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II

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Debería escribirse una historia de la autoexégesis en literatura. Es decir, una historia de los mecanismos por los cuales obras literarias de diversas épocas y tradiciones se explican o interpretan a sí mismas, o al menos ofrecen indicios para hacerlo. Obras que incluyen, digámoslo así, indicaciones para su propia exégesis. Parece un recurso esencialmente moderno: lo encontramos en Kafka, que hace leer e interpretar a un personaje de El proceso el texto, incluido en la misma novela, de «Ante la ley»; lo encontramos en varios textos de Borges, por ejemplo en la primera página de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»; lo encontramos muy explícitamente en Pálido fuego de Vladimir Nabokov, y muy elípticamente en La Disparition de Georges Perec. También lo vemos en cierto pasaje memorable, protagonizado por Humpty Dumpty, de las aventuras de Alicia. Pero por cierto hay antecedentes muy anteriores: Dante, el Arcipreste de Hita, los autores del Roman de la Rose, San Juan de la Cruz, entre otros, han recurrido al comentario o a la exégesis incluida o incorporada a los propios textos comentados. El Genji monogatari, seguramente a causa de la conciencia que su autora tenía de la novedad de su invención, abunda en indicaciones, directas o indirectas, de lectura.

Podemos empezar por un episodio del capítulo veinticinco, que arroja luces y penumbras sobre el resto del libro. Tamakazura, ávida lectora y recién llegada a la mansión de las mujeres de Genji, está en su habitación leyendo. Genji entra, la interrumpe, y empiezan a hablar de literatura. El disparador es un tópico literario retomado y popularizado por Flaubert más de ochocientos años después: las mujeres como lectoras crédulas que toman por verdades las fantasiosas invenciones de los escritores. «Las mujeres parecen haber nacido para ser engañadas», dice Genji. «Saben perfectamente que en esas viejas historias no hay un ápice de verdad, y aún así se dejan hipnotizar por esas colecciones de trivialidades, y hasta a veces después ellas mismas escriben otras.» El Genji monogatari, digamos de paso, nos hace notar cuánto habría ganado Madame Bovary si Flaubert hubiera sido mujer. Antes de que Tamakazura pueda contestar, Genji modera su comentario y admite el placer que muchas veces encuentra en la lectura de monogatari, aunque los atribuye a personas que, supone, estarán acostumbradas a mentir. Tamakazura contesta que esa seguramente es la opinión de alguien que miente, y que ella, por su parte, los acepta en lo que tienen de verdad. Con gran habilidad, Murasaki Shikibu lleva la discusión hacia donde le interesa: Genji, como Aristóteles, compara los monogatari, es decir la ficción, para mejor entenderlos, con las crónicas históricas. «Las crónicas de la historia de Japón son sólo un fragmento de la verdad; son tus novelas las que completan los detalles», dice el héroe después de admitir lo injusto de su comentario anterior. Un tercer género aparece inmediatamente: las parábolas del Buda, que abundan en la literatura mahayana o del Gran Vehículo, y que, según la observación de Genji, apuntan oblicuamente a la verdad. Los encantos de la escena siguen: Genji especula sobre la posibilidad de que uno de los dos escriba la historia de ellos mismos, que juzga particularmente interesante, y Tamakazura responde que de todos modos el mundo la notará, aún si ellos no se toman el trabajo de escribirla. Pero el efecto de la escena ya está logrado y el Genji monogatari ya estableció su relación de similitud y diferencia con otros tres géneros: los viejos monogatari, las crónicas históricas y las parábolas budistas.

Las referencias a estos géneros y sus características en el resto del libro son numerosas. A veces los personajes se ven en situaciones que les resultan inverosímiles y comentan que es como si estuvieran protagonizando historias de viejos monogatari. Otras veces la narradora afirma que no va a presentar la historia completa de determinados episodios y que no contará los detalles, como si se tratara de crónicas. Estos comentarios empujan al Genji monogatari, que nunca deja de ser tal, hacia el realismo de las crónicas históricas, hacia el relato de hechos verdaderos. El resultado es un monogatari que pareciera tratar de no serlo, de absorber las características de sus géneros vecinos y que pide ser leído de un modo diferente y nuevo. Hay otro recurso, tal vez aún más importante, que pone en juego mecanismos de autocodificación. Me refiero al rol de la poesía en el libro.

