Читать книгу Los ángeles sepultados - Patricia Gibney - Страница 15

8

Оглавление

La primera tarea autoimpuesta del día para Kevin O’Keeffe era retirar los materiales reciclables y la basura del lavadero, y llevarlos a los contenedores de fuera. Se puso manos a la obra con ganas.

Con unos guantes desechables puestos, levantó la tapa de la primera papelera y sacó la bolsa de plástico transparente. Golpeó el costado con suavidad para hacerla girar en la mano mientras observaba lo que había en el interior. Todo correcto. Restos de comida envueltos de cualquier manera en papel de periódico. La compañía de gestión de residuos todavía tenía que proporcionarles cubos marrones para los restos orgánicos, y por mucho que le doliera hacerlo, salió por la puerta de atrás y depositó la bolsa en el contenedor negro de basura. Cuando levantó la tapa, un olor a lejía emanó de su interior. Mantenía los contenedores impolutos, limpiándolos por dentro y por fuera con una manguera después de cada recogida.

A continuación, abrió el pequeño cubo de reciclaje de dentro de la casa. Estaba vacío. Qué extraño. Sin duda, debería haber cartones, envases de comida y envoltorios de plástico de las bandejas de verduras. ¿Qué andaría tramando Marianne?

De nuevo bajo el sol de la mañana, abrió la tapa del contenedor azul y percibió una vez más el aroma de la lejía. Allí estaba la bolsa que había esperado encontrar en la casa. Mientras la volvía a llevar al interior, se fijó en que algo goteaba y dejaba un rastro de líquido marrón a su paso. Volcó la bolsa y desparramó el contenido sobre el suelo de la cocina. Entre los papeles triturados y las cajas aplastadas, encontró el elemento conflictivo: una lata de Coca-Cola mal vaciada, aunque, para ser justos, sí que la habían aplastado.

—¡Marianne! —aulló.

—Aquí. —La voz venía del salón, donde la mujer se había montado un pequeño despacho.

—¿Qué significa esto? —Kevin sostuvo la lata en alto.

Marianne lo miró por encima del hombro, sentada frente a su escritorio. El sol entraba por la ventana e iluminaba su pelo castaño. Parecía más brillante de lo normal. Kevin se preguntó si se lo habría teñido sin pedirle permiso.

—No tengo ni idea de qué hablas. —Lo miró con su media sonrisa, esa que siempre le hacía dudar de si se burlaba de él o lo admiraba.

El hombre estampó la lata sobre el artículo en el que Marianne estaba trabajando, giró la silla hasta quedar detrás de ella y le colocó una mano enguantada en la base de la nuca. Apenas la rozaba, pero sintió cómo ella se apartaba y agachaba la cabeza, para quedar fuera de su alcance. Le pellizcó la piel con más fuerza y le tiró de los pelillos del cuello.

—Yo me encargo del reciclaje, no tú, y este es el motivo. —Dio un golpecito a la lata que goteaba.

—Kevin, no seas ridículo. La bolsa estaba llena, así que la he sacado fuera.

Él sintió el calor subirle por el cuello y abrasarle las orejas, como si se hubiera quemado con el sol. Apretó los puños. Le sudaba la piel bajo los guantes sintéticos. La voz de Marianne le crispaba los nervios. Sonaba como un piano desafinado. Aguda. Antinatural. Estridente.

—¿Hay algo ahí dentro que quieras ocultarme? —preguntó—. ¿Algo que estés escribiendo que no quieres que vea? ¿Por eso lo trituras todo?

—Por supuesto que no. Estás siendo irracional.

Kevin conocía muy bien las señales. Marianne pretendía mangonearlo, pero se estaba acobardando. Sonrió con suficiencia y le apretó el cuello más fuerte. Desde la base, deslizó sus dedos entre el pelo de Marianne y le giró la cabeza, obligándola a mirarlo.

—Ya sabes que nunca soy irracional, cariño.

—Por favor, Kevin. Me haces daño.

Él sonrió. Sabía que no le hacía daño, pero si quisiera, podría.

Se inclinó y señaló la página.

—¿De qué va?

—Es algo en lo que estoy trabajando, ya lo sabes. Por eso tengo que triturar las páginas. No quiero que lo lea nadie antes de que esté terminado.

—¿Estás escribiendo sobre mí? —No le extrañaría que se estuviera inventando mentiras asquerosas.

—Como sabes, escribo ficción.

—Eso no te impediría convertirme en alguna especie de monstruo, ¿verdad? —Rio nervioso. No debería preocuparlo de esa manera con los sinsentidos que escribía.

—Sabes que no haría eso. Basta, Kevin. Ahora me estás haciendo daño.

Él retiró la mano. Marianne dejó caer la cabeza y se llevó la mano al cuello. Dedos largos con las uñas pintadas de rojo brillante.

Kevin dio un paso al frente y le agarró la mano.

—¿Para quién es esto?

—¿Pero de qué diablos hablas…? ¡Au!

La había abofeteado sin darse cuenta. Ella tenía la culpa.

—Quítate esas uñas. —Se alejó de ella sin disculparse. Cuando consiguió respirar con normalidad y que su voz no sonara chirriante, añadió—: En el futuro, vacía las latas y los tetrabriks, y lávalos antes de aplastarlos. Yo me encargo de sacar la basura y del reciclaje.

—No pensaba…

—Nunca piensas, ¿no es cierto? A menos que sea para inventarte un argumento de mierda para un libro que nunca se publicará. Déjalo ya. —Caminó hacia la puerta, y luego se volvió y la miró fijamente hasta que ella le devolvió la mirada—. Te lo digo en serio, Marianne. Ya es hora de que vendas ese portátil en eBay y te olvides de esas ideas estúpidas. Nunca serás escritora.

Regresó al lavadero para terminar su tarea matutina. No pudo evitar sentirse satisfecho consigo mismo. No le había dejado pasar ni una lata mal vaciada. Con suerte, eso sería un buen augurio para el resto del día.

Los ángeles sepultados

Подняться наверх