innovaciones técnicas en los scriptoria (que empiezan a hacerse sentir en el siglo XIII también) contribuyen a facilitar la labor de copia.30 Los libros, sobre todo con el paso de la lectio monástica a la lectio escolástica, se llenan de toda una parafernalia visual que ayuda a la consulta ocular (Petrucci 1999: 198; Parkes 1993: 20-49): escritura a dos columnas (que permite captar cada línea de texto en un solo golpe de vista); articulación del texto en divisiones y subdivisiones, siguiendo los conceptos de la ordinatio y la divisio, establecidos por Jordan de Sajonia hacia 1220; aparición de marcas gráficas que permiten segmentar el texto (rúbricas, señales de párrafo, iniciales, mayúsculas, títulos, llamadas, índices, listas alfabéticas, etc.).

La producción de libros no puede satisfacer la demanda (sobre todo a partir del surgimiento de las universidades a finales del siglo XII) y se crean nuevos sistemas de copia, como el de la pecia. Surgen también los estacionarios (stationarii), encargados de proporcionar textos a estudiantes y maestros.31 En las universidades, es posible que los estudiantes tomasen notas a partir de la lectio del maestro o que simplemente se dedicasen a escucharlo. Sin embargo, Saenger (1998: 208) ha puesto de relieve cómo lo que se consideraba más deseable es que los estudiantes tuvieran sus propias copias autorizadas de lo que los maestros enseñaban, de manera que pudieran seguir la lectio de forma auditiva y visual al tiempo. La iconografía de la época muestra en la mayoría de los casos a estudiantes que o bien simplemente escuchan al maestro, o bien le escuchan y leen en sus propias copias escritas. Sólo el secretario aparece frecuentemente tomando notas; y hay disposiciones a partir de mediados del siglo XIII en las que se prescribe o recomienda que los estudiantes lleven sus propios textos a clase (Saenger 1998: 208).

Las bibliotecas cambian también de aspecto. Los cistercienses en el siglo XII y las órdenes mendicantes en el XIII tendrán una importancia radical en la ordenación de la documentación, hasta el punto de que «se instaura un nuevo orden de los libros» (Cavallo y Chartier 1998: 34). Así, en el siglo XIII surge un nuevo tipo de biblioteca religiosa, separada del archivo, que es, asimismo, lugar de consulta y de lectura; y, al tiempo, aparecen otros modelos de bibliotecas distintos: colegios universitarios, colecciones de docentes laicos (Petrucci 1999: 199-200). Se trata de bibliotecas para la lectura y la consulta, que llevan aparejadas la creación de un sistema bibliotecario destinado a señalar la colocación de los libros y a registrar los préstamos (Cavallo y Chartier 1998: 34). El silencio parece fundamental en estos espacios, a juzgar por las repetidas peticiones de él que se encuentran en los reglamentos de las bibliotecas (Cavallo y Chartier 1998: 34).

En cuanto a los tipos de productos que se consumen, el siglo XII ve una renovación por el interés en el mundo clásico. Así, se copia a los autores latinos y se crean obras nuevas de inspiración clásica.32 Los goliardos pueblan las ciudades de Europa con sus composiciones cultas y sus maneras ajuglaradas. Con las universidades, el aumento en la producción y en la demanda generan nuevas necesidades de recepción. Ahora ya no es posible leerlo todo, lo que lleva a la proliferación de sumas, enciclopedias, glosarios, léxicos, florilegios, compilaciones de sentencias, etc. (Hamesse 1998: 167-70).

En suma, como señala Agustín Millares Carlo (1971: 58), el siglo XIII marca un momento en el que la producción y posesión del libro deja de ser patrimonio casi exclusivo de los grandes centros eclesiásticos, especialmente los monásticos, para desplazarse hacia centros más laicos (universidades, ciudades y cortes). Un desplazamiento parecido ocurría, como hemos visto, en las prácticas difusoras y receptoras, en las que se pasaba de la lectio divina en voz alta a una colectividad (en la liturgia o el refectorio), heredera de la oratoria clásica, a la lectio o prelectio académica; y de la lectura meditativa monástica privada, lenta y rumiada, en voz baja, a la lectio privada predominantemente (aunque no de manera exclusiva) ocular. Esto produce un cierto desajuste en el siglo XIII entre los antiguos centros monásticos, anclados en el pasado, y las nuevas instituciones culturales, las órdenes mendicantes y el clero secular, que se colocan a la vanguardia de la producción y de la recepción libresca. En todos los casos, aumenta el número de libros almacenados en las bibliotecas. Petrucci (1999: 200 y ss.) señala que en las grandes bibliotecas monásticas, catedralicias y universitarias inglesas y francesas el número de códices podía superar los mil, aunque la cifra más habitual era de unos pocos centenares. Con todo, la biblioteca papal de Aviñón poseía 2.059 códices en la segunda mitad del siglo XIV. En la Península Ibérica, y por lo que respecta a la zona donde surgen los poemas en cuaderna vía del siglo XIII, un inventario de la biblioteca del Monasterio de Santo Domingo de Silos, que aparece como nota inserta, en escritura de hacia finales del siglo XIII, en el folio 16v del manuscrito Lat. 2169 de la Biblioteca Nacional de París incluye 105 títulos, seguramente contenidos en unos 150 códices (Pérez 1948: 437; Díaz y Díaz 1981: 9).33 El número de manuscritos de San Millán de la Cogolla en el siglo XIII debía de ser similar, aunque se carece de un catálogo para esas fechas (Díaz y Díaz 1981; Pérez Pastor 1908 y 1909). Se observa, asimismo, que las colecciones de estos dos monasterios en el siglo XIII tienen un carácter marcadamente conservador (Díaz y Díaz 1981), a diferencia de lo que ocurría en Ripoll. Así, en Santo Domingo de Silos predominan los libros litúrgicos y de contenido bíblico (un total de 79 de los códices, es decir, más de la mitad de la colección, según Díaz y Díaz 1981: 10), a los que siguen un nutrido grupo de obras pertenecientes a la tradición eclesiástica hispana (San Isidoro, Ildefonso de Toledo, Leandro de Sevilla) y obras patrísticas (Gregorio Magno, Esmaragdo). El grupo de obras novedosas es muy reducido: Boecio, Alejandro de Villedieu, Salustio, Pedro Lombardo, Flores Sanctorum, Decretales, Estacio, Glosas o Escolios de Horacio, un tratado de lógica y sermones sobre la Virgen (Díaz y Díaz 1981: 9). El examen de los fondos de la biblioteca de la Real Academia de la Historia procedentes de San Millán y de San Pedro de Cardeña (Pérez Pastor 1908 y 1909), aunque inseguro, pues no se sabe a ciencia cierta cuándo pudieron entrar los códices en ambos monasterios, deja ver, para los manuscritos copiados hasta el siglo XIII, un repertorio similar: San Gregorio Magno, San Agustín y otros padres de la Iglesia; la Biblia y literatura litúrgica; hagiografías; San Isidoro y la tradición eclesiástica hispana, con algún beato de Liébana; la regla de San Benito; algún vocabulario latino; Graciano; el Fuero Juzgo. Por contra, el análisis llevado a cabo por Díaz y Díaz (1981: 10-12) de los fondos catedralicios del Burgo de Osma y de Burgos a finales del siglo XIII, si no una mayor cantidad de códices (alrededor de 150 en Burgo de Osma y 86 en Burgos), sí revela un contenido mucho más moderno, con un número superior de autores contemporáneos o que se consideraban novedosos (Cicerón, Terencio; Hugo de San Víctor, Vicente de Beauvais, Alejandro Neckam) y de obras de carácter científico y técnico (matemáticas, física, astronomía). Se trata de un fenómeno generalizado por toda Europa, que atestigua la decadencia de la cultura monacal tradicional a partir de la primera mitad del siglo XIII.

