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El Genji monogatari: el último avatar de la novela I

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De las múltiples causas de atracción que ofrecen las artes y las letras de Japón, tal vez ninguna sea más merecedora de asombro que el Genji monogatari. Escrito a comienzos del siglo XI por una mujer de la corte imperial, casi de inmediato se transformó en lo que sigue siendo: el gran clásico de la literatura japonesa, y seguramente su incuestionable obra maestra.

El libro cuenta la historia de un príncipe que no llega a ser emperador. Hijo de emperador y de una mujer sin suficiente abolengo, el destino del príncipe Genji (se pronuncia aproximadamente «guenshi») está marcado por el signo de esos ancestros contrariados. Dotado de especial belleza, de superior talento para la danza, la música o la caligrafía, y de gran carisma personal, es llamado desde su infancia Hikaru, «resplandeciente», «luminoso». La historia, como el personaje, no carece de rasgos excepcionales: en una narración en la que predomina el realismo psicologista, delicadamente marcado por cierto tono melancólico ante el paso del tiempo y la fugacidad de las cosas, y en la que se cuentan los amores sucesivos, y sobre todo simultáneos, del héroe, además de sus avatares en la vida de la corte, su exilio por razones políticas o su maestría en el arte de hacer perfumes, no faltan los sueños proféticos, los espíritus vengadores o las predestinaciones anunciadas.

No menos novelesco es el ámbito en el que el libro fue escrito: la corte imperial del período Heian, alrededor del año mil, con sede en lo que hoy es la ciudad de Kyoto. Como los comentaristas suelen recordar, esta fecha es muy anterior al zen, a la ceremonia del té, al surgimiento de los samuráis, al desarrollo del kabuki o del noh y a casi todo lo que hoy identificamos como tradicionalmente japonés. Pero sí coincide con otro hecho no menos japonés: la existencia de una clase dominante que ya profesaba con aplicación el culto de la estética y que entrenaba a sus hombres, y también a sus mujeres, en la inteligencia y el ejercicio de las artes. A una de estas mujeres, que conocemos por el nombre de Murasaki Shikibu (nombre del que en realidad ella está ausente, ya que deriva de la combinación del de la heroína de su libro y del cargo administrativo de su padre), debemos este libro inagotable, que empieza con el tono de los cuentos tradicionales y las narraciones populares y termina más de mil páginas después como si hubiera recorrido la historia de la literatura.

En el origen podemos postular el pudor. El modo de comunicación entre los hombres y las mujeres de la corte consistía casi exclusivamente, contra toda verosimilitud, en el intercambio de poemas escritos. Limitadas a puestos secundarios en la vida política y social, recluidas en cámaras del complejo palaciego a las que entraba poca luz, ocultas detrás de series de biombos opacos y debajo de varias capas de vestimenta, con las caras maquilladas de blanco y los dientes pintados de negro, esas mujeres sólo podían interactuar con el mundo masculino mediante el manejo de un complejo código de convenciones retóricas. A partir de un vocabulario limitado y de estrictas normas de versificación, esos poemas breves, muchas veces improvisados, debían ser capaces de comunicar todas las circunstancias de la vida cotidiana. Previsiblemente, esas prácticas derivaron en sofisticados mecanismos verbales de alusiones, sugerencias y sobreentendidos, de verdades apenas indicadas que dependían de la habilidad interpretativa del destinatario, habilidad que a su vez se basaba no sólo en el manejo de las convenciones de ese código sino también en el conocimiento del vasto repertorio de poesía china y japonesa, al que potencialmente se abría cada línea de esas composiciones pintadas a pincel.

Estos hábitos son una condición para entender el prodigio. Pero desde luego no son suficientes. Cientos de mujeres durante más de trescientos años los practicaron, pero sólo una escribió el Genji monogatari. Tal vez no haya análogos en la literatura del resto del mundo de una obra tan radicalmente nueva con respecto a lo conocido hasta entonces en el ámbito de su lengua. Ningún título es excesivo para la comparación. La Divina comedia, el Quijote o el Ulises proponen en sus literaturas mundos verbales novedosos, de vastedad y riqueza no mayores a las que propone el libro de Murasaki Shikibu. Un libro que, como el Quijote, parece anticipar y hasta parodiar las obras que serán su descendencia. Abundantes páginas se escribieron para comentar la maestría de sus proustianas observaciones psicológicas, de la caracterización minuciosa de decenas de personajes, de la sutileza y humor de los comentarios de la narradora, o de la ambigüedad irónica en el tratamiento de las virtudes morales del héroe. En las notas que siguen me propongo analizar, de sus muchos méritos técnicos, dos que considero particularmente relevantes, además de haber sido inatendidos por la crítica.

Caja continua de voces I

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