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El negocio de los seguros no era lo que Kevin O’Keeffe habría escogido, pero en la vida, las cosas no siempre salen como uno quiere. La aseguradora A2Z estaba ubicada en una calle comercial, y sus vecinos de la parte de atrás tenían un desguace. Había ruido tanto dentro, en la oficina diáfana, como fuera, gracias al estruendo de la maquinaria.

—¡Llegas tarde!

—Lo siento. —Kevin arrojó la bolsa del portátil bajo el escritorio y cogió los auriculares—. He vuelto a tener un problemilla con Marianne. —Se llevó la mano a la boca como si estuviera bebiendo. Era su excusa predilecta. Todos en la oficina creían que su mujer era una alcohólica empedernida, y esto le granjeaba la simpatía de sus colegas, aunque se preguntaba si su jefe, Shane Courtney, sospechaba la verdad. Courtney era más joven que él. Tenía treinta y pocos años, y llevaba la arrogancia tatuada en su boca remilgada y su mirada de acero. Kevin sintió la irritación en la piel cuando su jefe se dirigió hacia él a través del laberinto de escritorios.

—Tiene que ver a alguien. Está afectando a tu rendimiento, Kevin. ¿No crees que quizá necesite ir a rehabilitación?

Kevin asintió, mordiéndose las mejillas por dentro para evitar contestar.

—Probablemente tengas razón, pero ¿has visto lo que cuestan esos sitios? Ni siquiera con tu sueldo podría permitírmelo.

—No tienes ni idea de lo que cobro y, de todos modos, no soy yo quien necesita desintoxicarse. Has llegado tarde cinco veces este mes. Es inaceptable. Pon tu vida familiar en orden o no tendrás ningún salario.

—Vale, vale…, perdona.

Mientras regresaba a su despacho, Courtney dijo por encima del hombro:

—Y todavía te queda mucho para alcanzar los objetivos del mes. Ponte las pilas.

Mientras respiraba aliviado, Kevin notó el silencio a su alrededor. Sintió que le ardían las mejillas. Maldito Courtney. ¿Por qué tenía que echarle la bronca delante del resto del personal? Sacudió la cabeza e introdujo la contraseña en el ordenador.

—¿Estás bien, Kevin?

Miró por encima de la mampara del cubículo hacia Karen Tierney. La chica estaba en la veintena, y su belleza era poco memorable. Llevaba el cabello rubio recogido de cualquier manera en lo alto de la cabeza. La combinación de vaqueros azules, blusa roja y maquillaje pálido la hacía parecer la bandera de Estados Unidos. Y a veces, como ese día, podía ser una cotilla insoportable.

—Estoy bien —masculló—. Tengo que ponerme a trabajar. —Aporreó el teclado con la esperanza de que su compañera captara el mensaje.

—Vi a Marianne en el supermercado el fin de semana. No tiene buen aspecto, para nada. La verdad es que deberías hacer lo que ha sugerido el señor Courtney.

—¿Karen?

—¿Qué?

—Deberías ocuparte de tus asuntos.

La cabeza de la joven desapareció tras la mampara y Kevin se puso a trabajar, mientras deseaba estar en cualquier sitio que no fuera atrapado en aquel antro plagado de fisgones. En cuanto accedió a la pantalla de inicio del ordenador, se colocó los auriculares y echó un vistazo a la aplicación de noticias nacionales. Eran útiles como tema de conversación cuando tenía un cliente difícil al teléfono. Los titulares de las noticias más recientes llamaron su atención y clicó.

—Me cago en todo —dijo.

—¿Qué pasa? —Karen volvió a asomar la cabeza por encima de la mampara, asiéndose al borde azul y enseñando sus uñas con diamantes engastados, tan falsos como sus pestañas.

Le indicó con un gesto que lo dejara en paz y siguió leyendo que habían sobre el torso encontrado en las vías. El pitido de los auriculares anunció una llamada entrante. Se la transfirió a Karen. Mejor mantenerla ocupada mientras él leía las noticias.

* * *

El Bank, una de las cafeterías más nuevas de Ragmullin, estaba bastante vacía. Faye esperaba sentada en un rincón mientras Jeff pedía las bebidas. Regresó con dos cafés y cruasanes tostados rellenos de jamón y queso. A la joven se le revolvió el estómago.

—No me entra nada.

—Tienes que comer algo para sobreponerte al shock. —Jeff abrió unos sobrecitos de azúcar y los vació en la taza humeante—. Bebe.

—De verdad que no puedo. —Faye se recostó en la silla, que era demasiado blanda y baja. Las rodillas le quedaban por encima del ombligo. Tenía ganas de vomitar—. ¿Qué has hecho con ella?

—¿Con qué?

Faye lo observó mientras se metía trozos de cruasán en la boca y el queso derretido se le pegaba al labio inferior.

—Con la calavera —susurró.

Jeff sopló el café antes de beber un trago.

—Podría ser de un cuerpo. ¿Dónde está el resto?

—Por favor, Faye, olvídalo.

Ella se inclinó hacia delante y levantó su taza. El estómago se le revolvió una vez más cuando el aroma de los granos de café triturados le alcanzó la nariz. Se levantó.

—Voy al baño.

Empezó a ver unos puntos negros, y sintió que Jeff alargaba la mano para sostenerla. Faye lo apartó de un manotazo y fue hacia el baño de mujeres, donde la iluminación brillaba por su ausencia.

Se inclinó sobre el lavabo de cerámica, respirando profundamente. Al mirarse al espejo, retrocedió, espantada por su aspecto. La piel, demasiado pálida, estaba perlada de sudor. El pelo claro estaba enredado y lleno de polvo; incluso las manos seguían cubiertas por una capa brillante de finas partículas de yeso. «Un fantasma», pensó, «parezco un maldito fantasma».

Abrió el grifo para que corriera el agua, apretó apurada el dispensador de jabón y se lavó las manos. Luego, se sacudió el polvo del pelo. Sostuvo un poco de papel bajo el chorro borboteante y se limpió la frente y las mejillas con el papel humedecido.

Después de hacer pis y volver a lavarse las manos, seguía encontrándose mal. Todavía notaba el aleteo en el vientre, y se preguntó cómo iba a lidiar con una personita en su vida cuando ni siquiera podía enfrentarse al hecho de que, probablemente, había encontrado un muerto en la casa que intentaba convertir en su hogar.

Un ser humano muerto.

—¿De verdad? —le preguntó a su reflejo. «Olvídalo», había dicho Jeff, pero Faye no era una persona que olvidara las cosas solo porque alguien se lo dijera. Ni hablar. Cerró el grifo y echó los hombros atrás. Iba a averiguar si la calavera era real o no. Primero tenía que descubrir dónde la había puesto Jeff.

Al abrir la puerta del lavabo de señoras, una sombra se cernió sobre ella. Levantó la vista.

—¿Jeff?

—Has tardado una eternidad. Estaba preocupado. ¿Estás bien? ¿Está bien el bebé?

—Hazme un favor y deja de tratarme como si fuera un cachorrillo enfermo, ¿vale? He sufrido una conmoción, pero ahora estoy bien. Tienes que volver al trabajo. Llévame primero a casa. Ese papel pintado no va a quitarse solo de la pared.

Los ángeles sepultados

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