En las bibliotecas monásticas, en particular la de San Millán, es de notar también la práctica del amelioramiento de la escritura observable en el siglo XII (Díaz y Díaz 1979: 106) y la intensa actividad de duplicado de manuscritos antiguos conservados en la biblioteca que se dio a fines del siglo XII y principios del XIII (1979: 107), seguramente debido a que la antigua letra visigótica resultaba ya ininteligible o difícil de leer. Esto, entre otras cosas, desembocó en la pérdida de manuscritos, que, al parecer, no se trataban con mucho cuidado y, sobre todo a partir del siglo XIV, se consideraban a veces como antiguallas inservibles. Ricardo de Bury (1287-1345), autor del famoso Philobiblon, ya censuró, como haría Boccaccio en 1330 respecto de Montecassino, el abandono de las bibliotecas monacales y el mal trato que se le daba a los libros (Millares Carlo 1971: 240 y 257; Dahl 1982: 81-82), pues el hábito de leerlos pasando la mano por encima del pergamino o papel para señalar con el dedo la línea correspondiente provocaba un deterioro evidente, sobre todo si los códices se utilizaban con manos sucias y sudorosas o se dejaba que el goteo de la nariz cayera sobre las páginas, comportamientos abundantemente atestiguados, además de por Bury, por las numerosas quejas de los copistas al respecto. Además de esto, los libros antiguos se rasgaban y se utilizaban para fines diversos, como anotar transacciones comerciales, algo documentado en Santo Domingo de Silos y, sobre todo, San Millán de la Cogolla (Díaz y Díaz 1981: 8). No obstante, en el siglo XIII hay noticias del tránsito de libros en el norte peninsular. Así, por ejemplo, se sabe que Alfonso X tenía en su corte de Toledo libros en préstamo procedentes de San Martín de Albelda para copiarlos:

Yo don Alfonso [...] tengo de vos, el cavildo de Alvelda, quatro libros de letra antigua que me emprestastes, et el uno de ellos es el libro de los Cánones, et el otro el Esidoro de Ethimologías, et el otro el libro de Casiano de las Collaciones de los Santos Padres, et el otro el Lucán. Y tengo de vos los embiar tanto que los aia fecho escrevir. (Documento de 22 de febrero de 1270; apud Millares Carlo 1971: 245)

También se sabe, gracias a una anotación de finales del siglo XIII en el folio B del manuscrito Lat. 235 de la Biblioteca Nacional de París, procedente de Silos, que una cierta cantidad de códices (Pérez 1948: 437, Díaz y Díaz 1981: 9) estaban en préstamo en diversos monasterios y en la corte de Alfonso X, quien, según Díaz y Díaz (1981: 9, n. 17), tendría un Paulo Orosio, «la corónica» y, quizá, un «liber Sallusti». Sólo hacia finales del siglo XIII se tiene constancia documental de la existencia de bibliotecas reales, tanto en Castilla como en Aragón, pero su reconstrucción resulta problemática (Faulhaber 2003: 485). En cuanto a las nobiliarias y de otros particulares, habrá que esperar para tener noticias de ellas hasta finales del siglo XIV y, sobre todo, el XV, centuria en la que proliferan e incrementan sus fondos notablemente. Las universitarias, por su parte, no parecen haber estado muy bien dotadas, a juzgar por el caso de Salamanca, cuya biblioteca no se documenta hasta bien entrado el siglo XV (Faulhaber 2003: 486).

En cualquier caso, a partir de principios del siglo XIII la corte y la ciudad (con las universidades, establecimientos de las órdenes mendicantes, sedes arzobispales y, quizá, una incipiente burguesía, probablemente consumidora sobre todo de productos en vernáculo), van a ir desplazando a los monasterios como centros de producción y consumo de la literatura. En la Alta Edad Media, sin embargo, fuera de los monasterios y grandes establecimientos eclesiásticos, quizá sólo algunas de las cortes reales, como las de Carlomagno o Alfredo el Grande (Auerbach 1969: 258-63), eran focos significativos de producción y consumo de literatura en latín. Aun así, la función de los religiosos, los poseedores de la escritura latina, era decisiva e imprescindible, como ocurre en el caso de Carlomagno, que convierte a los clérigos regulares en los agentes principales de su reforma. En la Península Ibérica, según Escolar Sobrino (1998: 21), se tienen noticias de la afición a la lectura de ciertos nobles y de algunos monarcas, como Sisebuto, Chindasvinto, Wamba y Recaredo. Tras la invasión de 711, en el norte peninsular «sólo poseían libros los reyes y los infantes» (1998: 43) y, aun así, la escasez sería la nota dominante, en especial teniendo en cuenta la continua actividad guerrera en los primeros siglos de la Reconquista.

No es hasta los siglos XII o XIII cuando se produce un aumento significativo de la producción escrita documental en las cortes de forma más o menos generalizada en toda Europa (Clanchy 1993).34 Las escuelas y universidades preparan ahora a un nuevo tipo de clérigos-notarios, de profesionales de la escritura. La tensión entre la autoridad y venerabilidad del latín y la inteligibilidad de los vernáculos se hace notar desde muy pronto, y desembocará en el paulatino triunfo de estos últimos. En principio, como observa Clanchy (1993: 184-334), se concede más importancia y se otorga más confianza a la presencia de elementos extratextuales (testigos oculares o auditivos; forma de vocalización del mensaje; apariencia física del documento; apéndices visuales, como los sellos o la práctica de cortar un documento dado por la mitad) que al contenido textual del documento en sí. Por tanto, éste pudo seguir produciéndose en latín, lengua cuyo grado de inteligibilidad variaba no sólo social, sino también geográficamente en Europa. Posteriormente, con el aumento de la producción escrita y la interiorización de las prácticas de escritura, el poder entender el mensaje, mediante la lectura visual o la recepción acústica, se hizo necesario. En el caso de la zona cristiana de la Península Ibérica, al parecer, el uso habitual del vernáculo en documentos oficiales se produce pronto en Castilla en relación con Aragón y con los demás países europeos, teniendo lugar ya durante el reinado de Fernando III, rey de Castilla entre 1217 y 1252, y de Castilla y León entre 1230 y 1252 (Lomax 1973, Harris-Northall 1999, Arizaleta 2010: 21-25). El castellano pasa de ser prácticamente in existente en la documentación oficial de alrededor de 1200, a empezar a hacerse un hueco hacia 1220 e ir progresivamente imponiéndose en las décadas sucesivas, de manera que, a la subida al trono de Alfonso X (1252-84), su uso en documentos oficiales era ya muy corriente (Harris-Northall 1999). En el terreno literario, a finales del siglo XI y durante todo el XII surge entre la nobleza de algunas zonas europeas (masculina, pero también, y de forma notable, femenina) un público receptor asiduo de literatura y reaparece el mecenazgo (Auerbach 1969: 263). Los productos que se consumen ahora son, sin embargo, fundamentalmente en vernáculo. En la Península Ibérica aún habrá que esperar unos siglos para que este fenómeno ocurra plenamente.

