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Faye vio a Jeff alejarse con el coche. Soltó la cortina, que olía a rancio, y miró a su alrededor. El joven se había negado a decirle dónde había puesto la calavera, y había insistido en que no se rompiera más la cabeza con aquello. «No pilla la ironía», pensó cansada.

Tenía que estar en algún lugar de la casa.

Revisó el cubo de la basura en la cocina. Buscó en cada alacena, espantando moscas y arañas, sin miedo, pero con cuidado. Si veía una sola caquita de ratón, adiós, muy buenas.

En algún momento tendrían que deshacerse de la vajilla, caviló mientras movía tazas y platos, y la cubertería manchada tenía que desaparecer. Habían tirado toda la comida mohosa hacía siglos, por miedo a que atrajera a los roedores. Faye se estremeció. No había muchas cosas que la asustaran, pero esas alimañas eran lo único que la hacían salir corriendo.

La nevera, que le llegaba al pecho, dejó escapar un zumbido al abrirse. La luz inundó la cocina e iluminó las puertas laminadas de los armarios. Había hielo y escarcha pegados al fondo del congelador, y el cajón parecía completamente congelado. Tiró de él, pero no cedió, así que era lógico pensar que Jeff no había metido ahí la calavera. Paseó la vista por la cocina. Se moría de ganas de echarla abajo. Colores estridentes, polvo y suciedad. Cuando se pusieran a ello, necesitarían otro contenedor de escombros. La emoción le llenó el pecho mientras imaginaba la apariencia que tendría la casa tras la reforma.

Jeff no llevaba la calavera encima en la cafetería, así que ¿dónde la habría puesto? Recordó que había ido al baño. Subió las escaleras con lentitud. Era la parte de la casa que más odiaba. Le producía una sensación siniestra que le recorría el espacio entre los omoplatos. Al llegar al descansillo, se detuvo y escuchó. El corazón le martilleaba en el pecho y su inocente bebé revoloteaba en su tripa. Las cuatro puertas estaban ligeramente entreabiertas. Tres dormitorios y un baño. Estiró un dedo y empujó la puerta del lavabo.

El goteo del grifo de la bañera dejaba un rastro marrón cobrizo que llegaba hasta el desagüe. Las partes metálicas estaban oxidadas, y una manguera de goma agrietada seguía enganchada a uno de los grifos. Los hongos se extendían por toda la superficie de la cortina de ducha, que colgaba flácida. El inodoro olía como si nadie hubiera tirado de la cadena en años, pero Jeff lo había usado, ¿no?

Con un ojo cerrado, Faye espió el interior del inodoro. El agua estaba limpia. De todos modos, tiró de la cadena. Error. Las tuberías del ático rugieron y repiquetearon cuando el agua se filtró ruidosamente del tanque a la cisterna. Faye sintió como si toda la habitación temblara tanto como lo hacía ella. Dio marcha atrás y cerró la puerta.

Habían acordado que el cuartito pequeño sería para el bebé, y ellos usarían la habitación más grande porque daba a la calle, en la fachada principal de la casa. El tercer dormitorio, al fondo, tenía vistas al descuidado jardín para el que no había presupuesto.

Al avanzar hacia el cuarto más amplio, le pareció oír un ruido procedente de la habitación pequeña. Se detuvo y contuvo el aliento mientras el corazón le latía con fuerza. No, solo eran las tuberías del ático. Dio otro paso más y volvió a oírlo. Se llevó una mano a la boca y otra al vientre. La bilis le subió por la garganta, y los puntos negros le nublaron la vista otra vez.

—¿Hay alguien ahí? —dijo cuando recuperó la voz.

Silencio.

¿Qué era lo que había oído? ¿El ruido de una pisada? «No seas tonta», pensó.

—¿Hola? —repitió vacilante.

¿Debería salir corriendo o quedarse? Alargó la mano y empujó la puerta del cuartito para abrirla. No podía haber nadie allí. Solo Jeff y ella tenían las llaves, y habían estado entrando y saliendo día sí, día también, durante los últimos meses.

Entró en el cuarto y gritó.

El animal se abalanzó sobre ella y le arañó la cara con un zarpazo cruel. Las garras se le enredaron en el pelo y ella sacudió los brazos, tratando de desengancharlas. Y entonces, tan de repente como había aparecido, el animal huyó, y Faye se dejó caer contra la pared mientras todo su cuerpo temblaba. ¿Cómo había acabado un gato atrapado ahí dentro? La habitación estaba vacía, excepto por el viejo armario de madera prensada en el rincón. Había bromeado con Jeff diciéndole que, si lo ponían de costado, no cabría nada más en la habitación. Ahora parecía mirarla amenazante, con una de las puertas dobles ligeramente entreabierta. ¿Era ahí donde había estado el gato? Tal vez tenía gatitos y solo quería protegerlos. ¿Tal vez por eso la había atacado?

Lo cierto era que no quería permanecer sola en la casa ni un minuto más, pero todavía sentía la comezón de una inquietud bajo la piel que le erizaba el vello de los brazos. Y quería encontrar la calavera.

Agachada contra la pared, esperó, escuchando.

Solo oía el repiqueteo de las tuberías sobre su cabeza y el goteo del grifo en el baño. Nada más aparte de su propia respiración.

Se puso en pie y avanzó hacia el armario. La puerta entreabierta parecía desafiarla a mirar. Tiró rápido, demasiado rápido. El pomo se despegó y el clavo que lo sostenía en su sitio le atravesó la mano.

—¡Mierda! —Miró la sangre que le brotaba de la mano. Ahora seguro que necesitaría la vacuna antitetánica. Estaba a punto de darse la vuelta y bajar por las escaleras, para salir al aire fresco, cuando algo dentro del viejo armario atrajo su mirada hacia el estante que había a la altura de sus ojos.

La pequeña calavera.

Las cuencas vacías la miraron fijamente.

Se dio la vuelta y huyó.

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