Si en una cultura el intercambio de poemas es un hábito cotidiano, no sorprenderá encontrarlos en las obras en prosa que esa cultura produzca. Y en la prosa japonesa previa al Genji de hecho abundan. En la Historia del cortador de bambú (Taketori monogatari, el más antiguo que se conserva), los poemas aparecen en la narración como un elemento más de la realidad, indiferenciados en ese rol de muebles, árboles o jóvenes enamorados, y su función se limita, como en la realidad, al diálogo entre personajes. En los así llamados uta monogatari o historias de poemas (de los cuales el Ise monogatari, conocido en español como Los cuentos de Ise, es el más famoso), los poemas se transforman en algo así como personajes textuales, ya que las prosas que los acompañan cuentan la historia de su origen y composición, además de proveer un contexto de interpretación.

Una cierta relación entre prosa y poesía, aunque implícita, está ciertamente presente en el Kokinshu, la primera antología imperial de poesía japonesa (aclaremos que ya existía una antología no imperial de poesía japonesa, el Manyoshu, y por lo menos tres compilaciones de poesía china). Completado unos cien años antes de la composición del Genji, el Kokinshu incluye más de mil poemas escritos por decenas de poetas. Su autoridad, tanto formal como temática, fue inmediata, y es el modelo, vigente hasta fines del siglo XIX, del que surge la literatura japonesa de los siguientes mil años. La compilación está dividida en veinte partes temáticas. Las más importantes, por cantidad de poemas asignados, son las dedicadas a las estaciones del año y al amor. A su vez, dentro de las partes, los poemas están organizados siguiendo una suerte de criterio cronológico, de modo que los poemas sobre las estaciones siguen el orden de calendario, y dentro de cada estación están a su vez ordenados desde el comienzo hasta el final de la estación. La sección de poemas de amor sigue el ordenamiento narrativo que corresponde al de una relación amorosa, desde los primeros signos de enamoramiento hasta la declinación y el fin del amor. De modo que el resultado es una estructura cuidadosamente armada que hace de la antología una unidad consistente mediante criterios de la narración.

En el Genji, versos y prosa, poesía y narración, establecen una relación que se descubre progresivamente compleja. Vemos a los personajes intercambiar sus poemas, y los vemos también interpretarlos. A veces aparecen comentarios de la narradora sobre los poemas: «Un poema improvisado, si es dicho musicalmente, con una cadencia al principio y al final como de algo no dicho, puede parecer que transmite un mundo de significados, aún si después de una reflexión detenida no parezca haber dicho casi nada». Hay comentarios similares sobre las conversaciones entre los personajes, como cuando To no Chujo escucha hablar a una de sus hijas y la narradora comenta: «A su padre le encantaba el modo en que ella hacía que pareciera que quedaba mucho sin decir». Los comentarios sobre interpretación y significado como el siguiente no son infrecuentes: «No había trazos de ambigüedad en la carta, pero estaba redactada de un modo tan discreto que alguien ajeno a la situación no la habría entendido». No hace falta demasiada imaginación para entender que estos comentarios y otros similares podrían aplicarse a la novela misma, narrada de un modo frecuentemente elusivo y que a veces deja al lector preguntándose si no será él mismo quien es ajeno a la situación. La prosa y la poesía, que en los antecedentes de la tradición se mantenían separadas sin interferencias, ahora parecen querer borrar o debilitar esos límites. Es decir que el Genji, mientras se presenta y se define en términos de la tradición, también se diferencia de esa tradición y se propone como algo nuevo. Requiere ser leído de un modo novedoso y ofrece para ello una serie de elementos de autocodificación en forma de comentarios sobre literatura y sobre géneros afines, y sobre poesía y sobre su significado y propósito. El Genji, digámoslo así, a medida que progresa va inventando a su lector.