La puesta por escrito de los distintos vernáculos comienza de forma esporádica en el siglo IX, pero esta tendencia no se afianza hasta la segunda mitad del siglo XII y, fundamentalemente, hasta el siglo XIII. En las zonas de variedades romances, el ámbito galorrománico, con el occitano para la lírica y la langue d’oil para la poesía narrativa, es el primero que ve el surgimiento por escrito de los romances en productos literarios (Auerbach 1969: 275). Fuera de esta zona, la puesta por escrito de los vernáculos es algo anterior. Así, en las Islas Británicas hay testimonios de literatura en inglés antiguo que se remontan al siglo VI. En Alemania (Green 1994: 47-54 y 339-41) hay un primer impulso hacia el año 800, al que sigue siglo y medio de silencio, para retomarse la actividad escrita a partir de mediados del siglo XI, ya de forma ininterrumpida y en proporción creciente. La opinión generalizada es que:

no había lectores en lengua vulgar; los pocos lectores existentes leían en la lengua literaria, o sea, ante todo, en latín. Sin embargo, hubo ya desde muy pronto personas expertas en el arte de escribir que se decidieron a intentar, de vez en cuando, la aventura que suponía hacerlo en lengua vulgar. (Auerbach 1969: 275)

Auerbach alude a factores económico-sociales (desarrollo de las ciudades y del comercio, aparición de una burguesía incipiente, aumento de la alfabetización en vernáculo) y lingüísticos (separación entre el latín y los vernáculos) como posibles causas de la aparición por escrito de las diferentes lenguas, pero considera que:

el verdadero factor espontáneo que en un momento dado hace aparecer tales movimientos y desplegar sus fuerzas es, en último término, tan poco analizable respecto de las épocas como de los individuos. (1969: 27)

Así, Auerbach atribuye a autores de genio (Boccaccio, Dante, Juan Ruiz, Chaucer, etc.) la definitiva creación de un público literario en vernáculo y la fijación completa por escrito de la literatura, desconsiderando el caldo de cultivo que permite la aparición de estas figuras, y que, para el caso castellano, está constituido, entre otros, por los autores de los poemas en cuaderna vía del siglo XIII. En este sentido, se ha dicho que en la Península:

hubo una literatura popular en lengua romance que se mantuvo en estado de oralidad y no fue escrita hasta el siglo XIII, a partir del cual las lenguas vernáculas van a ser utilizadas. (Escolar Sobrino 1998: 79)

En realidad, no sabemos a ciencia cierta si tal literatura fue nunca escrita, o si sí lo fue y se ha perdido. En cualquier caso, los textos que se conservan hoy son una porción mínima de lo que debió de existir, tanto de lo que pudo llegar alguna vez al pergamino o a otra materia escriptoria, como de lo que se mantuvo siempre en un estado de composición oral, transmisión vocal y recepción acústica. Nuestro acceso actual a las obras medievales en vernáculo depende de un sinfín de factores, en muchos casos desconocidos, que determinaron tanto su puesta por escrito como su transmisión textual. En todo caso, tratar de explicar las causas de la puesta por escrito del vernáculo en general queda fuera del alcance del presente estudio (véase a este respecto Wright 1982). Tampoco nos detendremos mucho aquí en intentar dar cuenta de por qué llegaron a adquirir la condición de escritas ciertas obras en vernáculo que hoy consideramos literarias, pues esto es, en buena medida, un misterio. Lo que nos interesa, sobre todo, es centrarnos en cómo se difundían y se recibían primariamente obras que se convirtieron en textos, que, a su vez, han llegado hasta nosotros. En términos muy generales, Escolar Sobrino señala que:

la causa [de la puesta por escrito de obras en vernáculo] hay que buscarla en el gran número de lectores que estaban produciendo las universidades, muchos de los cuales preferían leer, en vez del latín, que no conocían bien, en la lengua materna, preferencia sentida también, a causa de la mayor facilidad, por los que tenían que comunicar algo. (1998: 79)

Se atribuyen aquí a la composición y a la transmisión textual medieval causas y objetivos similares a los actuales, regidos por una supuesta (aunque quizá anacrónica) ley del mercado; y se establece una ecuación discutible entre transcripción escrita y recepción primaria a través de la lectura. Por supuesto, la copia de una obra ofrece siempre esta posibilidad. Hemos visto antes testimonios de lectura ocular en la Antigüedad y en la Edad Media latina. Para las obras en vernáculo, comentaremos más adelante los que se encuentran en el Libro del Caballero Zifar, el Yvain y la Divina Comedia. Además, se cita con mucha frecuencia el de Chaucer, quien, en The House of Fame (h. 1380), describe un acto de lectura privada y en silencio:

For when thy labour doon al ys,

And hast mad alle thy rekenynges,

In stede of reste and newe thynges

Thou goost hom to thy hous anoon,

And, also domb as any stoon,

Thou sittest at another book

Tyl fully daswed ys thy look.

(vv. 652-58; ed. Benson et al. 1987: 356)

El águila de Júpiter se aparece en sueños al narrador (detrás de quien, en este caso, podemos suponer que se encuentra el autor) y le describe su vida rutinaria y su modo de recibir la literatura (en diversas lenguas, probablemente ninguna materna, porque las obras que están detrás de The House of Fame son, básicamente, la Eneida y la Divina Comedia). No se trata, sin embargo, de que Chaucer anticipara que su obra se iba a recibir así. De hecho, al inicio del Libro II, el yo narrador se dirige al receptor diciendo:

Now herkeneth every maner man

That Englissh understonde kan

And listeneth of my drem to lere

For now at erste shul ye here

So sely an avisyon.

(vv. 509-13; ed. Benson et al. 1987: 354)

En la Castilla medieval (y en toda Europa) había, claro es, muchos otros medios de difusión y de recepción de la literatura en vernáculo además de la letra y de la vista, así como obras que se han perdido y otras que, seguramente, nunca llegaron a ser transmitidas textualmente y vivieron en un estado permanente de difusión vocal y recepción acústica. De hecho, existía un grupo de personas que no se puede dejar de lado a la hora de abordar cuestiones relativas a la difusión y a la recepción (y también a la composición) de la literatura medieval: los juglares.35

El término juglar, en castellano y en otras lenguas vernáculas (véase Vitz 1999: 51-52 y 122-24 para el caso del francés), resulta polisémico y su significado varía, además, según las épocas, las zonas geográficas y los contextos en que aparece el vocablo. En líneas muy generales, las voces juglar y juglaresa aluden a profesionales del entretenimiento, herederos de los scôps germánicos y de los mimos e histriones latinos (Faral 1910: 2-24). La crítica ha convertido, en muchos casos, a los juglares en un grupo social opuesto al eclesiástico (a pesar de que obispos y otros altos prelados, incluso Papas, hacían uso de sus servicios), tendencia que la copla 2 del LAlex ha venido a acentuar.36 La diversidad observable entre estos profesionales del entretenimiento, así como la inestabilidad semántica del término juglar y la ambivalencia significativa del vocablo clérigo durante la Edad Media, sobre la que volveremos más adelante, no permiten hablar de ninguno de estos grupos como homogéneos. En cualquier caso, el IV Concilio de Letrán (1215) excomulga a los juglares viles e infames (Montoya Martínez 2003: 455) y, tras su estela, en la Península Ibérica, los Concilios de Valladolid (1228) y de Lérida (1229), así como las Constituciones Sinodales de Urgel (1277 y 1364) prohíben que los clérigos ordenados se rodeen de juglares y se codeen con ellos (Menéndez Pidal 1991: 94-95). En la Summa theologica (II, ii, 3) de Santo Tomás y, sobre todo, en el Penitencial atribuido a Tomás de Chobham, obras del último cuarto del siglo XIII, se establecen, sin embargo, distintas categorías entre estos profesionales del entretenimiento, condenándose algunas, pero considerándose otras como provechosas o, al menos, no nocivas. Tomás de Chobham señala que algunos (a los que llama histriones) contorsionan su cuerpo, haciendo gestos obscenos. Otros (scurrae vagi) son andariegos y van de corte en corte diciendo denuestos y haciendo burlas de los ausentes. Tanto unos como otros son condenables. Finalmente, hay un tercer grupo que utiliza instrumentos musicales para entretener. Este último grupo puede subdividirse en dos. Por un lado, los que van por las tabernas y lugares públicos cantando canciones lujuriosas, grupo que es igualmente censurable. Sin embargo:

Sunt [...] alii, qui dicuntur ioculatores, qui cantant gesta principum et vitam sanctorum, et faciunt solatia hominibus vel in aegritudinibus suis vel in angustiis, et non faciunt innumeras turpitudines [...]. Si autem non faciunt talia, sed cantant in instrumentis suis gesta principum et alia talia utilia ut faciant solatia hominibus [...] bene possunt sustinere tales, sicut ait Alexander papa. (Apud Lorenzo Gradín 1995: 108)

El canto, con acompañamiento de instrumentos musicales, es considerado por Chobham como la forma de vocalización de vidas de santos y gestas. Alfonso X parece considerar también provechosa la vocalización a los nobles, a la hora de comer y por la noche en caso de insomnio, de estorias que contuviesen grandes fechos de armas. Sin embargo, tal difusión vocal, al parecer, no se llevaba a cabo típicamente por profesionales del entretenimiento, ni presuponía el canto, sino que se trataba de una lectura en voz alta (leer) o un relato vocal y memorístico (retraer). Por otra parte, el rey Sabio ve como positivo que los iuglares, sólo dixiesen ante los caballeros cantares de gesta o que fablasen en fecho de armas, sin que quede aquí claro si el canto y el uso de instrumentos musicales formaba parte o no de la vocalización:

Ley .XX. como ante los caualleros deuen leer las estorias delos grandes fechos de armas quando comieren. Apuestamente touieron por bien los caualleros estas cosas que dichas auemos enla ley ante desta. & porende ordenaron que asi commo en tienpo de guerra aprendiesen fecho de armas por vista o por prueua que otrosi en tienpo de paz la prisiesen por oyda & por entendimiento. & por esso acostunbran los caualleros quando comian que les leyesen las estorias delos grandes fechos de armas que los otros fizieran & los sesos & los esfuerços que ouieron para saber los vençer & acabar lo que quieren E alli do no auian tales escripturas fazianse los retraer alos caualleros buenos & ançianos que se en ello açertauan E sin todo avn fazian mas que los iuglares que no dixiesen ante ellos otros cantares sino de gesta: o que fablasen en fecho de armas. E eso mismo fazian que quando no podian dormir cada vno ensu posada se fazia leer & retraer estas cosas sobredichas. E esto es porque oyendolas les creçerian las voluntades & los coraçones & esforçauanse faziendo bien & queriendo llegar alo que los otros fizieran o pasaran por ellos. (Siete Partidas, Partida II, título xxi, ley 20; ed. Corfis, en O’Neill et al. 1999: fols. 118r-18v)

El uso de ioculator/iuglar en el sentido que le dan Chobham y Alfonso X en el texto aportado, no estaba, sin embargo, generalizado en el siglo XIII en ningún lugar de Europa. Así, en el último cuarto de esta centuria, la Suplicatió de Guiraut Riquier de Narbona, juglar en la corte de Castilla hasta 1279, al rey Sabio y la supuesta Declaratió de éste, seguramente también compuesta por Riquier, abundan en la diversidad observable entre los profesionales del entretenimiento, pero hacen hincapié en el problema terminológico (Menéndez Pidal 1991: 35 y ss.; Lorenzo Gradín 1995: 118-20; Hilty 1995: 158-60; y Riquer 1983, III: 1612). En efecto, Riquier lamenta que se llame juglares a los histriones, a los domadores de animales, a quienes hacen juegos de manos o tocan instrumentos mal y con fines moralmente reprensibles; y pide al rey que se distinga entre juglares (emisores vocales que tocan instrumentos e imitan) y trovadores (que componen versos). En la Declaratió se dice que en España existen diversos términos para referirse a los distintos profesionales del entretenimiento, y se apunta que se llama segreres a los poetas (los trovadores de Proven- za) que van por las cortes; juglares, a quienes tocan instrumentos; remedadores, a quienes contrahacen e imitan a personas y animales; y cazurros (véanse también MNS, v. 647d y Libro de buen amor, cs. 114, 894-95, 947 y 1514) o bufones (en terminología lombarda) a todos los que ganan dinero ofreciendo diversión baja y soez. Se diferencia así, claramente, entre autores (segreres o trovadores) y emisores vocales de mayor o menor calidad (juglares, remedadores, cazurros o bufones); y, entre estos últimos, se distinguen quienes usan instrumentos musicales (juglares, quizá cazurros) de quienes no. Esta distinción es sólo teórica, pues, en la práctica, eran abundantes los juglares que también componían sus propias piezas, como, quizá, los juglares de péñola, que la Crónica de 1344 parece oponer a los de boca (Menéndez Pidal 1991: 69-71). Además, la línea divisoria entre la calidad de los distintos tipos de entretenimiento debía de ser bastante borrosa. Esto explicaría que en las Siete Partidas, de forma contradictoria a lo que Guiraut de Riquier hacía decir a Alfonso X en la Declaratió, con un tono mucho más aristocrático e interesado, y censurando la ganancia de dinero de forma considerada soez, se afirme que:

Otrosi [son enfamados] los que son iuglares & los remedadores & los fazedores delos carrahones que publica mente andan por el pueblo. o cantan o baylan o fazen iuegos por preçio. esto es porque se envilesçen ante todos por aquel preçio que los dan. Mas los que tanneren estormentes o cantasen por fazer solaz asy mesmos. o por fazer plazer a sus amigos. o dar solaz alos reyes o alos otros sennores no serian porende enfamados. (Partida VII, título vi, ley 4; ed. Corfis, en O’Neill et al. 1999: fol. 383r)

Así pues, se condena aquí a quienes se designa como juglares, como también ocurre en la Partida I (título XX, ley 12), en la IV (título xiv, ley 3) y en la VI (título vii, ley 5), pero se considera de forma positiva a quienes tañen instrumentos y cantan para solaz propio, de amigos o de reyes y nobles, lo que demuestra la inestabilidad semántica del término juglar en la época y la variedad de profesionales del entretenimiento que debían de existir (o, al menos, la variedad de sus funciones). Esta ambivalencia del término y esta consideración de los juglares como individuos, a veces condenables y otras dignos, podrían explicar que en algunos poemas en cuaderna vía del siglo XIII el yo narrador se equipare a un juglar, eso sí de Dios (como también haría San Francisco de Asís) o de un santo. Así ocurre, por ejemplo, en el LAlex (c. 1750) y en Berceo (VSD, cs. 289, 759, 775, 776). No creo que haya que suponer aquí, como piensa Hilty, que «los límites [...] entre el clérigo y el juglar, por un lado, y el autor y el ejecutador, por otro, se diluyen y desaparecen» (1995: 170). Más bien, dada la bipolaridad del término, el yo narrador (tras quien parece esconderse el autor, clérigo, como veremos, cultural y profesional) no tiene reparo en asociarse con un juglar, eso sí, como Tarsiana en el LApol, no de los de buen mercado (v. 490c), sino de los más elevados. Quizá esto sería posible, precisamente, porque el autor era consciente, como veremos, de que la emisión vocal de su obra no iba a llevarla a cabo, al menos típicamente, un juglar. No creo, pues, que haya conflación de funciones aquí, sino, simplemente, el uso de una metáfora por parte del narrador (autor y emisor vocal) para autodefinirse (Ancos 2009a).

