Читать книгу Los ángeles sepultados - Patricia Gibney - Страница 7

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Prólogo

Tiempo después, el policía diría que nunca había visto nada parecido en todos sus años en el cuerpo.

—Atrás. —Estiró el brazo para impedir que entrara el joven garda—. Yo echaré un vistazo primero, tú espera fuera.

—Pero…

—Pero nada. Si no quieres que tu desayuno acabe mezclado con la sangre del suelo, harás lo que te digo, ¿entendido?

—Sí, señor.

Cuando se hubo librado de su subordinado, el policía cerró la puerta tras él. Un olor acre se había apoderado del aire. Se limpió la boca con el dorso de la mano, tomó una buena bocanada de aire, se tapó la nariz con el pulgar y el índice, y atravesó la cocina sin prestar atención a los armarios de formica naranja ni a los platos rotos en el suelo. Los trozos de loza crujían bajo sus botas. Salió de la cocina al pasillo. Era pequeño y compacto. Había varios abrigos amontonados en el pasamanos; la puerta de la despensa bajo la escalera colgaba de los goznes, y las baldosas estaban cubiertas de huellas de sangre. Con un dedo enguantado, empujó la puerta a su izquierda y entró.

El sofá estaba volcado. Un pie desnudo sobresalía por detrás, cubierto por un cojín chato marrón. El policía tragó saliva para deshacer el nudo agrio que se le había formado en la garganta y avanzó con cuidado, rodeando los muebles, sin tocar nada. Al mirar a la mujer que yacía en el suelo, no pudo evitar llevarse la mano a la boca. La sangre se había secado sobre el rostro y la garganta, y había formado un charco que se había convertido en una mancha marrón sobre la alfombra. Calculó que hacía al menos veinticuatro horas que cualquier intento de reanimarla sería inútil. El aire fétido le obstruía las narinas y le cerraba la garganta, pero, aun así, sintió el sabor de la putrefacción en la lengua.

Salió de la habitación y se dirigió al pasillo. Lo único que rompía el silencio era el sonido de su respiración. Levantó la vista al escuchar el goteo de un grifo en algún lugar sobre su cabeza.

El primer escalón crujió bajo su peso. Cuando alcanzó el último, este también crujió. Se detuvo en el pequeño rellano cuadrangular. Cuatro puertas, todas cerradas. El corazón le latía con tanta fuerza contra las costillas, que estaba seguro de que intentaba escapar de su prisión ósea. Tenía la boca seca y la nariz taponada, y le resultaba difícil respirar pese al fragor en su pecho.

La puerta era vieja. Picaporte de latón, bisagras de acero, clavos sueltos. Giró el pomo que tenía más cerca y empujó la puerta.

El baño.

Baldosas verdes y una bañera amarilleada. El inodoro y el lavabo eran de cerámica blanca. Un revoltijo de colores. No había sangre, pero sí un suave olor a lejía. Exhaló lentamente y salió del cuarto. Olfateó el aire viciado del descansillo antes de girar el pomo de la siguiente puerta, que repiqueteó al abrirse.

El cambio en el olor fue radical. Una peste insoportable asaltó sus ya resentidas vías respiratorias. Cerró los ojos para evitar observar la escena que tenía delante, pero no sirvió de nada. Desde ese momento, cada vez que apoyara la cabeza sobre una almohada, la imagen indeleble que se le aparecería sería la de un matadero bañado en sangre humana. Sus sueños se convertirían en pesadillas, y nunca más volvería a dormir en paz.

Niñas.

Unas chiquillas preadolescentes, pensó. ¿Quién sería capaz de hacer algo así?

Dos niñas vestidas con pijamas desparejados de color rosa y amarillo. Una de ellas tenía un pie descalzo y el otro enfundado en un calcetín de franela, a medio quitar. Vio su pierna estirada, como si hubiera intentado huir. La segunda niña estaba cerca de la ventana, con la mano extendida de manera similar, buscando escapar, y la boca paralizada en un grito mudo. Las cortinas ocultaban la ventana de guillotina, que estaba cerrada.

Permaneció inmóvil. No tenía sentido avanzar más. No quería alterar la escena del crimen. Ya hacía mucho que el asesino había llevado a cabo su despiadado ataque y huido. A menos que…

El policía se quedó paralizado. ¿Se escondería el asesino tras otra de las puertas?

Salió del cuarto, se volvió hacia la tercera puerta y levantó la mano muy despacio hasta la cartuchera que llevaba en el hombro. La idea de matar al autor de semejante crueldad lo llenaba de adrenalina.

—Voy a entrar —advirtió, aunque no estaba seguro de haberlo dicho lo bastante alto como para alertar a cualquiera que pudiera estar dentro.

