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Shea Stadium, 1965

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Es noche de concierto y el estadio está completo. Hay muchos chicos y sobre todo chicas que van a escuchar. La expectativa es absoluta, la espera es un acontecimiento en sí. Salen los músicos y empiezan a tocar. Las chicas gritan. Uno diría que la música las impacta de tal modo, o tal vez es que esperaron tanto ese momento, que no pueden evitar gritar. ¿Empezaron a gritar todas simultáneamente o empezó una y después otra y después otra y después otra? El hecho es que pareciera que gritan todas. No sólo cuando empieza la primera canción sino que ya lo hacían desde antes, y lo siguen haciendo durante la canción. Y durante la siguiente canción y la siguiente y la que sigue a la siguiente. Los policías se tapan los oídos para protegerse de los gritos. Todo gira en torno a la escucha. Pasan las canciones y los gritos permanecen. Casi parece que fuera posible escuchar dos veces el mismo grito, y que las dos veces fueran la misma. La paradoja empieza a ocupar el centro de la escena, todo se disloca. Fueron a escuchar y gritan porque escuchan. Y porque gritan no escuchan lo que fueron a escuchar. Es como si quien mira una película cerrara los ojos de admiración. O como si quien lee un libro tachara las páginas que le faltan leer de tanto que le gustaron las que ya leyó. ¿Qué es lo que hace que alguien que lo que más quiere y espera es escuchar sabotee la escucha de ese modo violento y hasta grotesco? ¿Qué fuerza imparable y burlona hace que el grito sea preferible a escuchar lo que fueron a escuchar y desean escuchar? ¿Es esa la misma fuerza que vence a los guardianes del Infierno, como nos habían contado hace tanto tiempo? Las cámaras enfocan a los músicos, pero pronto perciben que el verdadero interés está en las plateas, en esas chicas trepadas a los alambrados, o agarradas de sus propios pelos, o que se tapan los ojos con las manos como si algo las desesperara o las horrorizara, y que mientras hacen lo que hacen gritan. Son los marineros de Ulises. ¿O son las sirenas? ¿O son el propio Ulises, atadas a sus mástiles? Tal vez los gritos son las sogas que las atan. Sogas paradójicas que les permiten escuchar al impedirles escuchar. Otra manera de verlo, y que tal vez sea lo que las chicas que gritan están pensando o han pensado, es que lo que quieren con sus gritos es contrarrestar el poder destructivo de la música que aman y escuchan, o que escucharían si no gritaran. Y en el mismo movimiento, hacer de los músicos escuchas. Eso es lo brillante de su decisión. Los músicos tocan la música que las chicas escuchan o quieren escuchar, pero las chicas gritan para que sean los músicos los que escuchen y no haya más diferencias entre ellos. Porque es evidente que esas chicas no gritan cada vez que escuchan esa música. No gritan cuando la escuchan en discos que ponen en sus casas, o cuando la escuchan por la radio desde sus habitaciones. En esos casos solo escuchan. Y hasta es posible que sea justamente porque pueden escuchar esa música a través de los discos o de la radio que cuando están en el estadio gritan. Por eso en realidad sus gritos no son comparables con la ceguera voluntaria de quien ve una película o con quien tacha las páginas del libro que admira. Se trata de un don: les regalan los gritos a los músicos para que ellos también puedan escuchar. Los roles no se invierten, se hacen simultáneos. La situación pura sería que las chicas sólo escucharan la música que tocan los músicos y los músicos sólo escucharan los gritos que las chicas gritan. Observemos algo más: el deseo de las chicas de producir el máximo volumen posible (ya que sus gritos tienen un volumen muy superior al que usarían para cantar) infunde una asimetría en la escena. Los músicos tienen amplificadores, es verdad. Pero no parecen tener el volumen al máximo ni cantan al máximo volumen que pueden. Las chicas sí. Los músicos podrían elevar el volumen pero no lo hacen. Las chicas, en cambio, gritarían más fuerte si pudieran. Hay dos masas sonoras que se encuentran y se estrellan: una que proviene de los parlantes del escenario y la otra que proviene de las plateas. Es un combate, ya lo hemos visto. Es un duelo, y el arma es la voz.

No todo es frenesí entre las chicas. Una de ellas, sentada en la platea, está absolutamente tranquila. Como si sus oídos estuvieran suspendidos, como si hubiera conseguido un escudo sónico que la aísla. Descubrió que tiene un arma más eficaz que sus gritos, a saber, el olvido y la imposibilidad de su silencio. Y con esa arma se defiende de aquello que solo ella percibe como una amenaza. Es una batalla que se libra en la escucha, entre lo que es y lo que no es silencio, entre lo que era y lo que no era sonido. ¿O se puso cera homérica en los oídos? Tal vez previó los gritos y se protegió. O tal vez previó todo lo contrario, que la música en sí era peligrosa y temible, y se protegió. O tal vez lo hizo por error. ¿Proserpina? ¿Ekathé? Lo cierto es que está en calma, domina sus pulsiones. Entonces los músicos son los que repentinamente se sienten amenazados, porque ese silencio olvidado es el que termina de invertir los roles. Los obliga a escuchar. A diferencia de los gritos, que sólo los hace escuchar, sin obligarlos. ¿Acaso no escuchan lo que tocan? ¿Acaso no escuchan los gritos que los ensordecen y les hacen dejar de escuchar? Entre todo ese abultado rumor, sin embargo, hay un silencio que los descoloca. ¿Qué hacer con ese silencio imposible instilado en el estadio y en la noche, en medio de los gritos? Lo que hacen es dejar de tocar, pero sin dejar de hacer los movimientos que hacían, como si tocaran y cantaran. Del escenario llega a las plateas el más poderoso silencio sonoro. Y ahora todo tiene sentido, porque lo único que suena son los gritos. La gente cree que los músicos tocan, porque los gritos se sobreponen a todo. Los músicos se abandonan a la percepción, porque su música se transformó en efecto puro. Los argonautas siguen remando con vigor, aceleran el ritmo. La esperanza es que el peligro vaya quedando atrás, que sólo quede el eco de la escucha. Sólo que las sirenas son y seguirán siendo también el barco y ya no hay manera de olvidarlas.

Caja continua de voces I

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