El tipo de obras que transmitían estos profesionales del entretenimiento no es menos problemático que la nomenclatura de los mismos, al menos para lo que se refiere a la Castilla de los siglos XIII y XIV. Esto se debe, en parte, a la falta en la Edad Media de una terminología genérica bien definida y, en parte, al hecho de que no sabemos hasta qué punto los textos que hoy poseemos reflejan la letra de las obras tal y como en su día se difundían y recibían. A ello hay que añadir nuestro desconocimiento de las técnicas concretas de vocalización de los juglares. Parece claro que en Provenza, Galicia, Aragón, Alemania, Francia, Inglaterra y muchas otras zonas había juglares que vocalizaban las obras de otros y, en ocasiones, sus propias composiciones, y que estos profesionales del entretenimiento eran omnipresentes en toda Europa en el siglo XIII. Asimismo, la documentación que se posee sugiere que el repertorio de los juglares debía de ser variado en cuanto al tipo de obras que transmitían, como demuestra a finales del siglo XII Guerau de Cabrera en el ensenhamen a su juglar Cabra, sobre el que volveremos, y, ya en el siglo XIII, el de Guiraut de Calanson a su juglar Fadet (Riquer 1983, II: 1079). Faral (1910: 81 y passim) y Vitz (1999: 22-23 y passim) citan el caso de Les deux bourdeurs ribauds, composición del siglo XIII en la que dos juglares comparan sus respectivos repertorios. A partir de este texto se presume que los juglares cantaban (chanter) y quizá recitaban (dire, conter) cantares de gesta, romans y otro tipo de composiciones, incluso algunas en latín. En efecto, uno de los dos personajes dice que sabe «bien chanter / De Blancheflor comme de Floire» (apud Vitz 1999: 22), afirmación de la que Vitz deduce que los juglares debían de cantar versiones de la historia de Flores y Blancaflor similares a las contenidas hoy en diversos manuscritos.

Para el caso de Castilla y de los poemas narrativos se suele practicar también esta suposición y dar por seguro que los juglares eran los transmisores de la poesía épica, a juzgar, por ejemplo, por los textos de Chobham y de las Siete Partidas, consignados arriba, y por la nota con la que termina el único manuscrito, del siglo XIV o de finales del XIII, que nos ha conservado el Poema de mio Cid: «E el romanz es leído / datnos del vino» (vv. 3734ab).37 A mi ver, resulta problemático, sin embargo, afirmar que los cantares de gesta a los que alude Alfonso X en las Siete Partidas hayan de corresponderse exactamente con el texto conservado del Poema de mio Cid, por no hablar ya del caso del PFG, de la misma manera que no podemos saber a ciencia cierta qué texto de la historia de Flores y Blancaflor vocalizaría el juglar de Les deux bourdeurs ribauds. Además, las gestas de los líderes y las vidas de santos a que alude Tomás de Chobham se cantaban con acompañamiento musical, algo que no parece ser así ni en el texto de las Siete Partidas, ni en la nota añadida al explicit del Poema de mio Cid, donde lo que se postula es, más bien, una lectura en voz alta. Esta nota, en letra diferente a la del resto del poema, es, además, tardía (Montaner 2007: 218, n. a los vv. 3734- 35b), con lo que no reflejaría la forma primaria de difusión del Poema de mio Cid de 1207 (Vaquero 2005: 215-16). En suma, parece seguro que los juglares (en el sentido de profesionales del entretenimiento) vocalizaron de formas distintas cantares de gesta y otro tipo de composiciones narrativas, amén de poesía lírica. Precisar estas formas, que en ocasiones implicaban el canto y el acompañamiento musical, pero que en otros casos parecen suponer sólo una lectura en voz alta, resulta ya más problemático; y afirmar si los textos hoy conservados fueron difundidos de alguna de estas maneras, es algo que, creo, los datos externos de que disponemos no nos permite ni asegurar, ni negar. Lo mismo se podría decir de las vidas de santos (véase Faral 1910: 47-55). Ésta es una de las razones por las que en este estudio se partirá de la evidencia interna que se pueda encontrar en los propios textos conservados para tratar de precisar cómo se difundían y recibían primariamente, y que los datos externos se utilicen sólo como apoyo para corroborar o rechazar las conclusiones a las que se llegue.

2.– El uso del vocablo literatura (y, como se verá, el de muchos otros), aplicado a la Edad Media y a épocas anteriores a ésta, no es, seguramente, del todo correcto. En primer lugar, puede referirse a una producción verbal (término propuesto por Funes 2009: 23) no necesariamente compuesta a través de la escritura ni destinada a ser difundida primariamente a través de la letra. A esto puede sumarse la práctica inexistencia del significante literatura en los vernáculos ibéricos hasta la década de los 90 del siglo XV y lo mucho que el significado del vocablo ha variado a lo largo del tiempo. Sin embargo, a falta de un término mejor y dado que hoy recibimos todos estos productos verbales pasados casi exclusivamente a través de la letra, he utilizado y seguiré usando el término literatura y otros derivados (y sin resaltarlos tipográficamente, para no producir sobresaltos en la lectura). Sobre toda esta problemática, pueden verse, en lo que a la Edad Media se refiere, el trabajo clásico de Zumthor (1989) y, ya más cercanas a nuestro objeto de estudio, las recientes reflexiones de Funes (2009: 20-23) y, a su zaga, García Única (2008: 270-80 y 2011: 49-54), con bibliografía al respecto.

3.– La bibliografía sobre la historia de las distintas formas de difusión y de recepción de la literatura en Occidente es enorme. Con el fin de no interrumpir el relato a cada paso, intentaré reducir las referencias bibliográficas al máximo. Sin embargo, es de recibo consignar aquí que buena parte de la información contenida en las páginas que siguen se ha tomado, entre otros, de: Auerbach (1969), Azuela Bernal (1997), Balogh (1927), Beceiro Pita (2007), Borges (1976), Burrow (1982), Carruthers (1990 y 1998), Carruthers y Ziolkowski (2002), Cavallo (1998), Cavallo y Chartier (1998), Chaytor (1945), Chinca y Young (2005), Cipolla (1970), Clanchy (1993), Joyce Coleman (1996), Crosby (1936), Dahl (1982), Díaz y Díaz (1979 y 1981), Escolar Sobrino (1998), Faral (1910), Faulhaber (1987 y 2003), Frenk (1997), Gómez Redondo (2006), Goody y Watt (1996), Green (1990, 1994 y 2007), Hamesse (1998), Havelock (1996), Hendrickson (1929), Knox (1968), Manguel (2001), McLuhan (1993), Menéndez Pidal (1991), Millares Carlo (1971), Parkes (1991, 1993 y 1998), Pérez (1948), Pérez Pastor (1908 y 1909), Pérez de Urbel y Whitehill (1929), Petrucci (1999), Saenger (1982, 1997 y 1998), Scholz (1980), Svenbro (1998), Vitz (1999), Yates (1966) y Zumthor (1989).