¿Hasta dónde llegará esta invención de sí mismo?, se pregunta curioso el lector. Y sigue leyendo. Y lee que el príncipe Genji, el Resplandeciente, no mucho después de la mitad de la novela, muere. Después de su muerte, la narración se centra en dos de sus descendientes, Kaoru y Niou, mencionados como sus posibles sucesores. Ambos son bellos y talentosos, y uno y otro comparten distintas características de Genji, como si la novela los presentara como sus dos mitades. Nombre que participa también de un nivel simbólico, Genji es llamado el Resplandeciente, es decir que su nombre corresponde a una imagen visual. Los nombres de Kaoru y Niou significan, respectivamente, «fragante» y «perfumado». Lo visual ha sido reemplazado por lo olfativo. Hay otras instancias de esta yuxtaposición de lo visual y lo olfativo, y están dadas por la poesía. En una ocasión, Kaoru es convocado para recibir a un mensajero: «La nieve, que se había acumulado, era tenuemente iluminada por las estrellas. La fragancia que Kaoru dejó a su paso hacía pensar que “la oscuridad de la noche de la primavera” se esforzaba inútilmente en eliminarla». Lo que está marcado entre comillas es una alusión al poema cuarenta del Kokinshu:

En vano la oscuridad de la noche de la primavera cubre al ciruelo.

Destruye el color pero no el aroma de sus flores.

Los colores y los aromas están unificados en las flores de primavera, lo que a su vez los vincula a las estaciones y al paso del tiempo. En el mismo pasaje hay también otra alusión, pero esta vez a la novela misma. En el caso que acabamos de ver se trata de Kaoru recibiendo un mensaje de su amante Ukifune. Cuatrocientas páginas antes, Genji sale a visitar a su amante Murasaki. También se describe a la nieve apenas iluminada, esta vez por el primer resplandor que anuncia el final de la noche, y también se menciona la fragancia que él deja a su paso. Y en la descripción de la escena, el mismo poema cuarenta del Kokinshu es aludido. En la misma página en la que Kaoru deja su fragancia cuando pasa, hay un pasaje que es casi idéntico a otro muy anterior. Ambos cuentan la celebración de concursos: en uno, Kaoru y Niou participan de un concurso de poesía china; en el otro, Genji participaba de uno de perfumes, al que había enviado dos perfumes hechos por él, como si la novela estuviera previendo a las dos figuras que lo sucederán. Estos paralelismos, premoniciones, autoalusiones, sugieren una construcción cuidadosamente concebida y ejecutada.

En ese concurso de perfumes, en el que Genji es también juez, hay una alusión a otro poema, el treinta y ocho del Kokinshu:

¿Quién juzgará el color, el aroma del ciruelo?

¿Quién si no tú? El que sabe es el que sabe.

Este poema introduce lo estético en el mundo de significaciones asociadas al color y al aroma de la flor del ciruelo. Hay en realidad toda una tradición del uso de estos elementos en función del juicio estético, que puede verse también en el prefacio del Kokinshu (el primer texto de crítica literaria escrito en Japón), en el que Ariwara no Narihira, figura central a quien se atribuyen numerosos poemas del Ise monogatari y en quien parece estar modelado su personaje principal, es evaluado en estos términos: «En su poesía el sentimiento excede a las palabras. Sus poemas recuerdan a las flores que ya no tienen color, pero que aún retienen la fragancia».

También en esta línea simbólica pueden verse los últimos capítulos del libro, conocidos como los capítulos de Uji, nombre de una región algo al sur de Kyoto donde transcurre buena parte de los episodios amorosos de los aromáticos Niou y Kaoru. La palabra uji significa algo entre oscuro y lúgubre, por lo que esos capítulos podrían verse, en relación con aquellos en los que reina el luminoso Genji, como la noche de la primavera que elimina el color pero no el perfume. Para decir lo que ya es obvio, la historia de Genji, los muchos años que van desde su nacimiento hasta su perduración en sus sucesores, es también la de la breve vida de una flor de primavera, y la novela completa, con sus decenas de capítulos, personajes y episodios es también, o quiere ser, un breve poema.

En un sentido, el Genji es a la prosa lo que el Kokinshu es a la poesía: mientras la antología de poemas se organiza con criterios cronológicos propios de la narrativa, la novela en prosa adquiere su estructura y su unidad mediante recursos simbólicos propios de la poesía. La autoría de estos capítulos posteriores a la muerte de Genji fue puesta en duda por críticos que los creían obra de manos espurias, convencidos de que un libro carece de sentido una vez que su héroe ya murió. No están del todo equivocados, pero esa convicción prueba en este caso lo contrario: que esos capítulos fueron seguramente escritos por la misma persona que muchas páginas antes los había preparado, presentando la supervivencia en forma de aromas que permanecen aún cuando la luz ya no está. Capítulos que son la larga despedida de Murasaki Shikibu de su héroe y la culminación de su novela-poema, su flor de ciruelo verbal.

Caja continua de voces I

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