La habitación era otro dormitorio. En el suelo había ropa de cama de varios colores y dos almohadas. La sábana que había en la cama tenía un charco húmedo en el centro. Obviamente, no era sangre. Lo más probable era que quien hubiera dormido allí, hubiera mojado la cama. ¿Una de las niñas? ¿Las había despertado el ruido del intruso? ¿Era ese el dormitorio principal? Las preguntas se agolpaban en su mente mientras su reflejo lívido le devolvía la mirada desde el espejo situado en la puerta del armario.

La ventana estaba abierta y la cortina ondeaba hacia el interior, impulsada por la brisa. Sabía que no debería adentrarse más, pero tenía que asegurarse. Se arrodilló y miró bajo la cama. Una maleta polvorienta y un par de zapatillas de ante. Al ponerse en pie, se fijó en una puerta que había a su derecha. ¿Un baño en suite? Se acercó lentamente, sin saber muy bien por qué temía hacer ruido. Había anunciado su presencia. Tenía un arma en la mano. ¿Qué podía temer?

La puerta colgaba de dos de los goznes, el tercero estaba roto. Tras ella, había una ducha con una cortina de plástico anticuada y un pequeño inodoro. La habitación estaba vacía.

Tres cuerpos. ¿Madre e hijas? ¿Había un padre, marido o pareja? Si era así, ¿dónde estaba? ¿Había llevado a cabo ese ataque brutal contra su familia antes de escapar?

Salió del cuarto y echó un vistazo al último dormitorio. Una cama individual. Un armario contra una pared, una pequeña mesita de noche con la lámpara apagada junto a la cama. Una ventana estrecha con finas cortinas de algodón y estampado de flores. La luz se colaba a través de la rendija, formando un cono de motas de polvo en el centro de la pequeña habitación.

Bajó las escaleras a toda prisa y salió disparado por la puerta. Se dobló y apoyó las manos en las rodillas, aspiró el aire fresco e intentó mantener el desayuno en el estómago.

—¿Qué has encontrado? —le preguntó su compañero uniformado.

—Una madre y dos niñas. Muertas, todas muertas. —Jadeó mientras intentaba tomar aire y trataba desesperadamente de librarse del hedor a muerte y de las imágenes que se habían grabado para siempre tras sus ojos.

—¿Dos niñas?

—Sí. No he encontrado al padre. Todavía. Hijo de puta.

—¿Has dicho dos niñas?

—Me cago en la leche, ¿estás sordo o qué, joder? ¿Por qué no paras de repetirlo?

—No estoy seguro… Creía que el informe decía… —El garda rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó la libreta. Pasó las páginas—. Debería haber tres niños.

El policía se incorporó y se frotó la frente con dedos temblorosos. Mientras buscaba el tabaco en el bolsillo, dijo:

—Entonces, ¿dónde diablos está el tercero?

Veinte años después

Extraer los productos congelados requería fuerza bruta y, por supuesto, guantes.

Encontré un par en una caja, bajo un conglomerado de herramientas de jardín, bolsas de basura, repelente para babosas y herbicida. Medité sobre posibles usos del herbicida, pero, al final, volví a dejarlo donde estaba. En una caja de herramientas localicé un rollo de cinta de embalar. Salí del cobertizo y regresé al lugar donde llevaría a cabo mi tarea.

Corté con las tenazas el candado del primero de los tres arcones congelador. Sentí cómo la expectación hacía vibrar el aire. Levanté la tapa y me puse manos a la obra, empezando por sacar la carne congelada. Dos piernas de cordero y media res. Era el señuelo, por si alguien venía a husmear. Una vez retirado el falso fondo, apareció el elemento conflictivo, congelado y pegado a las paredes.

Levantarlo requirió de cierto esfuerzo. El plástico que lo envolvía se rasgó en algunas partes. Cuando por fin estuvo completamente desenterrado, parte del plástico quedó en el congelador. Ya no podía hacer nada al respecto. Sin prestar demasiada atención al trozo de carne (a falta de una descripción mejor), lo dejé caer al suelo. La verdad es que no quería mirarlo. Ya sabía lo que era. Lo había visto antes de que estuviera congelado.

Las bolsas de basura resultaron ser de utilidad. Las corté y las coloqué sobre el suelo, y luego enrollé el trozo de carne con ellas. La carne congelada, que estaba arrugada y había adquirido un tono amarillento, se veía a través del envoltorio rasgado.

Cuando estuvo completamente cubierto por las bolsas y envuelto con cinta de embalar, volví a colocar el falso fondo en el congelador, seguido del señuelo. El trabajo estaba casi terminado. Ahora solo faltaba transportar la carga al abrigo de la oscuridad y deshacerse de ella. Ya había cambiado de sitio antes. Esta sería la última vez.

Tenía dos congeladores más que vaciar. Trabajé metódicamente.

Había mucho que hacer antes de que saliera el sol.

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