4.– De ahí sus comentarios irónicos ante la aparición de un incipiente público lector de jóvenes ignorantes (Apología, ed. Fowler 1914: 99). En la misma línea está su relato de la supuesta invención de las letras por Teuth, quien muestra su descubrimiento al rey de Egipto, Tamos, diciéndole que hará a sus súbditos más sabios y mejorará sus memorias. Tamos lo rechaza apuntando que, por el contrario, contribuirá a hacerlos más olvidadizos, al no tener que entrenar la memoria, puesto que la escritura contribuye a sacarla de la mente; y que sólo generará una impresión de conocimiento, pero no un auténtico conocimiento interior (Fedro, ed. Fowler 1914: 561-65). La única palabra escrita válida es, según Platón, la que está inscrita en la mente de quien quiere aprender (Fedro, ed. Fowler 1914: 567). Todavía en el siglo XIII de nuestra era, Santo Tomás de Aquino justificará en su Summa theologica que Pitágoras, Sócrates y Jesucristo no pusieran sus enseñanzas por escrito por la capacidad del buen maestro de inscribir permanentemente en la mente del discípulo sus enseñanzas (McLuhan 1993: 150-53).

5.– Jesper Svenbro (1998: 61-71) intenta compensar la ausencia de información específica sobre las modalidades de emisión y recepción de la literatura en la Antigüedad griega con un análisis semántico de verbos, atestiguados ya desde hacia el año 500 a. de C., que pueden significar algo parecido a ‘leer’. Así, némein (‘distribuir’) y sus compuestos parecen sugerir la lectura en voz alta como medio de difusión de lo escrito ante un grupo de gente al que se ‘distribuyen’ los contenidos del texto. Lo mismo se puede decir de légein (‘hablar’) y sus compuestos. Anagignóskein (‘reconocer’) era el verbo más utilizado en Atenas en el sentido de ‘leer’ y, para Svenbro (1998: 67), vendría a significar ‘reconocer la secuencia gráfica como lenguaje’ para poder vocalizarla. Todos estos verbos apuntarían, pues, a una difusión a través de la voz. El emisor vocal tendría un carácter puramente instrumental y al servicio de lo escrito. Por su parte, el texto poseería un carácter incompleto, a la espera de la vocalización; y la mayoría de los receptores accedería a la producción escrita a través del oído (1998: 68-69). Esta situación comunicativa genera la aparición de toda una serie de objetos, a veces llamados ‘objetos parlantes’, designados como yo de la enunciación en las inscripciones: el emisor vocal no es sino una prolongación del propio objeto y del texto inscrito. De aquí a la ecuación yo de la enunciación = libro (documentada en Roma y, mucho después, en la copla 70 del Libro de buen amor) no hay más que un paso.

6.– Así, en el Hipólito de Eurípides (428 a. de C.), Teseo (vv. 856-80) ve una tablilla que pende de la mano de Fedra, su esposa muerta. Temeroso de las noticias que pueda contener, duda en abrirla. Al final se decide a hacerlo. En este momento, el coro interviene con lamentos y admoniciones sobre el contenido de la carta. Inmediatamente después, Teseo cuenta en monólogo lo que contiene la tablilla, lo que lleva a pensar que la ha leído en silencio (ed. Kovacs 1995: 209). En Los caballeros, de Aristófanes (424 a. de C.), Nicias roba un oráculo y se lo lleva a Demóstenes, que parece leerlo en silencio mientras profiere exclamaciones por el contenido del mismo y pide que se le traiga más vino (vv. 109 y ss.; ed. Rogers 1924: 135-37).

7.– Así, por ejemplo, Quintiliano (h. 35 d. de C.-h. 100 d. de C.) aconseja que la composición se haga teniendo en cuenta la difusión vocal: «sic fere componendum quomodo pronuntiandum erit» (Institutio oratoria IX, iv, 138; ed. Butler 1920-22, III: 584). De ahí, quizá, la práctica de componer al dictado o de pronunciar en voz alta las palabras mientras se ponía por escrito la composición, atestiguada desde antiguo, que permitiría al autor un contacto acústico con su composición desde el principio de su creación (Green 1994: 31). Quintiliano recomienda asimismo aprender de memoria la composición en las mismas tablillas de cera en las que previamente se había puesto por escrito, con el fin de que la memoria visual de la tablilla escrita ayude a recordarla después con más facilidad en el momento de su recitación (Institutio oratoria XI, II, 32; ed. Butler 1920-22, IV: 228). Además de este truco, apunta el uso de ciertos signos gráficos como ayudas de memoria y señala que, a la hora de la memorización, es conveniente pronunciar en voz alta lo que se lee, de manera que la memoria pueda contar con la cooperación de lo que se pronuncia y de lo que se oye al mismo tiempo (dicendi et audiendi). Memorizar a partir de lo que lee otro (legente alio, con lo que legere equivale a ‘leer en voz alta’) tiene ventajas, porque lo que se oye se retiene más fácilmente, pero también inconvenientes, ya que la vista trabaja más rápido que el oído (Institutio oratoria XI, II, 32 y ss.; ed. Butler 1920-22, IV: 228). Memoria y actio o pronuntiatio eran, en efecto, dos de las cinco partes de la retórica que gobernaba la composición de las obras literarias en la Antigüedad.

8.– Esto se puede deducir de los consejos de Quintiliano para componer los discursos. Antes, Horacio (65-8 a. de C.) contaba en sus Sátiras cómo no gustaba de leer en voz alta (recitare) él mismo sus libellos, a no ser que fuera a un grupo reducido de amigos y, aun en este caso, bajo continuos ruegos (Sátiras I, iv, vv. 71 y ss.; ed. Fairclough 1929: 54). Plinio el Joven (h. 62-h. 115 d. de C.) señala que la razón por la que él prefiere leer en voz alta (ratio recitandi) sus discursos (orationes) en público es para poder corregirlos con posterioridad a partir de las sugerencias de los oyentes, y da a entender que obras históricas (historiam), tragedias (tragoediam) y poesía lírica (lyrica) también se leían en voz alta por costumbre, aunque en propiedad la lírica pedía «non lectorem, sed chorum et lyram»; la tragedia «non auditorium, sed scaenam et actores»; y la historia debía reflejar la verdad y ser recibida de forma privada, no ser objeto de ostentación y de exposición pública (Epístolas VII, xvII; ed. Melmoth 1915, II: 38-40). Es de notar en el texto de Plinio el uso del término lector para designar al emisor vocal de la poesía lírica, es decir, al lector en voz alta, de modo parecido a como ocurría con el uso de legere en Quintiliano.

9.– Así, Horacio advierte al a quien se dirige en su Arte poética (vv. 386-90) que en caso de haber (com)puesto algo por escrito (scripseris), sería mejor consignarlo primero al oído (auris) de varias personas, y dejarlo reposar después en los pergaminos (membranis) nueve años, porque «delere licebit / quod non edideris; nescit vox missa reverti» (Arte poética, vv. 389-90; ed. Fairclough 1929: 482).

10.– Por ejemplo, Tristes (I, i, vv. 1 y ss.; ed. Wheeler 1924: 2); y Epístolas (I, XX, vv. 1 y ss.; ed. Fairclough 1929: 389), respectivamente.

11.– Así ocurre, por ejemplo, con Ovidio en el «Epigrama» introductorio a sus Amores, en el que los tres libros toman la palabra y se dirigen a un receptor en segunda persona del singular (tibi) cuya actividad es referida como legere (ed. Showerman 1977: 318). En las Tristes, el libro habla en primera persona del singular y apostrofa a un lector amice, también singular (Tristes III, I, vv. 1 y ss.; ed. Wheeler 1924: 100). Marcial se dirige a un delicate lector, aunque a veces su receptor es múltiple, unos lectores tetrici (Epigramas IV, 55, v. 27; y XI, 2, v. 7, respectivamente; ed. Shackleton Bailey 1993, I: 324 y III: 4).

12.– Así, Marcial dice que tiene noticias de que todo el mundo lee (legit) sus libellos en Vienne, en el oeste de la Galia (Epigramas VII, 88; ed. Shackleton Bailey 1993, II: 148). Horacio señala que los libros que respetan una serie de preceptos cruzan los mares (Arte poética, v. 345; ed. Fairclough 1929: 478). Plinio el Joven queda gratamente sorprendido de que hubiera libreros (bibliopolas) en Lyon y de que sus libros se vendieran allí (Epístolas IX, xi; ed. Melmoth 1915, II: 194); y nos informa con alegría de que él mismo y Tácito eran conocidos en las provincias gracias a la transmisión textual (Epístolas IX, xxiii; ed. Melmoth 1915, II: 226-29).

13.– Horacio, describiendo a Mecenas parte de su rutina diaria, señala que una de sus actividades es untarse en aceite (de oliva, faltaría más) «lecto / aut scripto quod me tacitum iuvet» (Sátiras I, vi, vv. 122-23; ed. Fairclough 1929: 86). Tacitum podría querer decir aquí tanto ‘en silencio’ como ‘tranquilamente, en calma’, pero, en cualquier caso, parece aludir a la escritura y la lectura como actividades individuales. En otra de las sátiras horacianas, Tiresias señala que Nasica tacitus leget las tablillas que contienen un testamento en presencia de otros personajes (Sátiras II, v, vv. 66-69; ed. Fairclough 1929: 204). Se trata aquí de la lectura de un documento, no de lo que hoy consideraríamos una composición literaria, pero el sentido de ‘en silencio’ parece más claro. Antes, Tiresias aconseja a Ulises que, si alguien le da su testamento para que lo lea (legendum), debe hacer como si rechazara la oferta y desplazar con su mano las tablillas que lo contienen, pero de manera que antes pueda recorrer rápidamente con el ojo (veloci percurre oculo) la segunda línea de la primera plana de las tablillas, para ver si él es el único heredero o no (Sátiras II, v, vv. 53-55; ed. Fairclough 1929: 202). Es posible que la lectura que se propone a Ulises no sea necesariamente silenciosa, sino sotto voce.

14.– Prospicere in dextrum [...] et providere, non rationis modo sed usus quoque est; quoniam sequentia intuenti priora dicenda sunt, et, quod difficillimum est, dividenda intentio animi, ut aliud voce aliud oculis agatur. (Institutio oratoria I, i; ed. Butler 1920-22, I: 36)

15.– Balogh (1927: 207, n. 47) aporta el ejemplo de la Epistula ad M. Caes., IV, 3 de Fronto, en la que éste tiene en cuenta la opinión audientium aut legentium.

16.– Véanse, por ejemplo, Balogh (1927: 207 y n.); Scholz (1980: 107 y ss.); y Green (1994: 27- 28, 177-79, 225-30, 334-35, 381-82 y 396-98).

17.– Algunos ejemplos en que aparecen ambos términos pueden arrojar, quizá, algo de luz sobre todo esto. Así, Plinio el Joven alaba, en una de sus epístolas, la capacidad retórica de Isaeo, que está a punto de ir a visitarle; señala que él prefiere una recepción acústica de los productos literarios, especialmente cuando el emisor físico es hábil y vocaliza sus propias obras; y trata de persuadir a su sobrino, el destinatario de la carta, de que acuda a oír a Isaeo porque «legendi [a los autores] semper occasio est, audiendi non semper» (Epístolas II,iii; ed. Melmoth 1915, I: 100). Parecen aquí oponerse dos formas de difusión de las obras (a través de la voz y a través de la letra) y dos actividades receptoras (a través del oído y a través, principal o exclusivamente, de la vista). En otra de sus cartas, Plinio confiesa que «comoedias audio et specto mimos et lyricos lego et Sotadicos intellego» (Epístolas V,iii; ed. Melmoth 1915, I: 366). Parece establecerse, pues, una progresión en cuanto a los diferentes modos en que Plinio consume obras no serias (audire y spectare), reservando actividades cada vez más privadas (legere e intellegere) para la poesía erótica y obscena. Por su parte, Marcial dirige uno de sus epigramas a un lector amice, «qui legis et tota cantas mea carmina Roma» (Epigramas V, 16, v. 3; ed. Shackleton Bailey 1993, I: 324). El lector al que se refiere Marcial ¿lee en privado (en voz alta o no) o en público a otros? ¿Canta o recita los poemas?

18.– En Epigramas XIV, 184, 186, 188, 190 y 192 (ed. Shackleton Bailey 1993, III: 298-302), Marcial comenta, asombrado y gozoso, que los nuevos códices de pergamino puedan contener, en un solo libro, la Ilíada y la Odisea; enormes cantidades de Virgilio, Cicerón y Livio; las Metamorfosis de Ovidio, etc.

19.– Saenger (1997: 299, n. 41) señala que cor significa ‘mente’, no ‘corazón’, en San Agustín, al tiempo que critica la interpretación del pasaje que ofrece Carruthers (1990: 170-72 y 329-31). Puede verse también Funes (2009: 38 y 54, n. 16).

20.– El propio San Agustín, de hecho, practicaba la lectura in silentio como algo natural. En Confesiones VIII, 12, declara que, llamado por una voz infantil que le cantaba repetidamente tolle, lege se lo dejó todo y «legi in silentio capitulum [de San Pablo], quo primum conjecti sunt oculi mei» (ed. Migne 1995, 32: 762). La práctica de la lectura primordialmente ocular parece aquí clara, aunque es posible que in silentio no implicara necesariamente silencio absoluto.

21.– Este es el tipo de lectura que también han señalado para el pasaje, entre otros, Balogh (1927: 85 y ss.), Hendrickson (1929: 185), Chaytor (1945: 16), Knox (1968: 435) y Saenger (1997: 8 y 299).

22.– Saenger distingue entre silent oral reading y true silent reading (1997: 299, n. 42), en un intento de precisar conceptos que la propia terminología empleada hace problemático.

23.– San Agustín, aunque era capaz de realizar el proceso mental que lleva rápidamente la palabra escrita desde la materia escriptoria hasta la mente, consideraba todavía que las letras eran símbolos de sonidos y los sonidos símbolos de las cosas (Parkes 1993: 20-23 y 1998: 143):

Sed haec atque hujusmodi signa corporalia sive auribus sive oculis praesentibus quibus loquimur exhibemus: inventae sunt autem litterae, per quas possemus et cum absentibus colloqui: sed ista signa sunt vocum, cum ipsae voces in sermone nostro earum quas cogitamus signa sint rerum. (De trinitate XV, x, 19; ed. Migne 1995, 42: 1071)

24.– Rupertus Tuitiensis, a principios del siglo XII, señalaba en sus Commentaria in Apocalypsim que encontraba gran satisfacción en «legere vel audire [la palabra de Dios], et intellecta commen- dare memoriae» (ed. Migne 1995, 169: 923). Frances Yates (1969: 50-81) señala cómo en la Edad Media la memoria deja de ser parte de la retórica para pasar a ser considerada una de las tres potencias del alma en la tradición platónico-agustiniana y, sobre todo, una parte de la ética, en concreto de la prudencia (una de las cuatro virtudes cardinales), en la tradición aristotélico-tomista. Recordar es ahora esencial no ya para producir un buen discurso, sino para obrar adecuadamente y, por tanto, obtener la salvación. Es necesario, pues, saber discernir entre el bien y el mal, y almacenar tal conocimiento en la memoria de forma indeleble. A mediados del siglo XIV, Juan Ruiz jugará con todos estos conceptos en el «Prólogo en prosa» al Libro de buen amor.

25.– Téngase en cuenta que sólo tomo en consideración aquí aquellos casos en que los sustantivos lector y auditor aparecen en nominativo o vocativo y los verbos legere y audire en infinitivo de presente. Los resultados obtenidos no son, pues, exhaustivos, aunque sí, confío, representativos de tendencias generales. Por otro lado, computo como ocurrencias distintas la aparición de las fórmulas en un mismo pasaje utilizado por dos o más autores diferentes.

26.– Una distinción similar ocurre, en el siglo XII, en los sermones de Isaac de Stella (ed. Migne 1995, 194: 1819).

27.– Compárese esta definición, por ejemplo, con la de San Isidoro en el siglo VII:

Lectio dicitur quia non cantatur, ut psalmus vel hymnus, sed legitur tantum. Illic enim modulatio, hic sola pronuntiatio quaeritur. (Etimologías VI, XIX, 9; ed. Oroz Reta et al. 1982- 83, I: 610).

En Hugo de San Víctor, la voz se ha debilitado y el ámbito de la lectura abandona el contexto exclusivamente religioso. Parecida operación se aprecia en Hugo de Fouilloy, la escuela de Chartres, Gilberto de Nogent y Abelardo (Saenger 1997: 245-46 y 415-16). De hecho, Hugo de San Víctor (Didascalicon III, XII, ed. Buttimer 1939: 61) dice que un hombre sabio, cuando se le preguntaba sobre el método más apto para el estudio, contestaba con unos versos en los que se señalaba que éste requiere un scrutinium tacitum de los textos. Estos versos aparecen también en el Polycraticus de Juan de Salisbury (VII,xiii; ed. Giles 1969, IV: 130), donde se atribuyen a Bernardo de Chartres. Más tarde serán repetidos por Pedro Coméstor en el siglo XII, y por Vicente de Beauvais y Gilberto de Tournai en la centuria siguiente (Jerome Taylor 1961: 215, n. 61).

28.– La alusión a Quintiliano es a Institutio oratoria II, v, 4 (ed. Butler 1920-22, I: 246):

Et hercule praelectio, quae in hoc adhibetur, ut facile atque distincte pueri scripta oculis sequantur, etiam illa, quae vim cuiusque verbi, si quod minus usitandum indicat, docet, multum infra rhetoris officium existimanda est.

Quintiliano, pues, se refiere con praelectio a una técnica de enseñanza elemental de lectura, que los maestros griegos dejaban en manos de auxiliares por no considerarla digna de su profesión y que él, sin embargo, sí considera parte de las obligaciones del profesor de retórica.

29.– Véanse Chaytor (1945: 14-15); Frenk (1997: 9 y 89, n. 14), de donde tomo las interpolaciones latinas; y Saenger (1997: 248 y 416, y 1998: 193).

30.– En la segunda mitad del siglo XIII, Alfonso X ya regula el uso del pargamino de paño o de papel y del pargamino de cuero, que deben destinarse a documentos distintos de la cancillería real (Siete Partidas, Partida III, títuloxviii, ley 5; ed. Corfis, en O’Neill et al. 1999: fol. 195r).

31.– Alfonso X señalará «como los estudios generales deuen auer estaçionarios que tengan tiendas de libros para exenplarios» (Siete Partidas, Partida III, título xxxi, ley 11; ed. Corfis, en O’Neill et al. 1999: fol. 145v). Véase también Millares Carlo (1971: 61).

32.– Considérese, por ejemplo, el Pantheon de Godofredo de Viterbo, que incluye una versión de la historia de Apolonio de Tiro, o la Alexandreis de Gautier de Châtillon, fuente principal del LAlex.

33.– Para un panorama general sobre los libros y las bibliotecas españolas durante la Edad Media, pueden verse Faulhaber (1987 y 2003) y los estudios de Beceiro Pita (2007).

34.– Para el caso de Castilla, es imprescindible el magnífico estudio de Amaia Arizaleta (2010) sobre la función y producción de los clérigos de la cancillería real entre 1157 y 1230.

35.– Sobre los juglares en general, son aún imprescindibles Faral (1910) y Menéndez Pidal (1991). Para el caso concreto de la Castilla del siglo XIII pueden verse Lorenzo Gradín (1995), Hilty (1995), Moreno Hernández (2010: 71-84) y Montoya Martínez (2003).

36.– El sustantivo joglaría del verso 2a del LAlex («mester trayo fermoso: non es de joglaría») suele interpretarse en conexión directa con este supuesto grupo social de los juglares, bien para oponer una presunta escuela juglaresca a la de los clérigos (en la visión tradicional), bien para sugerir que se estaría llamando la atención aquí sobre el modo de vocalización de la obra, que habría de realizarse no como lo hacen los juglares, sino con el silabeo que exige la articulación dialefada y latinizante del nuevo fablar fermoso de la clerecía (véanse, por ejemplo, Uría 1992b, 2000a: 36-51; y Gómez Redondo 1996a: 30-31, 1998: 265-67, 2003: 234-37). En mi opinión, sin embargo, la conexión con los juglares no es lo fundamental en esta estrofa. De hecho, Kasten y Cody (2001) anotan ‘burla’ como primera acepción de juglaría, significado que también está documentado en la prosa de Alfonso X (Kasten y Nitti 2002) y en los poemas del mester (LAlex, v. 700a; VSD, v. 89c; y VSM, v. 384d), el Libro de buen amor (v. 1633b) o el Libro de miseria de omne (v. 392d). Por supuesto, en estos diccionarios se recoge la acepción del término como ‘arte de los juglares’ o ‘arte de trovar’, como también hace Tejedo (2005) para las Siete Partidas (y véase Libro de buen amor, v. 1489b; y Elena y María, vv. 293-94). La polisemia e inestabilidad semántica del vocablo juglar en el siglo XIII es notable, a lo que habría que añadir lo difícil que resulta delimitar la existencia de una clase social compuesta por los juglares y la enorme variedad de actividades, más o menos aceptables para las autoridades civiles y eclesiásticas, que comprendía el ‘arte del juglar’. Por todo ello, creo que este sentido un tanto lexicalizado de ‘burla’, ‘chanza’ o ‘broma’, en el que la presencia subyacente de los juglares ya no es necesaria a la hora de explicar el vocablo, es el que tiene el término juglaría en el verso 2a del LAlex. El mester del narrador-autor y del narrador-emisor vocal es fermoso y no trata de un asunto banal, nimio, de chanza o burla, sino que contiene saber gramatical, poético y retórico (tanto en el nivel de la composición como en el de la difusión vocal), cultural, religioso y ejemplar; es decir, contiene clerezía: «mester es sin pecado, ca es de clerezía» (LAlex, v. 2b).

37.– Véase la edición de Montaner (2007: 218 y 687-88); y véanse también Menéndez Pidal (1991), Faral (1910: 55-60), Hilty (1995) y Lorenzo Gradín (1995).

Transmisión y recepción primarias de la poesía del mester de clerecía

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